Puesta walshiana y la resonancia flamante de un fallecimiento ilustrísimo, el del Señor del Azúcar, artífice de muertes y oscuridad. En este encuentro con fondo portuario, platense y de dictadura, se habla de pintura y sangrienta historia argentina. Terrible cuentazo de Juan Bautista Duzeide.

 

A Julián Axat

Es puntual como los alemanes —lo provoco.

—O como los ingleses —contraataca.

Pero este señor de réplica fácil no tiene apellido alemán ni inglés.

Me desorientan sus belfos, sus orejas de lebrel, sus ojeras. Las fotografías en las revistas lo muestran menos gordo, no tan pelado, sin este color cobre que lo acerca a sus cañeros, a sus sirvientas. Aceptó que sus custodios no subieran al estudio y quedaran de guardia en la planta baja, ¿habrá tomado la precaución de traer escondida algún arma? Apuesto: ¿Una Luger Parabellum, una Colt, una Pietro Beretta?

—He leído sus cosas —me sorprende—. Lo felicito, eh. Sinceramente, lo felicito. Su poesía es muy… Cómo decirlo… —ignoro si vacila, gana tiempo o busca algún efecto—. Muy Maiakovsky, si me permite el atrevimiento, doctor.

Sin preguntar nada, sirvo dos vasos grandes de whisky, agrego dos hielos a cada vaso. Advierto que el señor husmea la etiqueta de la botella. Mac Allan, eh, dice. Me incomodan la sonrisa tenue, tal vez irónica, la voz educada, perturbadoramente juvenil. Le entrego el vaso, lo alza, mira a través de él a contraluz, no sé qué mira, toma un trago, vuelve a sonreír. Me va informando, como al pasar, que desde sus años mozos frecuenta libros de estética, teoría de las artes visuales, crítica, biografías de artistas, tratados de pintura, catálogos. Agrega que nunca ha dejado de peregrinar por los museos más importantes de Europa y los Estados Unidos, y que también explora las galerías y salas más recónditas del planeta. Así deja establecido el terreno en que podemos operar, una supuesta zona común. Para mí es el corazón de la guerra: donde yo querría matarlo, donde él me mataría a la primera ocasión.

Desde el ventanal de este décimo piso puede verse la ciudad mientras empieza a atardecer, alcanzo a distinguir el campus universitario que fue antes un batallón de infantería de marina, la destilería que los benefactores de la República amenazaron bombardear, las luces pálidas que coronan las grúas del Astillero, la Escuela Naval Militar, la base abandonada, las islas y más allá el gran río. Desde aquí sería fácil amar, aunque más no sea momentáneamente, a esta capital presuntuosa, y tan irremediablemente pueblerina, que alguna vez se llamó Eva Perón. No es sin embargo ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido. Hace años que no puedo mirar sin espanto la red de calles que envuelve a este edificio, hace años que no puedo mirar con inocencia aquellas aguas.

El señor de apellido francés y réplica fácil busca apropiarse del cuadro que hoy por la mañana cambié de sitio para que esté a sus espaldas. Apenas pudo mirarlo al entrar. Reconocerlo, tal vez, como a un hijo pródigo. Amarlo como a una mujer que parte. Odiarlo como a un fugitivo con demasiada suerte. Es un óleo apaisado en el que predominan los azules y los naranjas con acentos rojos. En la disposición espacial de sus colores hay algo desequilibrado. Algo excesivo o teatral. Tiene casi dos metros por noventa centímetros. Su título, que podría otorgar una pista, no sobrevivió a los remolinos del siglo. Ha querido verse en él un amanecer portuario, un crepúsculo alegórico, un lamento inconsolable.

Yo no sé bien qué busco. O tal vez haya dejado hace rato de hacerlo, aunque me guste mostrarme como un buscador incansable, como un detective salvaje. Ya sé fechas, circunstancias, lugares. Glosas para las tumbas que no tengo, que no hay, que no va a haber. ¿Será capaz de sumar algo a tanta fatalidad este viejo, por más influencia que conserve sobre los centuriones de aquella época de la cual somos hijos? Tal vez todo no sea más que una fantasía, una fantasía perversa como las que algunos se atreven a endilgarme.

