A las publicidades mundialeras se les da por recordar al pueblo llano emotivo y a las gentes de provincias gritando goles inexistentes. Este cuento elige algo más exacto y real: la final del ‘86 a bordo de un viejo petrolero argentino. Ojalá dé suerte.

La gran final agarró al Capitán Constante fondeado por Rada La Plata. Frente a la isla Paulino. A unas millas de los fósforos de la Destilería Ensenada de Y.P.F., su Coloso de Rodas: lo último que se pierde bajo el horizonte cuando un barco se aleja, lo primero que se divisa al recalar. Iban a descargar el crudo que traían de Bahía San Sebastián, en el extremo sudeste de Tierra del Fuego, y a cargar fuel oil para luego ir repartiéndolo en cada uno de los puertos donde hubiera una usina termoeléctrica: Mar del Plata, Necochea, Deseado, Río Gallegos. Bastante era lo que tenían por hacer. Pero resultaba casi imposible que los mandaran a levantar anclas antes del partido.

El capitán Gonzaga, como viejo lobo de mar que era, sabía que pueden impartirse órdenes muy difíciles de cumplir, incluso órdenes de cumplimiento sumamente riesgoso, pero jamás órdenes imposibles que sólo pueden conducir a la insubordinación, al motín. Por eso, levantó las guardias. Y a él, bien claro, sin lugar a confusiones, le dijo:

-Hoy nada de quedarte en el puente de mando… Te venís a ver el partido con nosotros en la camareta. Cada quince minutos subís a verificar que el ancla no haya garreado. Con eso ya estamos hechos.

 

Cuando el Tata Brown se elevó más que nadie en el área alemana, y mandó la pelota a la red con un cabezazo potente y certero, la provisión de alcoholes de contrabando ya hacía estragos. Tanto como para que a varios se les entreverasen el defensor de la selección y el irlandés coronel de marina defensor de la independencia.

Por esos caprichos de la suerte, justo habían ido a fondear cerca de un barco alemán: el Praetorius, un bulk carrier que de tan impecable parecía recién botado. Inmenso, borneaba sobre su ancla a unos cables de distancia de ellos. Seguramente esperaban turno para remontar el Paraná en busca de trigo y cariños fugaces de las lugareñas. Cuando Valdano embolsó el 2 a 0 que parecía definitivo, algunos exaltados querían salir a cubierta a tirarle con bengalas vencidas. Bastó que el capitán Gonzaga alzara apenas un belfo para disuadirlos. Él cumplía con su parte: iba a la carrera hasta el puente cada un cuarto de hora, tomaba un par de marcaciones —a los fósforos, a una baliza del malecón que apenas se veía— las trazaba sobre la carta H-157, y tras comprobar que seguían en el mismo punto, sintiéndose aclamado por una multitud imaginaria, bajaba de vuelta a la camareta a una velocidad de wing imparable. Una vez en la camareta, hasta se animaba, sin titubear, a decirle al capi:

-Sigue todo bien, señor.

Pero los alemanes se pusieron 2 a 1. Y enseguida se pusieron 2 a 2. Y los peloteaban sin el menor respeto por los colores patrios. Nubes de catástrofe sobrevolaban el fondeadero. Unos cuantos empezaron a creer que el Praetorius era de mal augurio, una versión mundialista del inmemorial buque fantasma. Allá, sobre el verde raleado del Estadio Azteca, los compatriotas parecían esmerarse en la debacle. El relator de la radio —por alguna veleidad atmosférica no les llegaba el sonido de la televisión— exageraba su fastidio uruguayísimo por la exhibición de chambonería.

Para el final, se habían terminado los alcoholes y los gritos. No había más que dedos cruzados y muelas a punto de triturarse. Él se olvidó de subir al puente a verificar que el ancla no garrease. Hasta el mismísimo Gonzaga permanecía hipnotizado por la pantalla, derrotada la mandíbula siempre altiva, suavizada la expresión. Ya se resignaban a un alargue, ya masticaban la catástrofe, cuando vino el pase milimétrico, trigonométrico, algorítmico, paradigmático, sicalíptico de Maradona, la corrida de Burruchaga larga como guardia de 4 a 8 de la mañana en invierno, como maniobra de atraque a la boya de carga en Bahía San Sebastián, como arribada a puerto después de meses de ir y venir entre una boya de carga y otra de descarga, y el toque a la red sobre la salida del arquero, y los gritos, los saltos, los abrazos, y los minutos restantes que se van, que se van, que se van, y la pitada final, la explosión. Sí, la explosión, por más que sea malísima palabra a bordo de un petrolero.

