El premio internacional que recibió “1985” sirve de excusa para continuar una charla interrumpida sobre los valores de la película y el debate que suscitó en pleno desierto político argentino. Rescatamos para eso este gran artículo, algo profético, publicado en octubre pasado en un portal que recomendamos: Revista 24cuadros.
I Contexto
Tener una visión optimista sobre la situación política argentina y global sería pecar de una ingenuidad casi criminal. El pasado primero de septiembre un hombre acercó un arma a la cabeza de la vicepresidenta de la nación y gatilló, la bala, por puro azar, no salió. Las imágenes fueron captadas por las cámaras de televisión y por los celulares de muchísimas personas que estaban ahí. El revolver que Fernando Sabag Montiel empuñó fue captado desde múltiples puntos de vista. Un registro incuestionable. O más o menos.
Me gusta insistir sobre la visión de la verdad histórica que propone Michel Foucault, quien entiende que la verdad, como un hecho empírico e inmutable, no existe, sino que se trata de una construcción a través de una puja de poder entre los diversos consensos sobre las diferentes interpretaciones en torno a lo ocurrido. Esto está lejos de ser un relativismo o algo similar. No se trata de discutir sobre si algo pasó o no pasó, sino de dotarlo de contexto y sentido. Un sentido histórico que puede mutar. Por ejemplo, nadie cuestiona que el archiduque Francisco de Austria existió, que habitó este planeta y que murió asesinado el 28 de junio de 1914; sí existieron, a lo largo de la historia, diferentes versiones sobre por qué fue asesinado y quiénes fueron los responsables. Eventualmente, un consenso que no solo se respalda en “hechos” sino también en la capacidad de que esos hechos sean asimilados por un amplio sector de la sociedad, terminó de vincular el crimen con la organización serbia Mano Negra. Ello, a pesar de que existe evidencia y ciertos testimonios que señalan una mera relación circunstancial entre ambas cosas (quienes planearon el ataque pertenecían en realidad a una organización llamada Joven Bosnia, que se presume fue infiltrada por Mano Negra).
Una descripción como la que intenta Foucault luce razonable y hasta podría pensarse deseable. El problema es qué sucede cuando las interpretaciones y lo discursos sobre los hechos se multiplican y se atomizan de tal modo que no es posible llegar a sostener un discurso imperante sobre un hecho histórico. El atentado a la vicepresidenta es un caso puntual de lo espiralado y difícil que es la disputa por el sentido histórico de los hechos hoy por hoy. En menos de 48 horas, las imágenes, en principio incontrastables, fueron controvertidas. Ningún discurso logró ordenarse: que Sabag Montiel tenía una pistola de agua; que el arma estaba cargada con la bala al revés; que era un loco suelto; que se trataba de una víctima del sistema político impuesto por el mismo gobierno; que fue un atentado planificado por un grupo terrorista influenciado por la oposición; o que se trató de una operación de los servicios de inteligencia. Nuestro propio todo en todas partes al mismo tiempo.
Si existe un único consenso en nuestro país, de extrema izquierda a extrema derecha, es la idea de que la democracia está amenazada. Ya sea por “gobiernos populistas totalitarios” o por “neoliberales fascistas”, la escalada de vehemencia en la discusión política ha llevado todo a un extremo que es difícil y contradictorio: los diferentes espacios políticos se tildan entre sí de antidemocráticos, en un escenario de plena democracia. Sin ser un experto, esto solo puede señalar una idea, y es que la democracia, tal como la conocemos, no tendría los resortes necesarios para evitar su propia ruptura y, más aun, sus contrapesos (por ejemplo, el poder judicial), lejos de balancear los desequilibrios, serían la herramienta para legitimarlos.
Es en un contexto así, en el que pareciera que no se puede establecer ningún consenso básico mínimo sobre determinados aspectos de nuestra historia reciente, es que llega, casi a contramano, a reflotar una memoria que viene siendo puesta en disputa como nunca durante los últimos 6 o 7 años una película como Argentina, 1985.