Este cuadro puede resultar para mí una jactancia venial. Es herencia de mi bisabuelo materno, quien apadrinó por un tiempo a aquel holandés errante en su paso por una ciudad ya pródiga en suicidas.  Sin embargo, jamás se lo cedería al señor que me mira desde el otro lado del escritorio con una avidez obscena. Ofrezca lo que ofrezca, no. Y que en esa negación obstinada se afirmen mi amor, mi cólera, mi venganza. No, no y no. Para no sentirme tan huérfano y tan inútil. Para eludir la amargura de atardeceres como el de hoy. Para que no medre, por detrás de cada una de mis palabras, la sensación de vacío que vuelve a mi voz un ultraje. Fue pintado por Stephen Koekooek, vástago de una dinastía de artistas flamencos nacido en Londres en 1887 y llegado con los fastos del Centenario a la Argentina, donde se fue extraviando entre los conventillos, los prostíbulos, el vértigo horizontal de la pampa. Tras una internación en el flamante asilo para lunáticos de Melchor Romero, una familia acaudalada se lo llevó a sus campos linderos al Quequén. El único resultado notable de aquel tratamiento fue que el boticario del pueblo vecino, un tal Becerra o Becerro, fue acaparando obras de este desgraciado a quien llamaron, acaso ajenos a la hipérbole en la que incurrían, “el Van Gogh del Río de La Plata”. Sobre todo, cardenales a la manera del último Goya cubiertos por capas rojas y armados con antorchas no portadoras de luz, sino de tiniebla. El pintor los cambiaba, aún frescos, por inyecciones endovenosas de morfina. Hoy esas telas nunca cotizan menos de 100 mil dólares.

Este cuadro vio: ocupaba una pared en casa de mis abuelos maternos, la casa de donde el ejército argentino se llevó a mi padre y a mi madre. Sus captores lo pasaron por alto, eligieron cargar un equipo de música importado y una motoneta de color naranja que nunca más aparecieron. El señor de apellido francés lo sabe. Insiste, sin embargo. Tras el fracaso de sucesivos galeristas que venían supuestamente por el interés de innominadas pero famosas colecciones de arte europeas, de marchands que se acercaron ya sin ocultar el apellido abominable de quien los enviaba, de representantes con plenos poderes para firmar ipso facto un cheque del valor que yo señalara, se ha arriesgado en persona. Y aquí está: en la boca del lobo.

En 1973 —mientras mis padres celebraban junto a miles y miles una primavera peligrosa—, la ignota editorial Sturm publicó en Buenos Aires Resurrección de Koekooek, de Adolfo Maeder, volumen que a casi nadie apasionó por aquellos días de pasiones fulmíneas. Y fue este señor que me mira con expectativas infundadas quien firmó el prólogo. Tras la rigidez de su erudición, pedante y exasperada, pueden leerse hoy la intencionalidad sin fisuras, el programa despiadado, la amenaza.

Se mueve como se mueven los dueños del mundo. Soltura, sobriedad, elegancia. Cada uno de sus movimientos niega la materia sobre la cual se afirma. Como un bailarín veterano a quien los años, lejos de castigar, vuelven más abstracto. Y aunque parezca jugar con el silencio como un aura de lejanía, nunca se callan sus ojos. Ignoro si me enfrento a un mal actor o a uno demasiado bueno. Culto es. Creo ir leyendo, en su cara, la reacción que le produce detectar ciertos apellidos que refulgen sobre los lomos de algunos libros tocados por el último sol: Conti, Urondo, Walsh, Oesterheld, Raab, Bustos, Santoro. No me fue necesario disponerlos como una escenografía ante el aviso imperativo de su visita. Ya estaban ahí. Al igual que Dorronzoro, al que seguramente no debe conocer, Diana Guerrero, Money, Rosa María Pargas, Carlos Aiub, Luisa Marta Córica.

