En este texto sobre una eventual semblanza cinematográfica sobre Roberto Santucho, líder del PRT-ERP, dice su hijo: “Siempre sentí un rechazo visceral a la idealización de mi papá (…) Mi experiencia personal es la de una especie de aburrimiento ante tantas historias mitificadoras. Demasiadas. Todas positivas, engrandecedoras”. ¿Cómo hacer, entonces, esa película?

A lo largo de estos meses me pregunté en varias ocasiones por qué tanta obstinación con la biografía del Bombo, en lugar de reconstruir la epopeya de mi viejo (el famoso) o de mi madre (a quien todavía conozco demasiado poco). ¿Será un primer paso en esa dirección, es decir un rodeo, una manera indirecta de elaborar aquel vinculo filial interrumpido? ¿O se trata, por el contrario, de un intento por escabullirme del mandato de conmemorar lo que es debido?”.

Ese párrafo que escribí en el libro Bombo, el reaparecido motivó el comentario de varios lectores atentos. Sabía que iba suceder, pero en verdad lo escribí como una especie de ayuda memoria. Preguntas que debería retomar en algún momento, más temprano que tarde. No necesariamente para responderlas de manera definitiva, quizás eso nunca lo logre. Sí, al menos, para darles una nueva vuelta de rosca.

Hace algunas semanas me contactaron dos guionistas con la misma intención: hacer una película sobre Robi Santucho. Uno de ellos, Rodrigo Vázquez, tiene la edad de mi hermano. El otro, Luca Cainoa, anda por los treinta y pico. Mi prima Florencia viene trabajando en la idea hace un par de años. Las alianzas generacionales en este tipo de aventuras son claves. Difícil decir que no.

Un futuro sin ellos

Lo interesante de construir un personaje fílmico, si se trata de un proyecto con cierta intención de originalidad, es que te obliga a combinar elementos de la biografía histórica con rasgos de su específica personalidad. Reconstruir cómo se gestó el carácter político del líder y, al mismo tiempo, imaginar el modo en que habrá vivido individualmente el drama que le tocó.

Hay un punto de partida: no poseo recuerdos de ninguno de los dos. Vivimos juntos poco menos de un año, hasta mediados del mes de febrero de 1976, cuando decidieron que sería mejor enviarme a Cuba para que estuviera a salvo. Sabían la fecha casi exacta en la que se concretaría el golpe militar y no solo eligieron un país propicio para crecer, sino que le encargaron a una pareja de amigos mi crianza. Me estaban planificando un futuro sin ellos.

Aquí comienza lo agotador: cada hecho o anécdota abre a una multiplicidad de preguntas difíciles de responder. Por ejemplo, ¿no poseo recuerdos o más bien anidan en una memoria corporal, tan a salvo de la conciencia como constitutiva de mi subjetividad? Otro ejemplo: ¿cómo valorar ese gesto de amor que consiste en desprenderse de mí? Hay quienes lo catalogan como un abandono, porque prefirieron la militancia antes que la familia. Obviamente ese juicio me parece ridículo, pero la respuesta solemne tampoco resulta.

En todo caso, gracias a esa cuidadosa planificación tuve un padre y una madre sustitutos a quienes realmente amé. Josefa Demarchi, nombre de guerra Rosa, más conocida como la Tota. Y Ricardo Silva, seudónimo Gaspar, para nosotros el Toto. Rosarinos como mamá, habían perdido a su hijo mayor el 23 de noviembre de 1973, asesinado por las fuerzas de seguridad luego de una operación de propaganda armada. A partir de esa pérdida, decidieron sumarse a la causa que su ser querido abrazó. Se integraron a un proto-organismo de derechos humanos donde conocieron a Liliana, cuyo hermano Mario Delfino (mi tío) había sido fusilado el 22 de agosto de 1972 en Trelew. Para cuando nací yo, el 28 de febrero de 1975, los Totos y mis viejos ya eran íntimos. Entonces comenzamos a vivir juntos.