Frente a un panorama como el que describo, el director Santiago Mitre (La cordillera) y su coguionista Mariano Llinás (La flor), logran algo que es muy valeroso: una herramienta didáctica, para bajar al llano más claro el nivel de complejidad de la discusión sobre los crímenes cometidos por la última dictadura cívico-militar.
II La historia (oficial o casi)
A esta altura, si están leyendo esto, ya saben de qué trata la película: con el regreso de la democracia, el por entonces presidente Raúl Alfonsín ordena por decreto someter a juicio sumario a los jefes militares de las tres armas que gobernaron de facto el país entre 1976 y 1983. Luego de una puja con la justicia militar, la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, que por una reforma del año 1984 podía intervenir como tribunal civil, tomó el caso y llevó adelante el proceso. El fiscal fue Julio César Strassera y su adjunto Luis Moreno Ocampo.
El hecho tuvo trascendencia internacional, por primera vez un grupo de genocidas fue juzgado por sus crímenes por los representantes de su propio pueblo. No se conformó un tribunal especial, ni internacional.
El derrotero posterior de la investigación de los delitos de la última dictadura cívico-militar fue bastante sinuoso. En 1986 se dictó la Ley de Punto Final y en 1987 la de Obediencia Debida, que imposibilitaron continuar con el juzgamiento a los mandos inferiores, y en 1990 se decretaron los indultos a los cinco condenados en el juicio de 1985, escenario que terminó de confirmar la impunidad de los represores.
Fue recién en el año 2003, durante la presidencia de Néstor Kirchner, que se cuestionó la constitucionalidad de estas medidas y que se permitió la reapertura de los juicios, que continúan hasta nuestros días.
Desde lo narrativo, el film de Mitre toma el juicio como un emblema para mostrar el derrotero de todo lo que vendrá después. Ese primer proceso cambió la perspectiva sobre los militares y su participación en la llamada “guerra contra la subversión” por parte de un sector importante de la sociedad. La madre de Moreno Ocampo encarna al civil argentino “que no sabía lo que estaba pasando” y que, gracias al juicio, “abrió los ojos”.
Ricardo Darín da vida a Julio César Strassera, el fiscal del juicio y una figura compleja del mundo político argentino. Strassera fue funcionario judicial durante la dictadura y sobre él pesaban ciertos reclamos de familiares respecto al trámite por aquel entonces de los habeas corpus de las personas desaparecidas. Luego de su participación en el Juicio a las Juntas, el fiscal se encolumnó al interior del movimiento de derechos humanos, participando de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). Su sidekick, Luis Moreno Ocampo, interpretado por Peter Lanzani, era en ese entonces un joven abogado empleado de la Procuración General de la Nación, que provenía de una familia de militares. Luego del Juicio a las Juntas tuvo actuación en otros casos resonantes vinculados con la dictadura y los levantamientos carapintadas. Después de eso renunció a la justicia, ejerció la profesión liberal y llegó a conducir “Forum”, una suerte de reality show donde las personas dirimían conflictos de convivencia y vecindad. En 2003 fue nombrado como el primer Fiscal General de la Corte Penal Internacional, cargo que mantuvo hasta 2012, con algunas polémicas. Su última aparición pública resonante en el país se dio en marzo de 2016, cuando Jaime Stiuso lo “apretó” en vivo durante una emisión de Intratables.
La vida de estos dos “héroes” es compleja. Más que la convicción política, pareciera que la casualidad los puso en un contexto determinado en el que tuvieron que actuar y se acomodaron como consideraron mejor o más ético hacerlo. El film, más allá de las necesarias y obvias licencias dramáticas, se encarga de desarrollar esa complejidad y ponerla de manifiesto. De alguna manera la película es sobre la “conversión” de Strassera y su empoderamiento, y también sobre la inocencia juvenil e idealista de Moreno Ocampo, un funcionario “apolítico”, que confiaba en el imperio de la ley.
