Las declaraciones sobre ciberpatrullaje de la ministra Sabina Frederick provocaron indignaciones variopintas cuando, en realidad, desde su nacimiento mismo el mundo de las redes sociales está bajo una vigilancia continua.

Por estos días del Virus con Corona, cuando, por un error táctico, funcionarios del Ejecutivo argentino mencionaron que harían ciberpatrullaje, hubo muchos ¡Oh! ¡Ah! y ¡Qué horror! en un estrecho -por suerte- arco iris de giles de goma, que empiezan a sentirse espiados.

(Como no soy funcionario, ni político sumando votos, me ahorro lo “correcto”, que sería llamarlos “desinformados”. Entre quienes hacen uso de las redes hay poquísimos desinformados y, sí, una caterva de giles de goma que esconden su cabeza dentro de un frasquito).

Hace mucho que estamos bajo vigilancia. Latente, general o específica. Pero vigilados. No es necesario ser editor de WikiLeaks para que eso suceda. Hasta los bancos y cualquier vendedor de cualquier cosa están atentos a lo que posteamos en las redes. Basta que uno averigüe, por ejemplo, precios o condiciones para hacer turismo en una reserva de Kenia, en un resort de Canarias o el alquiler de burritos en las sierras de Córdoba, para que le cuelen avisos vinculados al interés demostrado.

Hay miles de algoritmos dedicados a saber qué dice, a quién se lo dice, quién lo lee y cuales son sus deseos o inclinaciones; suyas y de los otros.

Algoritmo. Una palabra que parece cosa de magia, sin serlo. ¿Datos? El nombre le viene de Al-Juarismi (Alá perdone mi ortografía) antiguo matemático árabe padre del álgebra. (¿…?) Ya… supongo que usted fue a la escuela primaria y recuerda, por lo menos, la tabla del 2 o la del 5, que son las más fáciles. Bueno, las tablas de multiplicar son algoritmos. Ya ve, si usted, nosotros, vosotros y ellos algoritmizamos, ¿por qué le extraña ser algoritmizado? (Don Miguel de Cervantes Saavedra nos perdone el palabro).

Cierto es que puede recurrir a la tecnología para eludir el espionaje. Para ponerlo fácil, es como esas muñecas rusas que están una dentro de otra. Puede disimularse apareciendo, por ejemplo, con localización en Vancouver, pero que viene de Sidney, antes de Oslo, previo paso por nodos de Santiago de Chile, y así casi infinitamente.

Pero, si usted no es un gran Estado policía, por lo que tiene tecnología más que premium, no es recomendable. Un aficionado lo único que consigue es llamar al tigre. Alguno de los algoritmos va a detectar el jueguito de las muñecas dentro de las muñecas, lo va a colocar en la lista preferente de los observables y le van a pinchar el ordenador, la computadora, para saber hasta cuándo se rasca y qué es lo que le pica.

Es cierto que existen alternativas tan sencillas que parecen ridículas. Una de ellas fue usada, y posiblemente sigue en uso, por una de las ramas de Al Qaeda. No le voy a dar más data porque el tigre se irrita por cualquier cosa. Pero, como es información abierta, le paso una pista: las memorias de un gordo holandés que tuvo una conversión mística.

En síntesis. Con o sin enunciación de ciberpatrullaje, estamos vigilados; siempre. O sea que, como dijo un viejo amigo que, estoy seguro, hoy se divierte jugando al truco en el Infierno, en estos tiempos el que no está paranoico está perdidamente loco. No sufra, el Gran Hermano nos está cuidando. Amén.

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