Para la autora de esta columna, las imágenes de la brutal represión de la Policía de la Ciudad a los pequeños productores de verduras que ayer intentaron vender a precios populares en Plaza Constitución marcan un antes y un después en la percepción que parte de la sociedad tiene del gobierno de Cambiemos.
El macrismo ha cometido muchos actos canallas. Sin embargo, no todos han pegado igual ante la opinión general. La desaparición y posterior aparición muerto de Santiago Maldonado, la urdimbre de intrigas y mentiras oficiales, manipulaciones e informaciones falsas de los servicios para muchos fueron veraces, creíbles y, especialmente, consumibles. Mejor creerle al Gobierno que hacerse cargo de que una de sus ministros era directamente responsable.
El tema pasó, la causa va en camino a concluir en la muerte por ahogamiento “natural” y sólo para algunos de nosotros sigue siendo una mentira y un asesinato por parte de la gendarmería a las directas órdenes de Bullrich y su secretario de seguridad Noceti, responsables políticos de la represión que le arrancó la vida a Santiago.
También asesinaron por la espalda a Rafael Nahuel y una gran parte de la sociedad volvió a mirar hacia otra parte. Es que Rafael tenía una gorrita sospechosa, era pobre, un mapuche guerrillero desarmado y vivía demasiado lejos de las grandes urbes como para preocuparse.
Ninguno de estos hechos aberrantes, estricta responsabilidad del Estado y los funcionarios que lo administran y dilapidan, le torció la opinión a ese grueso de personas que votaron a este gobierno, los “garrá la pala, negro”, los que se golpean el pecho, -aunque cada vez menos- cada vez que los medios resucitan a Nisman, que ya parece el santo de la justicia y no un fiscal promiscuo y corrupto. A esta altura, todo se ha transformado en una cuestión de fe… Esta gente QUIERE creer no en lo que ve, sino que lo que necesita para seguir cómodamente mirándose el pupo.
Sin embargo, me da la impresión de que ninguno de estos hechos, ni las miles de injusticias de que ha sido responsable el Gobierno en todos estos años, ha abrumado tanto como la imagen de una pobre vieja juntando berenjenas del piso o la de los uniformados llevándose los cajones completos de verdura con destino incierto, ante la pobreza de productores y clientes, ante los ojos incrédulos de participantes y televidentes.
Es que con la comida no se juega. Esa frase, inculcada en cada casa desde que somos pequeños, resuena en nuestro inconsciente cada vez que se revolea comida. Es un símbolo fuerte, tanto el mandato social de no jugar con la comida, como el de esa viejita bastante bien vestida, con su changuito y su miseria como una postal y denuncia mudas de la pobreza. No es una “negra que se embaraza por un plan”, es una viejita BLANCA, con un changuito en decadencia, rodeado de cartones, que podría ser mi mamá o la tuya o la de ellos… Es una viejita a la que no le alcanza la jubilación como a mi mamá, la tuya… O la de ellos, que LO SABEN BIEN porque tienen que meter la mano en el bolsillo para ayudarle a comprar los medicamentos o pagar la luz o el gas o llevarle mermelada y leche para que coma algo decente cada noche.
Esta potente postal de la insensibilidad social del gobierno pegó mal, muy mal. ¡Hasta los que repudian a “los piqueteros” percibieron que algo huele a podrido! Es tan aplastante la imagen, tan apabullante, que no es fácil mirar para otro lado y evitar hacer la proyección de que puede ser mi mamá, la tuya o la de ellos… Porque las madres de ellos también cobran la mínima, porque ellos, los “negro, garrá la pala”, cuya mayoría no es ni poderosa ni patrona, sino explotada y asalariada, ya no pueden pagar el gas, la luz, el celular, la obra social prepaga, la escuela privada y sin paros y el seguro del auto o su estacionamiento. Porque están con la lengua afuera, como nosotros, los que vimos a Santiago, a Rafita, los que denunciamos la política de ajuste y exterminio de este gobierno desde que comenzó. Porque, a no dudarlo, es de exterminio.
Ayer, el Gobierno jugó no sólo con la comida, sino con el hambre. Pretendió borrar con gas pimienta la miseria cuando absurdamente justificó la represión para mantener una plaza “limpia”. No limpia de deshechos de verdura, limpia de pobres que saltan a la luz como el pus de una gran infección generalizada. Hoy pretendió tapar el sol con un dedo y se creyó que podía lograr un eclipse. Pero era un dedo y el rey quedó desnudo. La imagen de la viejita, no tengo dudas, terminará dando la vuelta al mundo.
Creo que el Gobierno con este casi fugaz y mínimo acto represivo ha terminado de firmar su partida de defunción. La defunción de la credibilidad, de los actos de fe ciega, de la mirada hacia otro costado. Quizás con lo único que puede asociarse este hecho es con la quema del cajón de Herminio Iglesias. Es que a veces, una sola acción puede tirar por la borda un equilibrio precario. Y así como Herminio quemó el cajón, el gobierno quemó la nave de la comida. Tocó lo íntimo, lo familiar, lo ancestral. No les quiere matar el hambre a los pobres, quiere liquidar a los pobres que tienen hambre. No les quiere dar trabajo a los negros para que agarren la pala, quiere exterminarlos porque no tiene palas. Y eso se empieza a notar…
Para quemar algo se necesita fuego. El gobierno no hizo un fueguito, sino un gran incendio para quemar la nave. No es un acto de fortaleza, sino de extrema debilidad. Se metió con la comida, la robó, la desparramó, la dilapidó, la convirtió en basura para los barrenderos municipales y los cajones completos que subió en la camioneta los transformó en botín de guerra de morondanga para las ratas, los que son el brazo ejecutor. Y, al fin y al cabo, todos fueron eso, ratas.
Sí, creo que el gobierno acaba de firmar su partida de defunción. Hay lugares de los que no se vuelve, porque con la comida no se juega.
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