III Ciencia y técnica
En términos formales y técnicos Argentina, 1985 es inobjetable. No es solo una cuestión de recursos, hay detrás sapiencia y conocimiento. Lo que hace con la fotografía Javier Juliá es de lo mejor que yo haya visto en el panorama local. Si ya fue a Hollywood para trabajar con Szifron en “Misanthrope”, todo parece indicar que en los años venideros lo van a llamar los mejores de alrededor del mundo. Trabajo no le va a faltar. Lo mismo ocurre con la reconstrucción de época y el diseño de producción que hace Micaela Saiegh y con el montaje de Andrés Estrada. Por último, está el casting, pensado al detalle incluso para los personajes más secundarios del film.
Algo interesante es que la mayoría de estos nombres en los rubros técnicos acompañan al director desde sus primeros trabajos.
Desde lo narrativo la película también funciona casi a la perfección. Es un thriller legal hecho y derecho, con un solo problema importante: falla en la reconstrucción del proceso judicial del caso. De seguro, para la mayoría de los espectadores esto no será un problema, porque el componente emocional será más importante que el hecho en sí, pero si se lo ponen a pensar no hay ningún esfuerzo por reconstruir de una manera entendible para un lego cómo es el proceso judicial del debate. Se menciona el paso de la justicia militar a la penal civil, se ejemplifica más o menos las instancias del debate, pero no se explican, las reglas procesales están excluidas. Es probable que esto sea un detalle para permitir una mayor “universalidad” del film hacia el exterior. Algo menor, pero que con muy poco podría haberse intentado manejar con mayor claridad.
IV El para quién
En Cuatreros Albertina Carri habla de su amigo Mariano Llinás como un gorila, pero no boludo. La definición de Carri, al ver El estudiante o Paulina, también podría trasladarse a Mitre. Su visión del mundo, sostengo con prejuicio, se asemeja bastante a un pensamiento socialdemócrata. Y eso encarnan Strassera y Moreno Ocampo, gente que quiere que el Estado funcione, que impere la ley, que las desigualdades se reduzcan con la intervención de la política y que, si algo de todo eso se escapa, sea el propio sistema democrático el que lo contenga. Para los guionistas en eso radica el triunfo del Juicio a las Juntas, en la posibilidad de explicar cómo había un método legal para combatir a la subversión, sin asesinatos, torturas y robo de bebés.
El problema de la socialdemocracia suele ser su incapacidad para transformar de forma radical la realidad. En abstracto, estamos todos de acuerdo. Todos queremos que se mejore el mundo y que quienes están peor estén mejor. Como diría Ulpiano, conceder a cada quien lo suyo y no dañar al otro. Ahora bien, como decía un expresidente, no se puede sancionar una ley para que todos seamos felices. Estas ideas entran en tensión cuando aparece la conflictividad social y cuando ese hombre bueno por naturaleza rousseauniano muestra su cara hobbesiana y emerge la lucha de clases.
Si, en términos de Jauretche, conquistar derechos provoca alegría y perder privilegios provoca rencor, la socialdemocracia no permite dar una respuesta a los principales factores de desigualdad de una sociedad. Otorga un margen de maniobra, pero al mismo tiempo legitima las instituciones que provocan esa desigualdad –al no tener una pretensión transformadora de ellas- y, en consecuencia, facilita el statu quo.
Desde ese lugar, más allá del punto de partida y la limitación de sus protagonistas, que sería absurdo pensar que bajaron de Sierra Maestra, el film hace un esfuerzo específico para sostenerse en el centro, e incluso, para ser un poco gorila. En sus placas finales menciona cómo se multiplicaron los procesos desde “la reapertura de los juicios”. Reapertura que no tiene año ni gobierno. Da la sensación que los juicios se reabrieron solos. Algo similar ocurre con la necesidad constante de Moreno Ocampo de rechazar la “violencia” como una herramienta de transformación social.
