Acaba de nacer una nueva mitología argenta y lo festejamos, pucha carajo. Que vida hay una sola y la malaria es mucha. Ahí van: llantos, festejos, golazo, penales, y una rara formación en la que juegan Messi, Montiel, Mbappé, el Fideo, Cafrune, Fidel, Rick Wakeman y Vinicius de Moraes.

Uno. Algo definitivamente inexplicable desde la razón sucede con la alegría mundialera porque ayer uno soñó con que venía Fidel Castro a felicitar y no era solo por la copa sino también para pedir consejo. No recordamos qué consejo pedía el comandante.

Dos. No vamos a pretender explicar acá ni la emoción/alegría individual por el tercer campeonato, acaso fugaz (fugaz, ma non troppo, esto pasó a la historia por décadas) ni siquiera a la social, que es más fácil. Solo diremos lo obvio: en buena medida viene por el contraste de mucha malaria anímica y social; tristeza y pandemia y desengaño. Hay un paralelo posible con los festejos del ’78 que durante mucho tiempo el psicobolchismo (uno mismo) vio como pecado. Dejamos todo en el lugar del misterio y la maravilla, allí donde la ciencia no llega.

Tres. El humilde Montiel, que uno asocia a Cafrune (“Pasé de largo por Tala/ detenerme para qué. De poco vale un paisano/ sin caballo y en Montiel”). El humilde Gonzalo Montiel de Virrey del Pino, La Matanza, a donde llegan el 620 y el 622, ya está parado ante la bola. Su último movimiento antes de dar unos pocos pasos y patear es bajar los hombros en señal de relajación, concentración y recogimiento. La mete abajo al palo derecho del arquero. Es el penal que nos hace campeones. No sale corriendo. No lo grita. Al penal determinante, histórico, apocalíptico no lo grita. Emprende un trotecito lento, casi penoso, y se saca la camiseta. Se quita la camiseta mientras va frenando. Sigue sin gritar el penal. Se cubre la cabeza con la camiseta y se pone a llorar y con la camiseta hecha un trapo se tapa la cara y las lágrimas. No quiere que las 1.576 cámaras de Qatar lo tomen llorando. No grita el gol.

Festejos en la república de La Matanza.

Cuatro. Salvo un primer microsegundo de Messi (que otro microsegundo antes, abrazado a los otros, siguiendo  con la mirada a Montiel, estudió la atmósfera y rezó, según se leyó en sus labios, “Vamos Diego desde el cielo”), salvo un microsegundo de ojos humedecidos de Messi todos los otros no gritan el penal, el gol decisivo de la tercera copa. No salen enardecidos a correr. No gritan desencajados. No emprenden el conocido galope colectivo. Todos lloran. Lloran, no festejan. Diez o quince minutos así –por lo menos para la subjetividad del que lo mira por tevé-, llorando y no festejando. En la final más extraordinaria de la historia de los mundiales –eléctrica, miocardíaca, dramática, sensacional, injusta para el juego de la selección- y pasa lo que nunca: llanto antes que festejo. Con el Mundial del ’86 se hizo la película Héroes, música de Rick Wakeman. Con esta sola final y dosis obvias de flash-backs alcanza para el guion de una serie de Netflix o Amazon. Exitazo internacional.

Cinco. Todavía queda un reducido grupo de amargos que impugnan las alegrías mundialeras. Creen que no valen la pena y que tales alborozos encubren realidades severas –como si no las conociéramos- a denunciar. Es como decir la vida es una mierda, pelotudo, no grites un gol. Hay amargos de izquierda, niembristas de izquierdas. Los trataremos aquí con la misma displicencia que usan ellos para prohibirnos la alegría.

Seis. Messi erró un penal en uno de los partidos de la primera ronda. No bajó la cabeza, no se restregó el pelo en señal de derrota o perplejidad ante los curiosos designios del universo. Tomó la bolá y fue a tirar el córner como si nada. La maldad humana, la que tanto maltrató a Messi, ayudó a que madurara sufriendo al pedo. Messi no lloró como los otros tras el último penal. Fue todo sonrisa serena. Felicidad, paz. Messi sentado un larguísimo rato con su preciosa esposa de rasgos criollitos y sus lindos hijos, como si estuviera tomando mate en un humilde balneario del Paraná, esos que tienen mesas de mampostería y parillas de cemento. Nunca se vio algo así tras una final de Mundial, la más extraordinaria. Si los dos goles de Diego contra los ingleses tienen algo de Aquiles con sus hazañas, Messi ganó el Mundial, se hizo mito griego, tomó mate, panchito.

Siete. El festejo arriba del palco, perfectamente actuado –vivido, disfrutado- por los 26 muchachos. Messi yendo hacia ellos al trote lento con la copa en la mano, agachadito, en un baile algo africano. Eso después de que Infantino y el oligarca qataría lo retuvieran un minuto larguísimo de irritante tratando de disputarle protagonismo. Haciéndose los buenos, los padres, los filántropos, ambos dos. Ya pasó, Messi entra al trote lento agachadito, carnavalito, hasta que todos saltan. La foto inmortal y perfecta: 26 dentaduras sonriendo. 26 dentaduras derechito a la Historia.

