El uso generalizado de la categoría neofascismo para explicar el avance de la ultraderecha en América Latina, sobre todo a partir del triunfo de Bolsonaro en Brasil, lleva a confusiones teóricas que dificultan la resistencia.
Tras el triunfo electoral en Brasil de Jair Bolsonaro se puso sobre el tapete el tema del surgimiento en nuestro continente de opciones políticas de ultraderecha bajo el rótulo de neofascismo o neonazismo. En el viejo continente hace ya un tiempo que se vienen dando esta clase de movimientos que incluso cuestionan severamente la existencia de la comunidad europea. De todas formas vale la pena poner blanco sobre negro en lo concerniente a esta clase de posiciones, ya que si nos atenemos exclusivamente a la nomenclatura podemos incurrir en errores graves de caracterización que lejos de permitir generar contrapropuestas políticas que frenen el avance derechista lo único que harán es declamación moralista o ideologista.
El nazismo alemán y el fascismo italiano si bien tuvieron diferencias entre sí, poseyeron denominadores comunes bastante claros. Ambos se desarrollaron tras la primera guerra y fueron serios causantes de la segunda. No pocos desde posiciones de izquierda, principalmente los partidos comunistas de la Tercera Internacional consideraron que la irrupción de estas posiciones representaba el avance desmedido de la reacción mundial en general y contra la Unión Soviética en particular. Si bien esto puede entenderse así, hay que ver que en primer lugar era el resultado de la feroz competencia entre potencias capitalistas del mundo de entonces. La guerra iba a ser el desencadenante natural de la puja interimperialista por los mercados y los recursos. Los proyectos nazi fascistas se sostenían en el desarrollo de una sociedad integrada corporativista que apuntaba al crecimiento industrial y militar.
En los países del Tercer Mundo, hubo tanto militares como burguesías nacionales que simpatizaron con el surgimiento del nazifascismo. Sin ir demasiado lejos en la Argentina el grupo de militares que formaban parte del GOU (Grupo Obra de Unificación) en los ’40 del que fuera parte Juan Domingo Perón, tuvieron posiciones nacionalistas. El proyecto de “comunidad organizada” representaba claramente ese ideario. Lo que nunca se dice es que esas posiciones políticas trasladadas a la periferia mundial tenían un marcado sesgo antiimperialista. La mayoría de los movimientos nacional popular llevaban esa marca.
El surgimiento reciente de una ultraderecha regional a la cual se la emparenta con el nazifascismo posee raíces que están más ligadas con la ideología de militares y civiles que en gran parte de la segunda mitad del Siglo XX fueron subordinados en la implementación del Plan Cóndor y partícipes necesarios de una guerra fría que poco afectaba a esta parte del mundo. Tal vez con el final del primer peronismo también se terminó la posibilidad de existencia de militares patrióticos. La camarilla cívico militar que encabezó la dictadura argentina entre el 76 y el 83, lejos de tener posiciones nacionalistas profundizó la dependencia. El tinte reaccionario, represivo o totalitario no es un rasgo propio del nazifascismo. En nombre de la moral occidental y democrática es posible encontrar accionares tan oscuros y perversos como los que se le atribuyen al nazifascismo. Las actuales ultraderechas están más emparentadas a esta segunda veta que a las raíces con las que se las intenta catalogar desde una mirada marcadamente liberal. Mucho más cuando las fuerzas armadas y de seguridad reciben formación y adoctrinamiento por parte de las principales agencias ligadas al complejo militar estadounidense.
Las actuales ultraderechas regionales emergentes poco tienen de nacionalismo. Se basan en tendencias existentes en el sentido común más abyecto principalmente alojadas en las clases medias. Xenofobia, racismo y toda una gama de prejuicios muy arraigados en contra de otros sectores sociales a los cuales identifican como peligrosos. Las políticas progresistas lejos de haber trabajado correctamente esas contradicciones sociales no han hecho más que profundizarlas en nombre de posiciones que más que políticas parecen religiosas. No se trata de pedirles a unos que amen a los otros, sino de crear condiciones objetivas de convivencia. Las actuales derechas aprovechan al máximo esas falencias y reproducen permanentemente el odio estructural.
El surgimiento del nazifascismo tuvo que ver principalmente con el malestar que se creó con la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias posteriores. En Calle de dirección única (1928), Walter Benjamin proponía un viaje por la inflación alemana en el que mostraba las incertidumbres y angustias de una nación que necesitaba salir de ese estado aunque poco podía vislumbrarse el cómo. Una temática similar se puede encontrar en el film de Ingmar Bergman El huevo en la serpiente de 1977. De todas maneras la salida a esa etapa crítica implicaba el desarrollo de nuevas fuerzas productivas y de la unidad nacional. En Metrópolis (1927) del cineasta alemán Fritz Lang es posible ver cómo la masa proletaria es sojuzgada de forma casi esclavista para producir en aras del bienestar general. Si el nazismo surge como una opción ultra reaccionaria esto se da en el marco de una sociedad que virtualmente tiene la posibilidad de desarrollarse. En cambio las actuales opciones ultraderechistas se producen en una sociedad demasiado fragmentada y decadente que deja cada vez más intersticios libres para ser ocupados por economías sumergidas como el narcotráfico o el tráfico de personas. El neofascismo lejos de combatir estas modalidades sólo realiza demagogia punitiva. El crimen organizado no deja de ser un negocio pingüe del que sería iluso suponer que los sectores económicos más poderosos no intenten extraer ganancias.
Si en otros tiempos el fascismo se oponía al liberalismo, hoy el neofascismo va de la mano del neoliberalismo. En tanto, las organizaciones populares deben entender que si no se caracteriza correctamente a esta nueva derecha se corre el riesgo de ser un blanco predilecto de ella. De hecho ya se viene desarrollando una guerra molecular sistemática contra todo esbozo de organización. Desde la prédica mediática se emparenta a los movimientos sociales con la criminalidad y se justifica su represión. No se trata por cierto de que los medios mientan, exclusivamente. Estamos acostumbrados a suponer que en las subjetividades creadas por el capital, se da un fenómeno de transformar lo positivo en negativo. De trastocar lo bueno en malo. Los medios masivos no hacen otra cosa que exacerbar lo que ya existe en el sentido común imperante. No es otra cosa que raspar la piel para que surja ese “enano fascista” que nos habita. Síntomas de un tiempo difícil.