Los episodios recientes del cierre de Clásica y Moderna, del escrache a Brancatelli y de la detención del hijo de Federica Pais y las reacciones que causaron demuestran que se odia más de lo que se piensa. Una de sus consecuencias es que la política se estanca en esos enconos y termina muchas veces reducida a ellos.
Corridos por las ¿urgencias?, en tiempos del meme fácil y redes auto celebratorias que tanto adormecen como reafirman en las propias convicciones, evitar caer en algunas trampas acaso sea la tarea política más importante. Porque si bien es cierto que los grupos dominantes fijan agenda a través de algunos medios, también lo es que los espacios virtuales donde socializamos producen el mismo efecto. Sólo que como nos endulzan el oído, no nos damos cuenta.
Es muy difícil construir solidaria y colectivamente cuando el valor predominante es el individualismo. Es más complicado aun cuando, en este clima cultural y mediático, trasladamos a la política aquella lógica futbolera que consiste no tanto en el disfrute de la victoria de los colores amados como en la celebración de la derrota del equipo archirrival donde quiera que ocurra, sea cual sea el adversario que lo bata.
Ciertas lógicas que son divertidas y folklóricas en algunos terrenos son dañinas y autodestructivas en otros. La alegría por las penurias del rival, llevadas a lo político, embotan y embrutecen tanto la razón como los sentimientos: en el mismo movimiento banalizan la discusión y esencializan a propios y ajenos, instalan lógicas binarias de buenos y malos, justos y pecadores, iluminados y oscuros. Es decir que estemos donde estemos posicionados, aunque declamemos una postura “solidaria”, “republicana”, “respetuosa”, “democrática”, “tolerante”, lo que sea que nos mantenga dentro de lo políticamente correcto, en realidad celebramos irreflexivamente que el otro muerda el polvo. ¿Qué nos diferencia del adversario político si por más que queramos construir, nos alcanza con su destrucción?
Esta semana tuvimos dos ejemplos “mediáticos” de este clima. El primero fue cuando ante la noticia del cierre de la librería “Clásica y Moderna”, en Buenos Aires, aparecieron en distintas redes unos cuantos comentarios que destacaban que sus dueños eran macristas, y que allí se había firmado la carta de un grupo de apoyo al actual presidente cuando era candidato. Parecía más importante que algunos cambiemitas hubieran encontrado la horma de su zapato que lo que el cierre evidenciaba en profundidad: una crisis económica brutal y la pérdida de un espacio cultural.
A los pocos días, supimos de la agresión al periodista “kirchnerista” Diego Brancatelli en un shopping. Al rato salieron Alfredo Casero (actor) y Marcelo Longobardi (periodista) a justificar el escrache de unos racistas en el estacionamiento de Unicenter, que mandaron a Brancatelli “a comprar a la villa”. El actor planteó algo así como “de qué te quejás”, el periodista un “de qué nos sorprendemos”. Un implícito “jodete” vestido de análisis político, porque la justificación venía porque “antes” Brancatelli había exacerbado la grieta. Por no hablar del caso del hijo de Federica Pais; se la comieron viva, mitad porque le asignaban simpatías por el kirchnerismo, mitad por madre-de-cheto-preso.
Semejantes mezquindad y falta de empatía revelan hasta qué punto se ha achicado el espacio para pensar y actuar políticamente: basta con saciar la bronca y ver que el otro la sufra para salir hechos. Si bien es cierto que las emociones son necesarias para la acción política (“es un sentimientooooo, no puedo parar…”), la política no se reduce a ellas. Menos aún si resulta que las emociones que predominan dominantes son negativas. Es una conducta autodestructiva socialmente. Lo que es más grave, este estado de cosas es transversal a fuerzas políticas retóricamente opuestas: no hay grieta cuando se odia, sino que en realidad el espacio emotivo común corre a un segundo plano las diferencias. Estamos todos entretenidos en fagocitarnos. Es una lógica negadora del otro y caníbal. Es una actitud fascista y funcional al modelo hegemónico capitalista pues lo único que promueve es la satisfacción de las propias ansias: de revancha, de regodeo en la desgracia ajena.
Por otra parte, bien de esta época, es una beligerancia de redes, ad personam, con poco sustento ideológico y mucha carga emotiva, de la que muchos periodistas y comunicadores se han apropiado y la comparten y potencian.
Semejante perversión y simplificación de los argumentos políticos se puede explicar históricamente, pero que se haya instalado como lógica política evidencia la hegemonía del capitalismo aún entre quienes dicen cuestionarlo. El odio expresa distintas frustraciones y temores, y ambos sentimientos son transversales a las clases sociales aunque reconozcan orígenes diferentes. Solo que cualquier sociedad organizada en base a esas emociones es una en la cual pierden los más débiles, sencillamente porque los poderosos tienen muchos más recursos para sentirse a salvo, y para construir materialmente su seguridad (a palos, levantando vallas, por ejemplo).
En tiempos del instantaneísmo, qué mejor que tener un odio y un enemigo a la mano. Satisfacción de deseos antes que construcción de alternativas. No se puede caer en esa trampa.
Situaciones puntuales como las que elegí como ejemplos aparecen todo el tiempo, y son síntomas de un estado cultural. Emerge una falta de humanidad que complica el armado de cualquier proyecto que quiera romper con este modelo excluyente y egoísta. Porque replicamos la lógica sectaria, elitista y antipopular que cuestionamos. Un discurso y algunos actores políticos que encarnan todos esos disvalores encuentran un contexto político y cultural que no solo hace que ya no se repriman, sino que encuentren adeptos. Primera constatación: basta que rasquemos un poquito para que debajo del barniz de la democracia y los derechos humanos que supimos construir aparezcan los ríos profundos de la intolerancia. Segunda constatación en forma de pregunta: si reproducimos esas actitudes mezquinas, ¿hasta qué punto la lógica que decimos enfrentar nos ha colonizado? Tales actitudes no arrancaron hace tres años, ni quince. Mal que les pese a quienes se ven como refundacionales, antes y ahora, expresan procesos históricos y sociales profundos. Evidentemente, así como hay un subsuelo de la patria sublevado, hay un subsuelo autoritario e inhumano que siempre estuvo allí, agazapado.
No se construye con odio. Puede sonar ingenuo, pero hay que repetirlo como un mantra. Porque el odio lo pagan sobre todo los más débiles, los que no tienen retaguardia, segunda línea, la posibilidad de irse a hacer la revolución a otra mesa de café si cierra el que siempre vamos.
En todo caso, las herramientas argumentales y retóricas tienen que volver a marcar una diferencia política. Y eso no son solo consignas, son los proyectos los que nos dan las palabras y las formas. Puede ser que estemos todos en el mismo lodo, pero la diferencia mínima es que tiene que haber algunos que piensen en ayudarse a salir de él.
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