El reduccionismo de la noción de libertad, que no es sólo potestad de Javier Milei, alentó la posibilidad de que un discurso como el suyo ganara espacio. ¿Su atractivo reside en la libertad que proclama o en la violencia con que lo hace?
Adónde está la libertad
no dejo nunca de pensar.
Pappo.
Alguna vez, en una entrevista, Javier Milei contó cómo fue que hizo que los tres perros que tiene eligieran sus propios nombres. Procedió del siguiente modo: preparó el alimento para perros, proclamó el nombre X, uno de sus perros acudió, él coligió que había elegido llamarse X, de ahí en más pasó a llamarse X. Luego hizo lo mismo con el nombre Y, y con el perro que acudió a ese llamado; y luego lo mismo con el nombre Z, y con el perro que vino y eligió llamarse Z.
Puede que algunos encuentren simpática la historia; a otros, probablemente, los remitirá a esos siniestros entrenadores de perros de los relatos de Mario Bellatin. El punto es que esta anécdota personal cobra a la vez un sentido político, porque revela con nitidez cuál es la concepción de libertad que asume Javier Milei y cuáles son sus límites concretos. Por lo pronto, parece pasar por alto que fue él quien eligió los nombres, los perros solamente respondieron. Pero además, y sobre todo, no hay que ser un Konrad Lorenz para advertir que cada uno de los perros de Milei se acercó por la comida y no por el nombre que él había proferido, y mucho menos por elegir ese nombre y querer que fuera el suyo. Vinieron por hambre y no por otra cosa. Vinieron porque sentían hambre y no ganas de llamarse de una manera o de otra. No estaban eligiendo nada.
El episodio es ilustrativo porque muestra, en una escena simple y hogareña, hasta qué punto en la concepción de la libertad de Milei se relega el factor de la necesidad. Donde había una necesidad (la más elemental, la más primaria: la necesidad de comer), Milei creyó percibir una elección enteramente libre (no un derecho, como suele decirse, sino un acto de libertad evidentemente falso). No vio animales con hambre, sino seres eligiendo libremente el nombre con el que querían ser llamados. No vio hasta qué punto puede haber, si no una determinación completa, sí al menos un fuerte condicionamiento sobre un acto que, para él, luce libre e incondicionado.
Ya se habrá arreglado Milei con los perros y sus nombres. Es el reduccionismo y es la simplificación de la noción de libertad lo que ahora nos interesa; es esa concepción abstracta de una libertad envasada al vacío que no es solamente de Milei. Podría decirse incluso que ese vaciamiento y ese aplanamiento de la noción de libertad, que eran previos, alentaron la posibilidad de que un discurso como el suyo prosperara y ganara espacio. Aunque no habría que descartar que el poder de atracción que Javier Milei ejerce pueda responder menos a la libertad que proclama, que a la violencia con que la proclama. Que sea su violencia, más que otra cosa, lo que a unos cuantos fascina. Porque en otros políticos (pienso en Espert o en Fernando Iglesias, por ejemplo), la agresividad no deja de lucir un tanto calculada, administrada por estrategia, algo que ellos en última instancia manejan. La agresividad de Javier Milei, en cambio, luce cabal, luce genuina, y está claro que se le vuelve inmanejable, está claro que se le va de las manos.
Libertad y violencia, entonces. Y antes: libertad o necesidad. Pienso ahora en Patricia Bullrich, que no termina de unirse a Milei pero tampoco de desistir de hacerlo. ¿Qué es lo que la atrae de él exactamente? ¿Qué parte es la que la lleva a acercarse? ¿Y hasta qué punto, cuando se acerca, cuando amaga con una alianza posible, lo hace porque así lo quiere o lo hace porque lo necesita, no ya para obtener alimento, pero sí para obtener más votos?
FUENTE: La [email protected]ñe)