Hace diez años se produjo el vergonzoso fallo en la causa por el secuestro de Marita Verón. Esta es la historia no solo de Marita sino también la de la red de encubrimiento político y judicial en la provincia de Tucumán. También la de una consecuencia inmediata, cuando la Presidenta Cristina Fernández convocó a Extraordinarias para modificar la ley de Trata. Finalmente se hizo justicia relativa. El cuerpo de Marita aún no pudo ser encontrado.

Fue como si durante diez meses hubiéramos estado mirando todos los días a un elefante, y de pronto vinie­ran tres biólogos y nos dijeran que no, que eso era una grulla. Esa sensación tuvimos el 11 de diciembre de 2012 a última hora, cuando el Tribunal Oral II de Tucumán absolvió a las trece personas acusadas de haber secuestrado y prostituido a Marita Verón. El fallo provocó tal indignación, que durante los dos días siguientes, cientos de miles de personas se lanzaron a la calle en todo el país, en repudio a la ausencia de justicia.

La consecuencia inmediata fue la convocatoria a sesiones extraordinarias por parte de la entonces Presidenta, Cristina Fernández, únicamente para aprobar el proyecto de modificación de la ley de trata que, con media sanción del Senado, acababa de perder estado parlamentario. La noma anterior, la Nº 26.364, obligaba a las víctimas mayores de 18 años a probar que no habían dado su consentimiento para ser traficadas.

Si la sentencia fue vergonzosa, el desarrollo del juicio ya había sido escandaloso, en tanto últimas puntadas de una trama de impunidad que la Policía, el Poder Judicial y el poder político de Tucumán y de La Rioja comenzaron a tejer desde el momento mismo en que Susana Trimarco y Daniel Verón denunciaron la desaparición de su hija, el 3 de abril de 2002.

María de los Ángeles Verón era una joven de 23 años de clase media. Había comenzado a estudiar en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán, pero tuvo que abandonar cuando quedó embarazada de su hija, Sol Micaela. Vivía con su compañero y padre de la nena, David Catalán, en un barrio obrero cercano a la capital. Tenían decidido esperar para agrandar la familia y por eso había aceptado el ofrecimiento de una vecina enfermera, de conseguirle un turno en la Maternidad, para la colocación de un DIU. Hacia allí se dirigía, desde la casa de su madre, cuando fue secuestrada.

Lo poco que consiguieron averiguar sus familiares y sus amigas fue por sus propias indagaciones, ya que la Policía no hizo más que desviar la investigación y plantar pistas falsas. Recién unos meses después, con la intervención de Jorge Tobar, un comisario de Bomberos amigo de Daniel Verón, pudieron saber que había sido raptada por una red de trata sexual y llevada a prostíbulos de La Rioja. Marita no pudo ser hallada a causa de la complicidad del poder político de Tucumán –que protegió a Rubén la Chancha Ale y a su pareja de entonces, María Jesús Rivero, cabezas de la red prostituyente en esa provincia–, y de funcionarios judiciales tucumanos y de La Rioja.

Tómense su tiempo, señorías

Aun así, en noviembre de 2004 una nueva fiscala pidió que se juzgara a diez de los 25 imputados e imputadas. Tras la apelación de la querella, la causa fue elevada a juicio en marzo de 2005 por trece personas: cuatro de Tucumán –María Jesús Rivero y su hermano Víctor, acusado de ser el autor material del rapto–, Daniela Milhein y su entonces pareja, Alejandro González –por haber mantenido a Marita cautiva y drogada en su casa; y nueve de La Rioja: Irma Lidia Liliana Medina, jefa de la red; sus hijos mellizos José Fernando el Chenga Gómez y Gonzalo José el Chenguita Gómez –los tres, dueños de otros tantos prostíbulos–, y mujeres y hombres que trabajaban en ellos, incluido un entonces policía.

Susana Trimarco con Rosita Roisinblit y Taty Almeyda

Las demoras prosiguieron: el tribunal se tomó dos años y cinco meses para fijar la fecha del juicio, con lo que dio a Medina y, sobre todo, a María Jesús Rivero y a Ale, el tiempo suficiente para poner sus bienes a nombre de testaferros. Las audiencias comenzaron tres meses después, el 8 de febrero de 2013, pocas semanas antes de que se cumplieran diez años del secuestro de Marita. Y desde el primer minuto el tribunal fue tejiendo la trama de protección para salvar a los integrantes del clan Ale.

Mejor dicho, desde antes del inicio. Ninguno de los jueces –Alberto Piedrabuena, Emilio Herrera Molina y Eduardo Romero Lascano–, ni del resto del personal del tribunal concurrió a las capacitaciones sobre violencia de género y trata brindadas los días anteriores por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Tampoco lo hicieron los fiscales Manuel López Rougès, octogenario y sordo, ni su adjunto Carlos Sale, sin experiencia en juicios orales, una carencia que compartía con el juez Romero Lascano.

