Una respuesta rápida y dialogada a la muy linda nota que hoy mismito, más temprano, publicó Eduardo Blaustein sobre la pandemia. O de cómo el coronavirus y el dinero en el capitalismo financiero globalizado tienen la misma dinámica y la misma letalidad.

Seis menos diez de la mañana, canta el relojito y yo con los ojos como el dos de oro. La pandemia, entre otras cosas, me quita el sueño. Lo que digo es que con la pandemia duermo mal, aunque también me quita los sueños.

Miro por la ventana y el día se anuncia soleado, así que a calentar el agua y leer los diarios. Abro la página de Socompa y me encuentro con una nota de Blaustein que lleva por título La imbecilidad planificada. Como ayer no me tocó editar, no sé de qué se trata, pero Blaus escribe lindo – aunque siempre un poco quejoso -, de modo que le dedico los primeros mates.

Si no la leyeron, pueden hacerlo acá, pero les cuento un poquito. Escribe de modo muy personal – bien desde adentro – sobre la pandemia, la impotencia de los Estados occidentales para combatirla, la venta de humo de las grandes farmacéuticas con sus vacunas y de la “impaciencia de Occidente”, no sé lo que quiero pero lo quiero ya.

Justo cuando termino de leer la nota (muy buena, se las recomiendo) me aparece la llamada de Skype en la pantalla. Joderse, que es temprano. Y es Argañaraz. Contra mis más íntimos y preciados deseos, sabiendo que estoy atentando contra mi pobre salud mental, atiendo.

Seguro que está pensando en la paciencia vietnamita. ¿Se acuerda cuando decíamos que para hacer la revolución era necesario tener una paciencia vietnamita?, me dice, sin saludar.

¿Qué hace despierto tan temprano, Argañaraz? Además de joderme a mí, digo.

(Creo haber dicho más de una vez que Argañaraz me irrita sobremanera y que lo trato de usted para mantener las distancias, porque en mis peores momentos tiendo a confundirme con él).

Miro tenis en Australia, me gusta esa chica Podoroska, que no es rusa pero parece con ganas de vacunar a todas sus rivales, me dice.

¿Y por qué no sigue mirando, en lugar de venir a joderme a mí?, le pregunto.

Porque Podoroska ya ganó y se me ocurrió que usted estaba leyendo la nota del a,igo Blaustein y pensando en la paciencia vietnamita, me dice.

Bueno, también habla de la impotencia de los Estados occidentales frente a la pandemia, le digo.

Y también estaba pensando en que usted le quiere contestar a Blaustein. Por eso lo llamé, quiero ayudarlo, me dice.

Yo no le pedí ayuda. Lo único que me falta es que usted me ayude a escribir, le digo.

Es que yo sé en qué está pensando, Cecchini, me dice.

Hago un esfuerzo para no contestarle. Me ilusiono con que mi silencio lo haga desistir y corte la llamada, pero con Argañaraz es imposible. Cuando muerde, el tipo no suelta.

Está pensando en el efecto mariposa, Cecchini, no lo niegue. ¿Se acuerda de la vez que hablamos del efecto mariposa?, insiste, envalentonado por mi silencio.

Me doy por vencido y le contesto:

Sí, fue hace seis años, con el asunto del fallo del juez Griesa a favor de los fondos buitres. ¿Y qué tiene que ver? ¿O me va a decir que porque un chino se tomó una sopa de murciélago en Wuhan ahora estamos todos para la mierda?

Se lo digo levantando la voz, para que se dé cuenta de que me estoy enojando, pero en lugar de acusar recibo, el tipo sigue con lo suyo, ahora en tono casi doctoral:

¿Se acuerda? Es un concepto de la teoría del caos. La idea es que, dadas unas condiciones iniciales de un determinado sistema caótico, la más mínima variación en ellas puede provocar que el sistema evolucione o se modifique en ciertas formas completamente diferentes, tal vez imprevisibles. Es decir –sigue, ya casi pontificio– que una pequeña perturbación inicial, mediante un proceso de amplificación, podrá generar un efecto considerablemente grande en poco tiempo.

No sea pelotudo, Argañaraz, lo corto. ¿De veras me va a venir con lo de la sopa de murciélago?

No, me contesta. Eso sería muy simple, incluso para usted, Cecchini – y después de una pausa, sigue -: El efecto mariposa ya fue, el caos está instalado, es pandémico. Que el coronavirus se mueva a sus anchas por el mundo haciendo pelota todo es apenas uno de sus efectos.  No es un caos cualquiera. Fijesé en lo que dice Blaustein sobre la debilidad de los Estados occidentales y de la tiranía de las grandes farmacéuticas, que además de extorsionar demuestran que vendieron humo con la eficacia de las vacunas.