Se rajaban la garganta cantando los de arriba y los de abajo, pilotos y marineros, maquinistas y engrasadores. El capitán Gonzaga saltó a abrazar al que tenía más cerca: el segundo piloto, el pobre Marcelito Recio, anonadado como un cachalote al que se le acaba de enroscar un calamar gigante. Brincaba sin recato el radio operador, sin preocuparse por la taquicardia manifestada unos días antes por un boliche de Río Gallegos que le hizo ganarse el apodo Chernobyl. Brincaba al lado de él su compinche de juergas: el jefe de cubierta Troncoso, revoleando la panza, vencidos los botones de su camisa. Pino sacaba algo parecido al Himno Nacional con el Selmer que había tenido el partido entero en la falda por cábala, como cada vez que jugó la Argentina.

-Vos andá a hacer sonar la sirena, pilo —se impuso por sobre la jarana Gonzaga, como siempre ronco pero casi afectuoso—. A dejar sordos a esos boches.

Y el salió disparado hacia arriba, nunca tan entusiasmado por cumplir una orden.

Subió de a dos, de a tres, de a cuatro escalones, los cuatro tramos de escaleras empinadísimas que llevan al puente de mando. Golpeándose contra los mamparos al doblar, como si una galerna de ésas que solían enfrentar por los mares patagónicos sacudiera al Capitán Constante haciéndole perder el equilibrio. Así y todo, no llegaba, no llegaba nunca. Hasta que, sin aliento casi, cruzó el cuarto de derrota vacío, con ese olor indeleble a cartas de navegación viejas, a noches sin dormir, al salitre acumulado en cientos de singladuras peligrosas. Ya en la timonera, tuvo que detenerse a tomar aire. El río, allá abajo, era la piel inmensa de una fiera gigantesca y vencida. Un trofeo estaqueado a los cuatro puntos cardinales, a los trescientos sesenta rumbos de la Rosa. Ni bien se recuperó un poco, se prendió de un salto a la manija que acciona la sirena.

Cayó de culo con la manija en sus manos, podrida. La miró como tal vez han de mirar los arqueros a una pelota recién sacada de la red. Segundos nomás, porque se rehízo ante la adversidad, salió al alerón de estribor, trepó una escala, y se dispuso a accionar la sirena desde el mismo puente de señales, la cubierta más alta del buque, a unos veintipico de metros sobre la superficie del río. Casi asfixiado de tantos piques, agarró bien fuerte con las dos manos la palanca, y empezó a tirar. Con todo tiraba. Colgado de ella, trabando sus pies contra la base de la chimenea. Nada. Iba cubriéndose de hollín y de transpiración. Todo el cuerpo le temblaba del esfuerzo. Y nada. No había caso. Allá abajo, ínfima, se arrastraba la coreografía borracha de los tripulantes. Corrían por la cubierta unos, saltaban, se abrazaban otros. Distinguió al Negro Silva que daba vueltas carnero sobre el óxido de las chapas de cubierta.

Más allá, acodados en el espejo de popa del Praetorius, un par de alemanotes taciturnos apreciaba el espectáculo con binoculares. Detectó que uno lo señalaba y se le hinchó cada músculo. Setenta kilos de orgullo colgados de esa puta palanca y no se quería mover.

Hizo una patriada de minuto noventa y pegó el trancazo. Lentamente, cedieron las capas de grasa, tizne y pintura que pegoteaban el mecanismo. Él cayó de espaldas sobre la cubierta. Atragantada, la sirena soltó un airecito cual pedo liberado en ceremonia. Y nada más.

Tirado ahí, aún sin largar la palanca, hecho una roña, vio que allá abajo los muchachos defendían la honra dele gritar:

-¡Ar-gen-tin-na, Ar-gen-ti-na!

Acodados en la popa de su nave, los marineros rubios seguían estudiándolos.

Desde la Paulino, un monstruo verde y amarillo echado con medio lomo fuera del agua, la brisa acercaba un perfume a uva Isabela, a vino de la costa, a brindis de pobres.