Él me elogia otra vez el whisky. No me es difícil creerle al placer que se desnuda en sus palabras. Bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, bebe con alegría, con superioridad, con desprecio. Bebe con clase. Pero a medida que me voy escabullendo a sus requerimientos, que empiezo a negarme sin opciones, mientras sus manos tersas y pecosas hacen girar lentamente el vaso vacío, su cara cambia, se revela. Es la cara de alguien que jamás hizo nada sino con sus palabras, con sus órdenes inapelables.

—El cuadro…  —dice.

Hundo mis ojos en esos ojos que me buscan.

—Mi cuadro, señor…

Sonríe de otro modo ante la primera vez que lo menciono por su apellido abominable. Le digo que en él cabe lo más oscuro: el blackout.

—Todo parece encadenarse… —filosofa ecuánime.

Le muestro un muñequito de plástico vestido con la camiseta de Estudiantes al que le falta un brazo. Le explico: es el único regalo que me ha quedado de mi madre. Con los ojos brumosos, el señor habla de bombas, de secuestros, de robos a bancos, de excesos lamentables.

Le digo la edad que tenía mi madre, estudiante de bibliotecología; le digo la edad que tenía mi padre, estudiante de filosofía y trabajador del frigorífico Swift. Edades que ya con largueza he rebasado.

—¿Cree que yo tengo la culpa?

Dice y pega un respingo. Busca un atajo en el whisky: pide más. Bebe. Chasquea sus labios. Simula acomodarse un poco en la silla para mirar el cuadro a sus espaldas. Como si el infierno se le pudiera escapar.

—¿Usted sabe por el miedo que ha pasado mi familia allá? Fueron años difíciles, muy difíciles. Varios debieron ser asistidos por psiquiatras —dice.

Ahora el señor bebe con ira. Si algo de tristeza pretende su gesto, no estoy dispuesto a creerle. Me gustaría sorprender el miedo en esas facciones impunes. Aunque tal miedo jamás pudiera compararse con el que tantos habrán sentido cuando algún capataz ejecutó, mediante el acto trivial de bajar unos interruptores, lo que él había ordenado a la distancia, en frío: la oscuridad total.

—¿Quiere que le siga contando más detalles? —dice mi voz por mí.

El señor no contesta. Asume la táctica del orgullo. Su desdén flota en el aire como el nubarrón de una tormenta invisible.

—Mi madre estuvo muy afectada —se queja ahora como si pudiéramos igualarnos—. Pero a usted no debe importarle esto.

—¡Cómo me va a importar!…

El señor se ríe, tiene ahora el desparpajo de reírse.

—Puedo suponer los relatos en los que basa usted su inquina. La fantasía popular —dice—. No inventan nada. No hacen más que repetir.

Sirvo otro whisky.

Alza el vaso, bebo sin contestar a esa insinuación de brindis, bebe mirándome por sobre el vaso como si fuese el filo de un precipicio.

—Cuénteme cualquiera de esas historias negras —dice.

Varias se amontonan sobre la punta de mi lengua como el grumo de una pesadilla. Pero no quiero convertir las certezas dictadas por mis muertos en la presentación destinada a un sofista. Debe tomarlo como una claudicación, o al menos como una debilidad momentánea, y arremete:

—Cuénteme cualquier chisme político, el que guste, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta, un siglo. Que se usó tras la derrota de Stalingrado, o a propósito de Churchill, Döenitz, De Gaulle, Truman.

—¿Y esto?

Abro de un golpe el cajón central del escritorio y ante su vista hago saltar las fotos. En blanco y negro la mayoría, unas pocas en irrecuperables tonalidades Kodak.