Pero la rusa funciona, lo interrumpo.

Sí, como Podoroska, pero la rusa no es un producto big pharma. A eso me refiero, me contesta. Y agrega: pero no se trata de eso.

¿Y de qué se trata, entonces?, le pregunto. Y después de preguntar me tomo un mate, que me lo había olvidado y ahora está helado (me cago en Argañaraz).

De la debilidad de los Estados, del coronavirus y del dinero, me dice.

Lo de la debilidad de los Estados occidentales, es decir, lo de su impotencia no es nuevo, Argañaraz. Fijesé que el sistema financiero globalizado tiene más poder que cualquier país del mundo, más que los Estados Unidos, la Unión Europea, el FMI, el Club de Paris o el Estudiantes de don Osvaldo Zubeldía y el Santos de Pele jugando juntos en una tarde inspirada. El sistema financiero tiene una dinámica propia, más allá de los intereses de los países y de la voluntad de las personas, le digo. Esto ya lo hablamos mil veces.

Muy bien, Cecchini, me dice y se me caga de risa en la cara. Me alegro de que se acuerde lo que le enseñé.

No le contesto para no putearlo, aunque es muy temprano y ya me está cagando el día con esa soberbia que a veces veo en espejo. Argañaraz hace una pausa, gozando de su triunfo, y después se manda una parrafada completa:

Es el dinero, Cecchini. Desde que el capitalismo dejó de ser fundamentalmente productivo para transformarse esencialmente en financiero, el dinero se convirtió en otra cosa. Dejó de ser un instrumento de intercambio y cobró vida propia. El dinero ahora produce dinero sin necesidad de participar de ningún circuito productivo, no se calienta por la extracción de plusvalía del trabajo humano. No le importa si un obrero come lo suficiente como para seguir trabajando o se muere de hambre. Fijesé en la historia de la deuda externa argentina, o de cualquier otro país; fijesé cómo se genera más deuda sobre una deuda, desde casi la nada. El dinero se volvió partenogénico, sólo se necesita a sí mismo para reproducirse, más allá de cualquier deseo, de cualquier producción material o de cualquier voluntad. El dinero es el goce del capitalismo.

Bueno, le digo. Pero lo que está pasando es también una señal. Hay que cortarle las alas al dinero y para eso es necesaria la política.

Claro, me dice. Claro –insiste después de una pausa para que le preste atención–, pero hay que ver qué política. Le digo más, me dice: hay que ver qué se entiende por política o, mejor todavía, hasta dónde se quiere ir con la política.

¿Qué me quiere decir, Argañaraz?, le pregunto.

Lo que le quiero decir es que la dinámica propia del dinero en el capitalismo financiero globalizado limita a la política como herramienta de cambio dentro del sistema, me dice. El capitalismo actual es lo que llegó a ser por la dinámica propia del sistema, es el resultado de su propia evolución. Usted podrá decir que le agarró un cáncer y que hizo metástasis y por ahí tiene razón, pero la cosa es que así es el capitalismo. Y, parafraseando a un viejo general, el capitalismo le dice a usted: dentro del sistema, todo; fuera del sistema nada. El sistema funciona así. No es que nosotros seamos los buenos y los otros son los malos. Eso es para la tribuna. La verdad de la milanesa es que somos todos títeres del sistema. Algunos la pasan mejor y otros la pasamos peor, pero como están las cosas somos todos títeres. Y el sistema, como le dije, tiene una única sola lógica: la del dinero. Para decirlo clarito: somos títeres del dinero. Y el dinero, que aunque cobró vida propia es impersonal, no tiene ética ni sentimientos, por si no se dio cuenta, Cecchini.

Claro, que me doy cuenta, le digo.

Pero todavía no se dio cuenta de a dónde voy, me dice.

Si la charla fuera en persona y no por videollamada ya le habría pegado una piña, pero no puedo. Además, Argañaraz termina por despertar mi curiosidad.

¿Y a dónde quiere ir?, le pregunto.

A que el dinero y el coronavirus funcionan igual, Cecchini. No se da cuenta de que tienen la misma dinámica y el mismo poder mortal.

Debo confesar que su respuesta me sorprende.

O sea…, empiezo a decirle, pero me interrumpe:

O sea que es el capitalismo, estúpido.

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