Un texto muy personal sobre las celebraciones, comentarios, exabruptos, lamentos por la impunidad y otras yerbas disparados por el final de su paso por este valle de lágrimas del Doctor Glock, aunque no sólo sobre eso.
Spoiler y no alerta de spoiler, no sea cosa que los lectores queden desencantados o decepcionados. Esta no será una nota ni sobre Bonadío, ni política -o acaso de un modo sospechosamente poético-, ni periodística. No festejará tampoco la muerte del juez, un juez horrible.
No. Esta nota se escribe fifty por ciento a pedido de Marcos Mayer, que cada vez que me pide un texto despierta en mí el sentimiento de culpa joya, nunca taxi. El otro fifty se explicará en el camino.
No festejo la muerte de Bonadío y con eso no pretendo dar ejemplo de un pomo sino hablar de algo estrictamente personal que íntima o políticamente puede que resuene en ustedes. Muertes como la de Bonadío, o acaso solo/ tipo la de Bonadío, me dejan entre indiferente, triste y bajoneado. Hipótesis: la parte de la indiferencia es por no empatizar en nada con Bonadío y porque sabíamos por notas de Verbitsky -que Majul intentó refutar con su habitual ridiculez- que el hombre estaba muy enfermo, cáncer de los peores. Triste porque la muerte me entristece (ampliaremos). Bajoneado quizá porque hubiera sido presuntamente “socialmente útil” o “políticamente pedagógico”, que el hombre fuera procesado y condenado por sus muchas, obsesivas y fanáticas inconductas. Brutales también. La muerte del juez no ilumina nada, deja a oscuras.
Esto que salga será un texto estrictamente personal (con riesgo de pedantería o futilidad dado que se publicará en una web periodística) que acaso tengo otra raíz absolutamente íntima: el terror pavoroso que me generaba la idea de la muerte cuando era muy chiquito. Lo típico de llorar a los nueve años y llamar a papá y mamá. El cagazo se prolongó -perdura amortiguado- en la adolescencia, a veces temiendo que en una pintada callejera la cana me agarrara de las pestañas, secuestrara y torturara.
Me pregunté durante años por qué -presuntamente- mis compañeritos de la UES en general no mostraban ese cagazo. ¿Lo ocultaban o lo negaban? Me pregunté ya de mayorcito, con perplejidad y envidia, cómo hacen los seres humanos (presuntamente ) para patear a la tribuna la sombra de la muerte.
En suma: a la muerte le tengo un respeto pánico y sagrado quizá porque ella practicó terrorismo psicológico conmigo durante años. Me ganó por goleada. La muerte es demasiada e inmensa cuestión para andar boludeando con ella.
Que los muertos garchen en paz
En posteos en FB escribí algo sobre este tema, pero antes, por cuestiones algo estúpidas de sinceridad, debo confesar que yo también boludeé públicamente con la muerte y ciertos muertos. Hace pocos días posteé que lamentaba no poder ir al homenaje a Isidorito Nisman porque estaba de vacaciones en el sur. No fue la única cosa mala leche que habré escrito o posteado sobre Nisman y lo de Isidorito fue con mucho odio y mucho dolor (dolor ante la irracionalidad o fanatismo de quienes creen que Nisman fue asesinado, dolor por el carancheo exitoso del cadáver de Nisman) porque me enfurece la figura del fiscal play-boy convertido en santo. Fíjense: no deja de ser una actitud conservadora y ridícula. Era la vida privada del fiscal, si quería garchar, que garchara, cuál era el problema.
Si, ya sé. Era solo una observación parcial.
A propósito de un afiche de la película Operación Ogro, sobre el amasijo espectacular del almirante Carrero Blanco a manos de la ETA, también escribí sobre el festejo de la muerte. Conté que durante años no deseé la muerte de Videla sino la exposición de su cuerpo en pelotas dentro de una jaula de cristal colgada del obelisco. Esa ilusión ilusa de hacer pedagogía política, ilusión de que la humanidad “aprenda”; ídem Bonadío si hubiera sido procesado.