Bajo este prisma, la película presenta un elemento valioso para los tiempos que corren, pero peligroso para intentar tomarlo como bandera. Así como es saludable correr a la extrema derecha al terreno de la institucionalidad democrática, sería conservador para los sectores de izquierda vaciar de sentido el reclamo político que encierra todo escenario de conflictividad social.
Lo que intento decir es que Argentina, 1985 es muy importante para llevar hacia el centro a la derecha, pero que no debería servir para suavizar el discurso de quienes buscan transformar las desigualdades sociales. Hay ahí un riesgo, en términos foucaultianos, sobre cómo el film puede ser utilizado para construir un nuevo consenso sobre la verdad histórica de lo ocurrido con los crímenes de la última dictadura militar.
En esa línea hay que pensar cómo moverse. Desde un punto de vista estratégico, insisto, sí es deseable correr al centro ciertos discursos que han cobrado mucha resonancia hoy en día. Lo que no tenemos que hacer es tomar de la que vendemos.
El equilibrio está entonces en saber “analizar” el film, dándole el espacio que se merece, sin caer en una crítica bestial que neutralice y erradique el efecto político que puede y debe tener para un amplio sector de la sociedad.
Truffaut decía que hacía sus películas para un público masivo, no para intelectuales. En ese aspecto, Mitre y Llinás dan en el clavo. A pesar de provenir de la élite cultural, se desmarcan y ofrecen, por encima de su gorilismo, una producción popular, como las que deseaba Leonardo Favio. Algo similar e igual de complejo y contradictorio a lo que ocurrió en su momento con el cine de Campanella.
Gran parte de la comunidad cinematográfica argentina vive, como dicen los jóvenes, en un cumpleañito. Este cumpleañito lumpenproletario nos llenará de textos y críticas en las semanas subsiguientes que hablarán de cómo un modelo de producción y narrativo foráneo viene a colonizarnos. Los párrafos dirán algo así sobre cómo las plataformas se adueñan de nuestros mitos: Maradona, Evita, el Juicio a las Juntas, todo contado por el imperio.
Esa linealidad de análisis panfletaria reparará poco en una película que es compleja y que llevará muchísima gente a los cines. Tampoco analizará las causas de ese éxito de audiencia. Descansará muy rápido en la idea “del marketing” para fundamentar el fracaso en la convocatoria de otros films nacionales “que son mejores” pero que no tienen las mismas posibilidades que el de Mitre.
Vi la película en una función colmada en un cine de Adrogué. Cuando el personaje de Strassera finaliza su alegato y pronuncia las célebres palabras que todos conocemos, de modo espontáneo, todo el cine comenzó a aplaudir. Me resisto a pensar que ese aplauso se explique solo como consecuencia de una alienación cultural y desclasada. Confío en el poder del cine, sus imágenes y sonidos, para emocionar y movilizar a las personas. Eso solo ya vale para mí como para descartar cualquier análisis simplista que quiera hacerse.
Lamentablemente, creo que otra vez dejaremos pasar la oportunidad de complejizar el escenario. De pensar que es deseable que existan films como Argentina, 1985, que no requieren el apoyo del INCAA, y que, a su vez, es importantísimo que existan películas más austeras y personales, que sí necesitan la presencia y el acompañamiento del Estado. Que Argentina, en definitiva, necesita una industria que sea plural y diversa.
La discusión, por supuesto, se inserta en un escenario gravísimo y muy incierto para nuestra cinematografía, con un senado nacional que viene postergando el tratamiento de la continuidad de las asignaciones específicas al fomento cultural, próximos a caerse en diciembre de este año.
Espero equivocarme y anhelo que, para alguien, estos confusos y erráticos párrafos tengan algo de sentido.
FUENTE: Revista 24 cuadros.