Entre las declaraciones de Alberto Fernández sobre los medios, a los que definió como “un negocio”, la libertad de prensa y la libertad de empresa.
Sostener que los médicos (especialmente los cirujanos), los psicólogos (en general) y los abogados (especialmente los penalistas) hacen dinero en base a los padecimientos de sus pacientes y/o clientes es una consecuencia de que estas profesiones se desarrollan en el seno de ciertas contradicciones propias de las sociedades liberales.
Cuando Alberto Fernández en la entrevista que le realiza Martín Piqué para Tiempo Argentino el 26 de mayo sostiene que “los medios de comunicación en la sociedad moderna son un negocio” está animándose a plantear algo del orden de esas contradicciones que sosteníamos unas líneas arriba.
El periodista profesional considera su acto de informar como un acto de justicia ya que cuando le da forma a lo que puede percibir de la realidad, lo trata de entender, lo redacta y lo entrega al público; en realidad, le está devolviendo algo que es suyo. Al público no sólo se le vende un producto -de acuerdo a leyes del mercado que al periodista le son ajenas- sino que le está entregando algo a lo que tiene derecho: a saber. Por eso en todos los códigos de ética figura que la primera lealtad para el periodista es el público; luego está la responsabilidad contractual con la empresa periodística y las leyes.
El comentario que realiza Alberto Fernández suena fuerte y así se lo hace saber Piqué, su interlocutor de Tiempo Argentino, lo cual nos retrotrae a lo que ha sido el devenir histórico del periodismo. Los medios de comunicación tal como los conocemos actualmente nacen –aproximadamente- a mediados del siglo XIX de la mano de los empresarios que contaban con el capital; es decir, aquellos que poseían los recursos materiales –nos referimos a las imprentas- para constituirse en dueños de sus propios medios.
En este momento histórico las leyes buscan proteger al individuo y tratan de dar cobertura al empresario que monta una empresa y puede generar trabajo para el asalariado que vendría a ser el periodista. De allí que podamos leer en La crisis de identidad del periodista de Carlos Soria que: “La libertad de prensa será insensiblemente libertad para la prensa; a su vez, esta libertad para la prensa se entenderá como libertad de constitución de empresas de prensa, y finalmente querrá decir libertad para el empresario; es decir, para la persona que rige y controla la organización informativa”.
La afirmación de Alberto Fernández desató un debate sobre el rol de los medios que se continuó en las redes sociales donde la abogada Graciana Peñafort que había participado activamente en la elaboración de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual tuiteó que “la comunicación no es un negocio; sino que es la piedra angular de todas las libertades y un derecho humano fundamental”.
Resulta imprescindible aclarar porqué la comunicación es un derecho humano fundamental. Para obtener una respuesta recurrimos a Umberto Eco que en Cinco escritos morales sostiene que así como no conseguimos vivir sin comer o sin dormir, no conseguimos entender quienes somos sin la mirada y la palabra del otro. De allí que el semiólogo italiano considera que podríamos morir o enloquecer si viviéramos en una comunidad donde todos hubieran decidido sistemáticamente no mirarnos, ni hablarnos jamás y portarse como si no existiéramos.
A partir del comienzo del siglo XX el psicoanálisis y las modernas ciencias como la lingüística y la semiología empiezan a darle relevancia a la comunicación, se empieza a considerar la palabra que influencia y condiciona: la propaganda; la palabra que entretiene: las letras de las canciones y el radioteatro; la palabra que cura: la psicoterapia.
La comunicación debe ser patrimonio de la humanidad y así lo expresa la Declaración Universal de los Derechos del Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) que en 1948 sostiene en su artículo 19: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; ese derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
Recordemos que ya la Constitución Nacional en su texto de 1853, en el artículo 14 sostiene que: “Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos (…) de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa”. Aquí se produce un conflicto de intereses –al que Alberto Fernández con su atrevida afirmación logra darle visibilidad. Mientras el Estado a través de su legislación fundamental brega porque todos los habitantes de la Nación puedan publicar sus ideas por la prensa, sólo un grupo de privilegiados ciudadanos lo consigue efectivamente: los dueños de las imprentas devenidos empresarios periodistas.
Es cierto lo que sostiene Peñafort acerca de que la libertad de expresión es la piedra angular de todas las libertades y un derecho humano fundamental; pero, esto queda planteado recién a partir de:
1) La Declaración Universal de DD.HH. de 1948 y
2) El trabajo de los periodistas que, amparados por la cláusula de conciencia, entienden que hoy la información es un bien social y no exclusivamente una mercancía, lo que implica que aceptan y comparten la responsabilidad por la información transmitida y por consiguiente responden no sólo ante los directivos y empresarios que controlan los medios informativos; sino al fin de cuentas, ante el público en general y sus diversos intereses públicos.
Con respecto al primer dicho de Peñafort acerca de que la comunicación no es un negocio sostenemos que no sólo no es así; sino que esos negocios están amparados por un derecho bien específico denominado libertad de prensa. La objeción de Peñafort quizá se podría reformular como pregunta: ¿por qué la información entendida como mercancía resulta tan gravitante respecto de aquella otra que apunta al bien social?
Acá vamos a responder tentativamente que la libertad de prensa se encuentra vigente desde hace por lo menos ciento cincuenta años, se trata de un derecho que se halla plenamente instalado en el imaginario colectivo no sólo de los empresarios; sino de algunos periodistas que parecen más identificados con la empresa y sus ganancias que con el afán de decir la verdad lo más objetivamente posible.
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