El desenlace tuvo lugar un año más tarde, cuando dos acontecimientos se sucedieron con apenas catorce días de distancia: el 19 de julio de 1976 son secuestrados Robi y Liliana, junto a sus compañeros más cercanos; y el 2 de agosto cae Edgardo Silva, segundo vástago de los Totos, quien había continuado la estela militante de su hermano mayor. En un abrir y cerrar los ojos yo quedé huérfano y ellos perdieron a sus dos hijos –acabo de percatarme que se denomina huérfilo a esa condición. Se produjo así, ya en La Habana, el acople trágico y al mismo tiempo hermoso por el cuál una nueva familia se conformó. Diego, el hijo mayor de Liliana, también participó de esa especie de canoa a la deriva, en la que un afecto muy potente se gestó.

La paradójica solución habilita otras preguntas, extrañas: ¿y si en lugar de haberme quedado sin padres en realidad tuve que lidiar con cuatro progenitores? Con la pareja original poseo lazo sanguíneo; con la postiza construimos una comunidad cariñosa, para curar heridas infinitas. Tal vez esta segunda aleación sea el motivo de que mi vínculo con Robi y Liliana siga siendo eminentemente simbólica. Una película puede ser la posibilidad de evocarlos, de acercarlos. Como en su momento hizo Albertina Carri, con notable audacia.

Las condiciones

Primera condición: no perfilar una semblanza exhaustiva, ni aspirar a reconstruir su biografía de pe a pa. Más bien seleccionar un conjunto de episodios o acontecimientos que nos permitan aprehender la naturaleza particular de su persona. Captar ese brillo que lo convirtió en una figura sobresaliente. Vislumbrar la fuerza de voluntad que les permitió romper el destino anodino que la historia les tenía preparado, para intentar revolucionar el presente, con la temeraria pretensión de construir un futuro que fuera deseable.

Aquí vuelven los interrogantes, espinosos: ¿se puede comprender al individuo, sin antes caracterizar a esa generación especial de la que fue parte? Y si los rasgos decisivos en realidad son aquellos que aplican al colectivo, ¿de dónde emana la singularidad de Santucho? ¿Fue alguien distinto o más bien se distinguió por llevar al máximo ese compromiso que muchos y muchas decidieron abrazar? No se trata de elecciones meramente epistemológicas, pues según el hincapié que pongamos en uno u otro sentido habrá consecuencias muy concretas para nosotros. Cuestiones que tienen que ver con la ética.

Me refiero, por ejemplo, a la ambivalencia que supone establecer cierta jerarquía entre desaparecidos famosos y no tanto. Más aún cuando se trata de construir una memoria colectiva entre pares mancomunados en torno a una búsqueda común. Hace pocos días escuché a Diego Genoud decir algo significativo. Fue en el homenaje que le hicieron a su madre, Manuela Santucho, en el colegio de abogados de Morón. Mi primo recordaba con emoción el acto que organizamos en 1996, junto a decenas de nuestros hermanos y hermanas de piel, al cumplirse veinte años del asesinato de Robi. Cada año, desde entonces, se suceden las actividades en esa fecha emblemática para quienes militaron en el PRT-ERP. Pero hubo que esperar 46 años para asistir a una conmemoración específicamente dedicada a la Nenita, porque la manera que tenemos de recordar deja en un segundo o tercer plano a un cúmulo de biografías que merecen tanto o más atención. Hay también, por supuesto, una cuestión de género en juego.

Segunda condición: no pintar a Robi como un héroe. Imaginarlo como una persona común, que fue capaz de asumir grandes responsabilidades en circunstancias excepcionales. Nuestros viejos no eran seres superiores. Cualquiera de nosotros, llegado el caso, podría (énfasis en el potencial) hacer cosas similares.

Es cierto que la carga dramática que detenta la figura heroica provoca fascinación, estimula el apetito de imitarlo. “Seremos como el Che”, rezaba cada mañana al ingresar al colegio en Cuba. Tal vez por cierto cálculo propagandístico convenga presentarlo como a un superhombre de la revolución. Al fin y al cabo, vivimos en una época donde cualquier tentativa de trascendencia termina siendo ridiculizada por una especie de cinismo impotente que apuntala la resignación. ¿No será necesario volver a creer en semidioses que reanimen el hambre de redención?