—Hernán Rocca —digo—, Otilio Pascua —digo—, Santiago Sánchez Viamonte el Chueco —digo—, Jorge Moura el que manejó un camión —digo—, el capitán Mariano Montequín —digo—, Pablo Balut el Samurai —digo—, Alfredo Reboredo —digo—, Luis Munitis que hacía los lines —digo—, Marcelo Bettini —digo—, Abel Vigo el Palomo —digo—, Eduardo Navajas —digo—, Mario Mercader —digo—, Pablo del Rivero —digo—, Enrique Sierra que vio un cielo ponerse enteramente rojo en segundos —digo—, Julio Álvarez —digo—, Hugo Lavalle —digo— y el pack se hunde contra el viento.

Silencio. El señor se pasa el dorso de la mano derecha por la frente. Suspira. Toma aire. Contesta:

—Sallustro —dice—, el general Cesáreo Cardozo —dice—, la hijita del capitán Viola…

Me niego a sumar o restar muertos, a evaluar cuotas de dolor, a deducir utilidades. Alzo la carta que me guardaba:

—Mi padre —la foto queda en el aire como si él volara en un tackle interminable.

El señor ahora hace tintinear el hielo en su vaso. Divaga. Especula. Argumenta. Se exalta con los valores trans históricos del arte. Reconocidos por Marx y por Engels, cita. Ambos asombrados, ambos emocionados, porque todavía podamos emocionarnos con la historia de un hombre, de hace más de veinte siglos, que rechaza la inmortalidad ofrecida por una diosa enamorada, para intentar el cruce del piélago rumbo a su mujer envejecida, a su perro casi ciego, a su hijo que apenas lo conoce. Quiero resistirme al presente griego de esas palabras. Pienso en El Familiar. Aquel monstruo que se llevaba, casualmente, a los trabajadores díscolos.

El señor, después de un enésimo trago, arguye que el arte es una zona de aguas profundas en las que toda la humanidad puede encontrarse más allá de las contradicciones menores, pasajeras, y las pasiones que puedan desatar.

¿Pretende un lugar sin lugar, el fin de los tiempos?

¿Se embosca en lo inefable como en una trinchera?

Podemos coincidir usted, dice, un abogado, un poeta, un hijo de… Se esfuerza buscando. Y deben pasar ante sus ojos las palabras subversivo, extremista, terrorista, hijo de puta. Y ninguna de tales palabras le sirve en este momento como le habrán servido otras veces. Y sigue en ciernes. Cavila hasta que se le ocurre otra, una que la época ha desafilado, ha vulgarizado, ha ridiculizado: militante. Y entonces, ahora sí, ya sin vacilar, se entrega a la hipérbole y dice que yo, abogado, poeta, ensayista, editor, hijo de militantes muertos, puedo coincidir con él, un anciano hombre de empresa, en la emoción estética suscitada por el cuadro que pintó un holandés morfinómano hace cosa de un siglo.

—En la luz de ese cuadro yo veo el Pozo de Vargas —le digo.

—Lo mío es distinto —dice—. Yo busco lo eterno.

Se para, da una vuelta alrededor de mi escritorio, amplio, veteado, herencia de mi abuelo juez, fundador y propietario de periódicos, socio vitalicio de un club de rugby al que siguió pagando la cuota de mi padre durante años.

—Me la tienen jurada —se explaya ahora, sin que venga a cuento, en voz un poco más alta y a la vez menos firme—. Creen que yo tengo la culpa de algo. Esos roñosos no saben lo que yo hice por mis trabajadores. Ni saben lo que los otros querían hacer. Pero algún día se va a escribir la historia. Podría encargársela a usted.

—No creo que le gustara mi versión.

Ruidosamente, vuelve a sentarse.

—No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí me interesa el juicio de la historia. Llegará el día en que yo quede finalmente limpio.

—Ojalá dependiera de mí evitarlo.

El señor del azúcar ostenta una mueca de hierro en su cara nocturna.

—¿Por qué creerán que usted tiene la culpa, puede imaginarlo?

