Todo cambia en medio de la peste, las costumbres, los modos de comunicarse, nuestra sociabilidad. Pero hay aquellos que no se dejan amedrentar por virus y siguen en la misma: los banqueros que no piensan salir de su forma de vida hecha de billetes y de impiedades.

No sé en qué puede cambiar la esencia de un banquero (y de sus bancos) con la presencia de una pandemia. Los bancos, como se puede apreciar, por ejemplo, en una novela sobre el sufrimiento atroz de miles de cosecheros en los tiempos del crack del capitalismo en Estados Unidos (y el resto del mundo), son desalmados. No están hechos para la sensibilidad social; ni siquiera, como disimulo o pose, para el ejercicio de la caridad; solo para la ganancia. Las uvas de la ira, de John Steinbeck, incluye un apartado dedicado a la indiferencia que produce en los bancos la miseria de los que lo han perdido todo.

Sí, claro. Un banco no es una casa de beneficencia. Y una peste no hará de ellos cosa diferente. Sin embargo, la peste puede no tener consideraciones ni con ellos ni con los otros. Pasó en el siglo XIV, en Europa, cuando la peste bubónica, la misma que se propagó desde Asia, arrasó con buena parte de la población, incluidos los banqueros. Aquella peste, transmitida por las pulgas, que a su vez venían montadas en ratas, que a su vez se transportaban en barcos, dejó a los sobrevivientes en un estado de perplejidad y desolación.

Aquella infección, que mató a unos cien millones de personas en Asia, Europa y África, que auspició la aparición con creces del oficio de sepulturero (tal como lo advierte Boccaccio en su introducción a El Decamerón), acabó con muchos banqueros, pero estableció otras maneras de las finanzas, transformó el comercio y dio origen a las bases del Renacimiento. Aun así, la ignorancia y la discriminación prevalecieron en aquel lejano y cercano siglo XIV, cuando la peste negra, en medio del pulso entre la cristiandad y el islam, se atribuyó a una conspiración de leprosos y judíos.

Tal como se puede leer en Historia nocturna, de Carlo Ginzburg, se estableció una cacería sin antecedentes contra comunidades de judíos y enfermos de lepra, a las que se acusó de envenenar las aguas de pozos y ríos. Después, la cacería sería de brujas, aquellas mujeres sabias y bellas, que se tornaron carne de hoguera. La peste mató a muchos, pero, a su vez, propició diversas visiones del mundo, unas más erráticas que otras. Pero, ¿en qué cambió la esencia humana?

La discusión, entonces, se puede ir hacia las esencias, para las que están preparados filósofos y científicos, escritores y poetas, pero, en todo caso, ningún banquero se meterá en estos asuntos que no producen ganancias. Y lo peor es que aquellos, tan inteligentes y humanistas, tendrán en muchos casos que acudir al banco por algún préstamo, por alguna necesidad de dinero. Con razón el gran dramaturgo Bertolt Brecht pronunció aquella frase célebre: “Robar un banco es un delito, pero es más delito crearlo”.

Y en este punto, podemos volver al capítulo V de aquella novela que tiene uno de los finales más dramáticos y dolorosos en la historia de la literatura: Las uvas de la ira. El hambre que acecha a los cosecheros, que pronto perderán sus tierras, está atravesada por la malhadada presencia del banco: “El banco es mucho más que un grupo de hombres. Es el monstruo. Los hombres lo hicieron, pero no pueden someterlo”. Ninguna peste ni pandemia someterá a los bancos. Y así mueran banqueros en medio de las catástrofes sanitarias, el desalmado banco se preservará.

La pandemia del coronavirus, que amenaza y conmueve al mundo, ha dado para cábalas y otras especulaciones. ¿Se hundirá el capitalismo salvaje? ¿se hará trizas el neoliberalismo? ¿Habrá nuevas formas de contener el cambio climático? Por el contrario, puede ser que afine corrupciones y reanime para nuestro asombro (o asco) situaciones lumpescas y que parecen obra del realismo mágico (o máfico) como las recientemente avizoradas en Bello, Antioquia, donde, en plena cuarentena, una multitud desfiló por las calles y acompañó hasta un cementerio, con aplausos, vivas y disparos, el féretro con los restos mortales de un hampón.

En todo caso, se requiere más que una pandemia, tan devastadora y pavorosa como la actual, para cambiar el mundo. La acaecida hace cien años y que mató más gente que la Primera Guerra Mundial, no dio nuevos rumbos al planeta. Más bien, aupó con más ganas y ambiciones otras guerras, otras maneras de la destrucción masiva. No nos hagamos ilusiones. El hombre, a lo Hobbes, sigue siendo un lobo para el hombre. Pobre lobo que ha salido tan mal librado de tal comparación.

Por estos días, en que he visto (y escuchado) más pájaros en los árboles de mi calle, he vuelto a Dante. Y su perentorio aviso de “perded toda esperanza” me vuelve a estremecer. Alguna corazonada me dice que el cielo debe ser muy desagradable porque está lleno de banqueros. Sí, señor Twain, el infierno es mejor por la compañía.

 

Fuente: El Espectador