Ocho. Ay, por Dios, el mejor gol del Mundial por lejos. El contraataque nacido casi desde el fondo de Argentina. Un contraatque de velocidad europea y de precisión y talento sudaca en los cinco toques. Un primer despeje que fue pase, para Alexis MacAllister. Mac Allister para Messi. Messi la toca para dominarla y la abre para Julián, Julián, ¡en posición de ocho!, que de primera toca profundo, exacto, a Mac Allister, Mac Allister para el Fideo Di María y gol. Fueron 12 segundos. Maravilla, bellísimo, media Francia dormida y despertada mal en sus laureles napoleónicos.

Nueve. Baile. En el primer tiempo fue baile. Insólito para una final de Mundial. Algo menos de baile en el segundo tiempo. Hasta que Francia, al fin poniendo huevo y fútbol, llegó, minuto 76 y algo, al primer gol.

Diez. Había que sufrir, había que sufrir, había que sufrir, dijeron como en un mantra jugadores, Scaloni y periodistas deportivos a lo largo del Mundial. Me quedo con el baile final que duró cerca de 60, 65 minutos. No con el tango –primero hay que saber sufrir- y el mensaje flagelador, penitente.

Once. Scaloni, ya ganado el partido, meta querer reprimir su propio llanto pegado al banco de suplentes. Y eso que, llano el tipo, había repetido que él es de emoción fácil y que ya había moqueado antes. DT humano que enseñó a los terrícolas que se pueden permitir las emociones, aunque las cámaras irriten. Scaloni y sus rictus de labios fruncidos tratando de reprimir el llanto final. Solo con su alma en Qatar, tratando de quedar de espaldas a las cámaras invasoras. Hasta que se da vuelta, se persigna, hace algún trato con el pasto ante el que se inclina y ya no puede, estalla, llora. Como un pibe.

Doce. El Fideo Di María, lo mismo. Acá va link de una simpatiquísima entrevista que vi en YouTube: https://www.youtube.com/results?search_query=di+maria+vs+libero+. Di María festejó su golazo en el pasto y luego lloró. Y lloró desde el banco cuando el empate de Francia. Y se tapó también con la camiseta. Las historias de pago chico o de conurbas varios de los jugadores argentinos son de lo más bonito que tiene nuestro fútbol. Que los viejos, que el potrero, que el clubcito de barrio. Los Niembros de la vida –los hay de izquierda- dicen que no. Los amargos dicen que solo les interesa la guita. Claro que les interesa la guita, tienen derecho. Y los hay figurones, híper competitivos que se pican a la primera declaración del rival (en este Mundial fueron Mbappé, alias 666, y Van Gaal, de cara difícil). Pero lo que quieren a la pelota, a la camiseta y lo que sufren por “darle una alegría a la gente” estos muchachos… Lo que sufren y se matan. Cosa ‘e locos.

Trece. La sonrisa mansa, simple, de Messi festejando un Mundial. Ya está, señalaba agitando brazos a su familia y a la hinchada. Si Maradona fue Aquiles, ¿qué contrafigura es Messi? Si Francescoli, para cierto amargo comentarista uruguayo, fue ídolo triste, ¿qué clase de ídolo es Messi?

Catorce. En Bangladesh, lo tienen claro, 166,3 millones de habitantes. Lo tienen claro. Lo idolatran a Messi. Campo fertilísimo para otro misterio extraordinario, arcano, maravilloso, histórico (hay datos, no vale la pena contarlos aquí, los escribió ayer Alejandra Dandan en Página/12), y antropológico. Ver foto, se decía antes.

Celebración en Bangladesh.

Quince. “Lo que se dijo del triunfo argentino en la prensa mundial”. Un clásico del periodismo argentino. Copio y pego un precioso párrafo de un periodista de El País de España, José Sámano: “Para infortunio francés se hizo muy evidente la presencia de Koundé y Dembélé, a los que Di María sacó la cadena una y otra vez. No había mejor atajo hacia la cumbre que por la ruta de los dos barcelonistas. Messi, al que le cabe el campo en las entrañas, un reloj con botas, lo adivinó de inmediato. El fútbol cenital de La Pulga guiaba a la Albiceleste y Di María la estiraba hacia la cima. Enzo Fernández y De Paul sintonizaban con fluidez en la mesa redonda de Messi en el gabinete de medio campo. Todos, argentinos hasta la médula, sumaban como boinas verdes. Salvo Dibu Martínez, claro, al que todavía no daba palique ningún jugador galo. Francia, chata como nunca. Ni migajas de la maciza selección de Deschamps. Nada que ver con su explosivo desenlace final”.

Dieciséis. El camisón que el jeque o rey u oligarca petrodólar qatarí le puso a Messi. Esa suerte de lingerie erótica, ese baby-doll transparente, y las azafatas. Eso no empañó la fiesta.

Diecisiete. Cantaba Vinicus en La Fusa, con María Creuza y Toquinho: A copa do mundo é nossa. Grabado en vivo en 1970. Vinicus terminaba diciéndole al público con acento brasuca “Y esto se lo ofrecemos a ustedes. Hincharon tanto por nosotros. Y eso jamás lo olvidaremos”. Risas y aplausos, todo está clavado en la memoria.