El jefe de Estado posee un dios a su imagen y semejanza: El Mercado. No es el mismo que el del resto de los mortales. Un óleo victoriano grafica el núcleo del ideario que compone la religión personal del quetejedi.

Como el dios oscuro que se precipita en el abismo por él mismo creado, en vez de abjurar de su propia creencia, la refuerza. Rencoroso, vengativo, la compostura se le escapa entre los dientes hasta que las luces de las cámaras le fuerzan a recomponer en forma momentánea la impostura. Difícil la faena de tolerar la inminente pérdida del trono y el altar a los que se aferra, omnímodo. Los hados de su credo íntimo, personal, se han vuelto en su contra, de modo que una vez más los invoca llamándolos por todos sus nombres: El Mercado; o su multiplicación en los seres y en las cosas: Los Mercados; o su nominación ecuménica: El Mundo.

Pese a conservar aún cierta injerencia sobre aquellos arcanos designios, el divino Ser va mutando en fetiche pret-a-porter; no le da bola. Los estrépitos del aplauso popular le son adversos. Entonces recicla aquello de tronar el escarmiento y habilita a las potencias del carry trade a que dancen la lujuria de su antojo. Además de (o junto con) optimizar a tasa de ganancia, la adereza y complementa. Que la negrada se avive del severo error que han cometido. También los gobernadores que de a veinte cruzaron la dead line y ahora se quedan sin la porción coparticipable de IVA, combustibles y demás, aunque eso no funque. Traidores. ¡Cómo se atrevieron a sembrar tristeza en su sexagenaria anatomía, perturbar su justo sueño, a quebrar el argentino destino de convertirse, de una buena vez por todas, en un Delaware con soja, en las Islas Caimán con vacas, en la nívea Andorra con megaminería, en las Bahamas gasíferas del subdesarrollado sur!

No es materia de este limitado escriba desarrollar qué es un mercado; para eso están los especialistas que tan bien lo definen como un conglomerado de fuerzas e intereses. Más modestamente, la noción plebeya remite a aquellos productores que un día determinado llevaban sus mercancías a la plaza pública y la intercambiaban con quienes aportaban diferentes bienes y fijaban sus respectivos precios en función del trabajo que les había demandado. Detrás de toda moneda de intercambio, había trabajo. Ahora no, lo que hay es consultoras de riesgo.

Tampoco es estrictamente así el Mercado en la religión privada del quetejedi. Para él, la deidad le impone “mejor suerte que la de sus padres”, pues su designio nunca se encuentra “sometido a esas necesidades objetivas cuyo imperio en la vida hubo de reconocerse. Enfermedad, muerte, renuncia al goce, restricción de la voluntad propia…”. Más aún, “las leyes de la naturaleza y de la sociedad han de cesar ante él, y realmente debe ser de nuevo el centro y el núcleo de la creación. His Majesty…

His Majesty the Baby, óleo de Arthur Drummond.

A veces el arte ilustra con mayor sensibilidad que la ciencia. Es el caso del óleo de Arthur Drummond (Reino Unido, 1871- 1951) exhibido en la Royal Academy en 1898 y titulado, precisamente, His Majesty the Baby. Muestra en el centro mismo del cuadro a un niño lujosamente ataviado, capita de armiño, sombrero de terciopelo con plumas de faisán, ropajes de seda. Al cuidado de su nana, el severo tráfico londinense se interrumpe; hombre, mujeres y bestias ponen los ojos en él. Hasta un caballo pega un corcovo ante la repentina detención. El policía es quien ataja a la multitud para que el paso del infante trace su individual sendero.

Lustros después, la escena le sirve a Sigmund Freud para ejemplificar dos de sus más importantes textos; en 1907 El Creador Literario y el Fantaseo, y en 1914 Introducción al Narcisismo. A éste último libro corresponden las citas extractadas aquí, en función de su notable correspondencia, mutatis mutandis, con la construcción fantasiosa del quetejedi, que suple el Baby por El Mercado – y sucedáneos. No se nos escapa lo impropio para todo rigor el trasladar categorías correspondientes al universo subjetivo a cualquier realidad histórico-social (es un lujo privativo de los flujos eólicos y de Georgy Germany). Porque, como lo que hizo Hitler no se explica por una mamá fálica y un papá chambón, tampoco ahora. Valga pues en tanto metáfora.

Tanto el cuadro como el texto de Freud reflejan, alegóricamente el primero, de modo sistemático el segundo, la materialización de un ideal que, en tanto tal, difícilmente se asemeje a la práctica efectiva. La desilusión que produce tamaño desacople, hace de frustración, creencia. Acaso fetiche, al cual se le otorgan todos los poderes del universo; condensa el conjunto de los sentidos y significaciones de la galaxia y, al decir del inventor del psicoanálisis, éste “estigma narcisista” que en su paroxismo acaricia la inmortalidad, es “duramente negado por la realidad” y procede a buscar “seguridad refugiándose en…” El Mercado, como construcción reemplazante de aquella evidencia que se le ofrece a los sentidos en el transcurrir de los días.

Mientras perduran ciertos rasgos semejantes, la fantasía se sostiene. Cuando la pérfida realidad avanza en su desmentida, la fantasía en forma paulatina la reemplaza, hasta ocupar la mayor parte, si no todo el espacio imaginario, aún el raciocinio. Los efectos equivalen a que el pueblo en masa,o un solo pibe, le grite al quetejedi la peor verdad que sus orejas puedan escuchar: “¡Nuevo rico!”.

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