Mencioné ese día la discutida muerte en atentado del comisario Villar, uno de los capos de la Triple A. Y cuando llevaba no más de un año en Facebook armé un interesante debate en mi muro acerca de cómo llamar a la muerte de Aramburu: asesinato, ejecución, ajusticiamiento…
He festejado la muerte en los 70 y no me gusta pero lo (me) entiendo. Buscando archivo en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional hacia 1996 o 97 me conmovió un párrafo de la revista católica Criterio referido a Monte Chingolo y al festejo de la muerte enemiga. Un judío agnóstico (que no ateo y menos ateo militante) conmovido por la ¿dudosa? palabra ecuménica de la Iglesia argentina.
Yendo más al grano y antes de que lo que pensé para escribir se escape de prisión anoto esto:
Festejar la muerte ajena me parece algo humanamente miserable. De nuevo digo que no me hago el buen cristiano y que entiendo perfectamente que eso suceda entre los homos no tan sapiens, sin ser yo mismo un buen sapiens emocional sino algo pavote.
Festejar la muerte de Bonadío me parece pelotudo por lo ya dicho: hubiera sido culturalmente bonito que se demostrara quién era el juez. Suponiendo que el homo sapiens sapiens aprenda.
Festejar la muerte en Argentina me cae muy mal porque habla indirectamente de lo que somos: una sociedad con una enorme carga ya no de violencia (las hay mucho peores que la nuestra, pero mucho) sino de sentimiento de fracaso, de resentimiento por lo que no conseguimos ser, de enfrentamiento ciego, idiota, improductivo. Iba a agregar mediocre pero suena horrible. Queda agregado igual, qué joder.
Nisman, reprise
Imagino que el 98% de los lectores de Socompa que vieron en documental de Netflix sobre Nisman se habrán preguntado si habrá sido visto por admiradores del fiscal o neutrales o dudantes y con qué efectos. Dicho más directo: me encantaría conocer un estudio de opinión pública al respecto. Lo detesté bastante al fiscal a lo largo de los capítulos aun cuando lo más perversito de su figura se muestra de una manera elegante, discreta, casi oblicua. Imaginé a un tipo que seguramente hace quince años o veinte era mejor persona e incluso a alguien que tuvo algún ideal. Luego, con los años, un tipo parasitado y desobordado por las gracias del poder, la figuración, el prestigio. Si seré pelotudo que ahora mismo -será por lo que estoy escribiendo- el tipo me da pena. Me detuve muy especialmente en escrutar las caras de los tipos del FBI, la de Bogado, la de Stiuso, para averiguar o saber algo más sobre lo que puedan transmitir los rostros de los personajes oscuros que pueblan los servicios de inteligencia. Fracasé en mi intento lombrosiano excepto por una conclusión flojita: Stiuso -incluyendo su sonrisa guapa y encantadora- me pareció simplemente un típico chanta, solo que muy inteligente, pero simplemente un chanta argentino. Si seré pelotudo (II) porque me asombró que ese tipo, un chanta, se alió con la muerte en dos dictaduras y muy seguramente después también.
Me pregunté si los hipotéticos neutrales, curiosos, no odiantes, se habrán apenado algo al ver la tristeza enorme que transmite la voz debilitada de Héctor Timerman, jodidamente acusado por traición a la Patria por el horrible juez Bonadío. ¿Habrán pensado algo nuevo o sentido algo nuevo esos eventuales consumidores del documental cuando Timerman dice que es doblemente doloroso ser acusado de traición a la Patria para un descendiente de inmigrantes?
Hay una frase que me resulta muy irritante e imbécil en las series y películas yanquis cuando los buenos pelean contra los malos y ponen en riesgo la propia ética. “Si hacemos lo que ellos, nos convertiremos en ellos”.
La frase puede aplicar para esta nota de cara a los festejos en las redes por la muerte del juez espantoso. En Facebook, la contacto Claudia Cesaroini se limitó a decir “Seamos dignos” y me pareció okey.
Si seré pelotudo y van III.
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