Siempre sentí un rechazo visceral, no sé por qué, a la idealización de mi papá. Obviamente habrá interpretaciones psicoanáliticas, las típicas. Pero mi experiencia personal es la de una especie de aburrimiento ante tantas historias mitificadoras. Demasiadas. Todas positivas, engrandecedoras. Se me acercó mucha gente, con esa mirada un poco religiosa de quien busca en mí el aura de él, a contarme anécdotas, vivencias, a trasmitirme la admiración que tuvieron por “el Comandante”. Una vez pensé en anotar en un cuaderno cada referencia que me confiaban, con la ilusión de completar el rompecabezas de su vida estallada, pero creo que nunca lo hice porque me di cuenta de que la mayoría fabulaba. O le ponían demasiado color.

La beatificación del luchador

Estoy convencido de que Robi fue un tipazo y lo admiro profundamente, pero tiendo a pensar que ese sentimiento de negación que me surge es muy sensato. Tal vez haya algún tipo de complejo de inferioridad motivado por la evidencia de no poder igualarlo, fantasía que merodeaba en nuestros juegos infantiles. Pero al mismo tiempo se trata de humanizar al símbolo, bajarlo del pedestal para tocarlo con las manos. Si tan extraordinario fue, entonces quién podrá emularlo.

Por otra parte, en esa beatificación del luchador hay algo que no cierra. Los revolucionarios no son santos –ni demonios. Tampoco su propósito era ser víctimas. Y ninguna persona nace para mártir. Por eso el mecanismo de canonización termina siendo contraproducente. Reí mucho la primera vez que alguién me dijo San-trucho, porque un ingenioso chiste de repente delataba la banalidad del santuario. También sentí amargura cuando un día me descubrí buscando sus fallas, poniendo la lupa en sus inconsistencias, como si precisara dejarlo en evidencia. Hoy mi curiosidad centellea cuando encuentra algún relato que no tiene un sentido a priori, o que habilita una interpretación abierta.

Hace cuestión de días recabé uno de ese tenor. Me lo contó un ingeniero, especie de inventor iluminista que militó en la Federación Juvenil Comunista. En 1970 varios amigos suyos, entre ellos Carlos Olmedo, se estaban volcando a la lucha armada y él sabía que esos aventureros llevaban razón, pero creía que no tenían chances. La pelea se iba a dirimir, según sus prolijos cálculos, en el plano de la tecnología. Y quiso aportar lo suyo: venía siguiendo de cerca los esfuerzos internacionales por construir vehículos aéreos no tripulados, contaba con una empresa en el rubro, estaba convencido de que podría fabricarlos. Pero precisaba algún inversor. Entonces otro compañero, a quien también conoció en “la Fede”, organizó una cita con Santucho, que por ese entonces vivía en Córdoba. El científico agarró el auto y encaró hacía la ciudad de Tosco, pero llegó cinco minutos tarde a la reunión. Robi ya se había ido. Le mandó a decir que avanzara nomás y que cuando tuviera novedades avisara. Fueron 300 segundos los que separaron a la guerrilla guevarista de la posibilidad de contar con drones armados. ¿Y si hubiera funcionado aquel experimento?

Tercera condición: el meollo está en los detalles. El hipotético filme contará la extraordinaria fuga de Trelew y los fusilamientos posteriores. Creo que debería narrar también el viaje con Sayito por América Latina, cuando jóvenes. El entrañable nexo con Francisco René, el más enigmático de los hermanos, con quien fundó el Frente Revolucionario Indoamericano y Popular. La secuencia final en Villa Martelli. Monte Chingolo. La guerrilla rural en Tucumán. Al menos una de sus estadías en La Habana. Santucho en el Mayo Francés, y al año siguiente en el Cordobazo.

Entre tantas hazañas –quizás convenga una serie–, creo que la clave está en los matices. No en alguna escena en particular, sino en la tonalidad emotiva que se le imprima a cada imagen o acto. Develar, entre aquellas grandes cosas que hizo, el modo de ser que lo distinguió.

Hay una cualidad de su liderazgo que aparece con regularidad en el relato de quienes lo conocieron y siempre me llamó especialmente la atención. Dicen que escuchaba más de lo que hablaba, algo que parece intrascendente pero no tiene parangón en el universo de los jefes y las jefas políticas contemporáneas. Discurseaba lo justo y necesario. Y lo hacía en un tono muy peculiar, una especie de susurro que envolvía al interlocutor y concentraba un altísimo poder de convencimiento. Además Santucho seseaba. Pero lo más importante era su tonada norteña, quizás un poco misteriosa pero al mismo tiempo dulce.