La simplificación al extremo, blanco o negro, campea como una nueva peste por todos lados. Para el autor de este artículo, no es sólo sinónimo de falta de conocimiento sino un revólver que sólo sirve para suicidarse.

La culpa de la existencia de un Bolsonaro en Brasil la tienen las iglesias protestantes. Son fascistas”.

Esta afirmación, con la que tropiezo habitualmente en las redes sociales, es, por lo menos, preocupante. Y, creo, nos obliga a reflexionar sobre el estado del pensamiento y su manifestación exterior, las opiniones, en estos tiempos que corren.

La simplificación al extremo, blanco o negro, campea como una nueva peste por todos lados. Hay quien, ante este fenómeno, demoniza, por ejemplo, a Twitter, porque le ha hecho creer a millones que pueden expresar posiciones y hasta teorías, con menos de 300 caracteres; o con una foto. Otra vuelta de tuerca sobre aquello de que una imagen vale por mil palabras. Una falacia, una estupidez monumental, aun admitiendo que foto pueda ser sinónimo de imagen, que tampoco es verdad. Hay, incluso, pseudo teóricos que llaman a Twitter “el asesino silencioso”, porque hace mucho daño sin hacerse visible. Siempre funciona muy bien colocar al demonio fuera de nosotros, lo que nos libera de responsabilidad personal, individual.

El problema no está en las redes, se llamen como se llamen. Ellas son los canales, exteriores a nosotros, por los que circulan nuestras ideas sobre casi todo; las manifestaciones de nuestra ideología. Las redes existen porque hay algo previo que las justifica y hace que millones las caminen diariamente. Recuperando el título de una novela del gran Jim Thompson, “El asesino dentro de mí”, entiendo que el verdadero enemigo silencioso no está en las redes, si no dentro de cada uno. Y es la simplificación.

Porque la simplificación propone, siempre, respuestas falsas, pero tranquilizadoras. En un mundo cada día más complejo, donde a cada rato hay que hacer alguna elección, hasta en el modelo de licuadora que queremos comprar, la simplificación pone todo más fácil. Los diez mandamientos de las tablas de Moisés, hoy cuestionados en la práctica por la aceptación social de una variedad de opciones personales que el viejo patriarca parece que no tuvo en cuenta, son un chaleco de fuerza. Resulta más tranquilizadora la propuesta de agrupamientos -pongamos que hablo de religiones- que dicen los buenos estamos adentro y los malos afuera. Digo, pongamos que hablo de religiones, o de iglesias, porque el lector tiene que estar muy distraído para no ver la correspondencia con los alineamientos políticos.

Leo, con interés, casi entomológico, que muchos progres del Sur comentan con algo parecido al susto, una nota del diario Río Negro, que señala que, en Neuquén, el número de escuelas protestantes supera al de las públicas. ¡Horror, Bolsonaro está a un paso!

¿Qué tiene de malo que los padres, responsables e irresponsables, de la educación de sus niños, tengan más posibilidades de elegir? ¿Acaso son mejores las escuelas privadas, elitistas, aunque supuestamente aconfesionales? ¿Acaso es mejor la educación en escuelas de la misma iglesia Católica Apostólica y Romana, que se opuso a la despenalización del aborto? ¿Acaso es mejor la educación pública, cuyo fin específico es condicionar a los futuros adultos para que respeten las reglas de juego de una sociedad específica? No me parece. Al fin, las escuelas confesionales, de cualquier clase, incluso anarquistas, existen porque hay clientes para ellas. Porque hay mercado para ese producto. Lo que nos lleva a citar un apotegma muy conocido: la única verdad es la realidad. Algo muy conocido y muy aceptado que, como toda simplificación, es suficientemente difuso para que cada uno lo interprete como le da la gana. En principio, porque definir que es y que no es la realidad tiene cientos de respuestas y ninguna. El propio Karl Marx al atribuir materialidad a las relaciones de producción agregó no pocos condimentos a este guisado.

Probablemente la simplificación está en el ADN de los humanos. Porque los humanos, cuando alcanzamos la capacidad de conceptualizar, le pusimos nombre a todo lo visible y lo invisible, porque nombrar es dominar; aunque nombre y concepto se parezcan poco a lo designado. Simplifica y tranquiliza. Ángeles o demonios, nada en el medio.

El que firma, por suerte, no tiene respuestas para todo, pero sí preguntas. Preguntas que se parecen a digresiones. Por ejemplo, me pregunto, ante lo que parece ser analfabetismo masificado: ¿Cuántos intelectuales -para no meterme con los de a pie- han leído la Biblia, o el Corán? No es necesario ser religioso para leer la Biblia. No es necesario ser comunista para leer a Marx. No es necesario ser musulmán para leer el Corán. No es necesario ser nazi para leer Mein Kampf. No haberlos leído porque no soy religioso, ni comunista ni nazi, es una simplificación aterradora. Nadie debería reconocerse como intelectual si no ha leído, por lo menos, la Biblia, el libro fundacional de la civilización occidental. Es un libro gordo, es cierto. Imposible de resumir ni en cincuenta twitter. Pero, si tenemos en cuenta que está en el génesis del Corán, del marxismo, de Mein Kampf, y hasta en la salvación del alma con las milanesas de soja, no haberlo leído es un agujero negro.

Probablemente, Manitú no lo quiera, cuando nos caiga sobre la cabeza el próximo “2001”, millones de argentinos, transfiriendo culpas a los políticos, reclamen mano dura y vean con simpatía a los Bolsonaro. Ya se los puede ver por ahí, asomando la nariz desde sus cuevas. ¿Culparemos a los protestantes?

La simplificación es el verdadero asesino silencioso. La simplificación es un revólver que solo sirve para suicidarse.