—Porque yo no me escapé del país, yo no puse a salvo a mi familia mientras otros daban la vida, yo presenté combate. Por la dignidad humana, por la libertad, por mi empresa. Y la llevé adonde está ahora: la firma que más trabajo da en el norte del país.

El señor bebe con orgullo, con ardor, con fiereza, con elocuencia.

—Porque yo puedo ver las cosas en perspectiva. Yo he leído muy bien a Hegel —afirma ya inocultablemente borracho.

—¿Qué era lo que esos otros querían hacer?

—Que lo racional deviniera real —contesta sin dudar—. Y yo hice todo lo posible por que lo real siguiera siendo racional.

—Estamos de acuerdo entonces. Si no en los hechos, en la dialéctica, ¿no cierto?

—Antaño… Yo senté a la dialéctica en mis rodillas… y supe que era amarga… y abjuré de ella —dice pausadamente, como si recitara, en un idioma que fuese inventando a medida que habla.

—Sin remordimientos, ¿no cierto? ¡Salud! —digo levantando el vaso. Vacío.

No contesta. Las luces de la ciudad anochecida son una cascada volcándose adentro del estudio. Como voces de un sueño, de a ratos, se oyen algunas bocinas, se arrastran lejanas, se pierden hacia el lado del río que va a dar a la mar, a esas aguas abiertas que el señor presenta como emblema de un más allá de la contingencia, del reino de la libertad, de lo al fin humano. El señor es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha un poco más clara de su camisa transpirada. La voz de encantador. El perfume acre de íncubo.

—Ese cuadro —lo oigo murmurar—. Es un puerto… Pero no es cualquier puerto. No es uno de esos puertos victorianos que pintaba, de a decenas, el sensiblero de Atkinson Grimshaw, plagiados hasta la náusea por otros más mediocres todavía, y por el cine luego, y por los tangos, y hasta por la realidad…

Afuera se enciende, amarillo, el cartel de publicidad de cada atardecer, amarillo, y se pone a enfermar, con intermitencia de segundos, amarillo, nuestras caras. No sé qué anuncia. El señor, incólume, sigue:

—No es Valparaíso, donde el pobre diablo acabó por quitarse la poca vida que le restaba con una dosis generosa de veronal, ni el Puerto Nuevo de Buenos Aires, ni el de La Plata, donde seguramente habrá fantaseado con arrojarse al agua para inscribirse en la tradición de primaveras negras que es lo único perdurable de esta ciudad… No es nada de eso que quisieron ver unos cuantos trasnochados. No entienden nada de arte los historiadores del arte. Los especialistas se especializan sólo en equivocarse. Le enseño qué puerto es… doctor, ése que usted me escamotea mediante el truco…

Ahora soy yo quien se ríe, aunque tal vez no debiera hacerlo.

—Doctor… Se imaginará que tengo mis informantes. Siempre me mantienen al tanto hasta de los más mínimos detalles. La información es vital en toda guerra, y la paz es una guerra que se va ganando… Usted también ha leído su Lenin y su Ho Chi Minh, ¿no es así? Le decía… Ese puerto que usted pretende no cederme, es la zarpada rumbo a Citerea. Pero al revés. ¿Sabe usted lo que es el viaje a Citerea? ¿Ha oído al menos hablar de Watteau? ¿Le interesan los prolegómenos del gran movimiento romántico? O por lo menos, ya que es poeta… ¿Sabe qué son lo sublime, lo numinoso, lo ominoso?

Nada pronuncia mi boca. No quiero ceder a estas lecciones de tinieblas.

El señor sigue bebiendo cuando yo hace rato abdiqué. Se sirve por su cuenta, sin permiso, una medida abundante, un par de hielos que amenazan desbordar el vaso.

—Nadie pintó esa desnudez del mundo —se exalta.

Oscurece como en la tramoya alevosa de un teatro de provincia. La cara de este señor, propietario entre otras cosas de la más completa colección de pinturas de Stephen Koekkoek que hay en el mundo, es ahora casi invisible. Como todo en esta habitación que nuestro diálogo vuelve escenario de una obra repetida. El whisky en su vaso es un fuego que se apaga despacio. Hasta el departamento llegan remotos ruidos. Puertas pateadas, gritos, autos que arrancan haciendo chirriar las gomas contra el asfalto de inviernos perdidos. Se prende, por suerte, el cartel amarillo, se apaga, se prende, se apaga.

Carraspea el señor.

Siento en la oscuridad la flecha de su mirada. Un amarillo fugaz la borra, la sombra vuelve a encenderla.

Se ha cerrado la puerta de un ascensor en la planta baja, se ha abierto más cerca. El edificio cuchichea, respira, gorgotean sus cañerías, se quejan de frío sus paredes, alguien alza la voz en alguna discusión, alguien pasa de canal la televisión maniáticamente, alguien habla por teléfono sin hacer una sola pausa, como si diera instrucciones interminables o como si hablara solo.

Ahora el señor se ha vuelto a poner de pie, como un mago empuña una pistola que no le vi sacar. Verdaderamente me ha sorprendido: alcanza un solo flash amarillo para distinguir una Uzi. Y yo que lo hacía un antisemita sin concesiones. Con el arma apuntando hacia arriba, en puntas de pie, como en alguna pésima película de espías, de ésas que se ven durante un viaje nocturno, insomne, camina hacia la puerta, busca la llave de la luz, la encuentra, la acciona. Pero el apagón, mi apagón privado, continúa.

—He tomado precauciones —le digo— para asegurarnos la oscuridad.

Y me desmiente un poco el amarillo, y se apaga, y se enciende.

—Disculpe, doctor —dice y aprovecha para mirar otra vez, de soslayo, el cuadro, amarillo, en sombras, amarillo, en sombras—. Me pareció oír… No me van a agarrar descuidado.

Se vuelve a sentar arrastrando la silla, más cerca del escritorio ahora. La pistola ha desaparecido y el señor de la dulzura y del papel discurre nuevamente acerca de la escatología en el romanticismo tardío, el inframundo, los portales que conducen a un orbe perfecto. Máxima obsesión —reconoce con voz ahora pastosa— de su existencia.

Afuera el parpadeo del cartel se ha extinguido. No hay más que un océano de negrura. ¿Acaso nos depara esta ciudad un apagón que de tan oportuno resulta inverosímil?

Represión a cañeros durante el Onganiato. 1970.

—Imagino que no le tendrá miedo a la oscuridad —le digo risueño, porque nosotros, como los judíos de otras épocas, nos permitimos un tipo de humor que no aceptaríamos en nadie.

Me confiesa. Que cuando niño. Pero no puedo imaginarlo, nunca, niño. Le temía tanto a la noche, que su padre, una noche de luna nueva, lo amarró a un caballo, negro como aquella noche, y azuzó a fustazos al caballo, que partió enloquecido hacia un monte, negro. Él gritaba y lloraba, gritaba y lloraba, gritaba y lloraba. Hasta que se dio cuenta: aquel cielo lleno de nubes como islas apenas un poco más claras a la deriva por la oscuridad, era un mar invertido, aguas abiertas gracias a las cuales podría llegar a cualquier parte. Fue al alba, dice, me dice, que su padre, un hombre que ponía y sacaba gobernadores, que probó carne de yegua y de india, que negoció tierras más extensas que reinos europeos como quien jugara a la ruleta rusa, lo recibió ostentando una sonrisa inusitada, lo desató, lo desmontó agarrotado y meado y cagado encima como estaba, lo abrazó largamente.

—¿Y se curó así del miedo a la oscuridad?

—Yo amo la oscuridad. Desde la oscuridad se ve mejor. Se piensa mejor. Y yo no hay un solo segundo en que pare de pensar. La noche ha abierto mis ojos y nunca más he vuelto a dormir.

Vuelve a servirse whisky.

Gorgotea de la botella al vaso como un arroyo de negrura resplandeciente.

Saco una linterna del escritorio, ilumino al visitante en la cara. Un pergamino, un mapa antiguo, una piel de caballo serían lugares comunes. El río, pienso, el gran río visto desde un helicóptero, en la franja precisa donde se vuelve mar.

—Ese… Ese… Cuadro… —me dice.

Nerviosamente, espasmódicamente, alcohólicamente se ríe.

—Es el que me falta… Usted no sabe, usted no se imagina… Las cosas… Las cosas que debí hacer para… Tuve que pagar el equivalente a… No sabe… Muchos departamentos como éste. Además de… Otras cosas que… Mi colección… ¡Ah, se las imagina! Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra. Eso le demuestra…

Repite la frase “eso le demuestra”, la repite varias veces, la repite como un juguete mecánico, la repite alzando cada vez más la voz. Su aliento me golpea más que esas repeticiones deshilachadas.

—Para ellos soy el mal, las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.

—¿Pobre gente?

—Sí, pobre gente —ahora parece luchar en su interior contra una cólera escurridiza, vergonzante—. Yo también soy argentino.

—Somos todos argentinos. Somos todos herederos. Pero no todos heredamos lo mismo. ¿No cierto?

Me esquiva. Regresa al asunto que lo trajo a este décimo piso de un edificio en la ciudad donde más desaparecidos por habitantes se registraron:

—Él pinta… la desnudez del mundo, ¿sabe? Pinta… Como…

La voz del señor de la dulzura y del papel se pierde en una perspectiva que, sin hacer caso a sus estudios de arte, califico de vagamente surrealista, se pierde en sus propias líneas de fuga, se va diluyendo en un barbotar de whisky, pierde toda compostura, se aleja de la divina proporción.

—…el ángel… caído que… era —completa con esfuerzo.

El truco de poner el cuadro a sus espaldas, para que el señor ni siquiera pueda mirarlo, se me vuelve en contra. Porque el señor parece ahora brotado, el señor de la dulzura, el señor del papel, de ese mismo cuadro que a toda costa se quiere llevar.

Bajo la linterna, la apago.

Restablecido, desde lo oscuro, arremete:

—No hay desnudez como la que pinta él. No hay vida ni muerte como las que pinta él. Y mire que estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Y hombres muertos. Dese cuenta.

Mujeres desnudas más hombres muertos deben dibujar en mi cara algo que espanta la borrachera, y con un solo movimiento muscular me pongo sobrio como un perro que se sacude el agua.

Miro el cielo: al primer golpe de vista descubro al Can Mayor y al cazador Orión. Las constelaciones favoritas de mi padre cuando con sus compañeros trepaban la montaña en busca de Lemuria.

—No me haga caso —dice el señor—. Estoy… Estoy…

Me paro dificultosamente, me estiro por sobre el escritorio, me estiro hacia él, le doy una cachetada leve, muy leve, en la mejilla izquierda.

—¿Eh? —dice— ¿Eh? —dice.

Me mira con algo parecido al pavor, me mira como el viejo borracho que al fin es, despertándose de golpe en manos del desconocido que al fin soy por más que haya mandado a espiarme, a estudiarme, a medirme.

Derrotado por la ilusión de tenerlo a mi merced, deseando ahora que no vuelva jamás, le grito que se vaya, le indico la puerta. Él se para con bríos de gimnasta. Erguido, me extiende la diestra. Volveremos a hablar, dice, asegura, conmina. Mi índice continúa rígido señalando la salida. Él sonríe, gira, se dirige hacia la puerta. A pasos elásticos, firmes. Como si desfilara. Y cuando estoy a punto de abandonarme, dejarme ir, derrumbarme sobre el escritorio, su voz me alcanza como una revelación.

—Es mía —dice—. Esa oscuridad es mía.

Imagen de apertura: Stephen Koekooek (1887-1934), “Puerto de Montevideo”.