Salvo la apertura del juicio, los alegatos y la sentencia, los magistrados no permitieron filmar ni grabar las audiencias –ni siquiera para su propia consulta–, ni tampoco contrataron taquígrafos, de manera de no dejar registro de eventuales incriminaciones. La redacción de las actas, tomada manualmente, resultó confusa y no reflejó las declaraciones, en gran medida por culpa de los abogados defensores, quienes chicanearon de manera incansable para impedir que quedara constancia de testimonios perjudiciales para sus clientes. Se llegó al absurdo de que el tribunal prohibiera a las partes pronunciar la palabra prostíbulo… que sí fue mencionada numerosas veces en la mayoría de los testimonios.

Esas chicanas se convirtieron en una estrategia encarnizada para acosar, amedrentar, humillar y maltratar de todas las maneras posibles a las testigos que también habían sido víctimas de trata y habían estado con Marita. Esas mujeres, que habían permanecido en penumbras en los prostíbulos, sin ver jamás la luz del sol, violadas, golpeadas, drogadas, alcoholizadas, sin poder comunicarse entre ellas –en las peores condiciones como para percibir y memorizar detalles del entorno–, cuando fueron liberadas y pudieron escapar de ese infierno, habían hecho lo imposible por olvidarse de lo sufrido; y nueve o diez años después, fueron compelidas a recordarlo, y a hacerlo con una minuciosidad extrema. El tribunal no sólo no propició las condiciones adecuadas para que pudieran contar lo que recordaban, sino que también las obligó a declarar a un par de metros de sus secuestradores y explotadoras. Jamás frenó la brutal revictimización que sufrieron, casi siempre a lo largo de dos o tres días, lo que provocó que la mayoría se descompensaran después de la primera jornada, incluso con necesidad de alguna hospitalización.

La Chancha, el Mono y otros Ales

Aun así, las y los testigos, al igual que los pocos policías honestos que condujeron la investigación aportaron abundantes pruebas contra las trece personas acusadas. Desde el principio había quedado clara la voluntad de los jueces de absolver a María Jesús y Víctor Rivero, porque una condena los obligaría a ordenar la investigación de La Chancha Ale; pero cuando las testigos ubicaron a la mujer y a Ale también en La Rioja, junto con Liliana Medina, “se vieron en la necesidad” de extender el beneficio a las trece personas juzgadas.

El fallo, de pésima redacción, es un compendio de recortes, mentiras, omisiones, incoherencias y, sobre todo, contradicciones. Los jueces afirmaron que sí, que esas trece personas conformaban una red de trata, y que las testigos habían sido sus víctimas, pero a esas mujeres no les creyeron que hubieran estado con Marita Verón.

Como era de esperarse la querella apeló la sentencia, al recurrir en casación por once absoluciones, y dejó afuera a los Rivero por considerar que las constancias en actas no bastaban para revertir el fallo. En paralelo, la conducta del tribunal motivó un pedido de juicio político por parte de legisladores oficialistas. Herrera Molina consiguió jubilarse antes, por razones de salud; Romero Lascano presentó ante la Corte provincial una declaración de inconstitucionalidad del Jurado de Enjuiciamiento, a la que adhirió Piedrabuena. El 4 de abril de 2013, la Corte –una Corte ad hoc, formada por camaristas– hizo lugar y congeló el proceso de destitución; en decisión salomónica, habilitó el recurso de casación.

Marita Verón

El 8 de abril de 2014, la Corte –esta vez con sus titulares– firmó diez condenas: José Fernando “Chenga” Gómez y Gonzalo “Chenguita” Gómez (22 años); Daniela Milhein y Andrés Alejandro González (18 años); Carlos Alberto Luna y Domingo Pascual Andrada (17 años); María Azucena Márquez (15 años); Humberto Juan Derobertis (12 años), y Mariana Natalia Bustos y Cynthia Paola Gaitán (10 años); a la fecha, todas y todos se encuentran cumpliendo su condena. Lidia Irma Medina había muerto de un infarto el 25 de febrero de 2013, tras ser trasladada desde la cárcel, donde estaba con prisión preventiva en una causa por narcotráfico.

En cuanto al clan Ale, la Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos (Procelac) y la Unidad de Investigaciones Financieras (UIF) llevaron a la justicia federal una denuncia que Susana Trimarco había radicado en esta última mucho antes del juicio, pidiendo investigar al clan Ale por lavado de activos. El juicio se inició en diciembre de 2016 contra dieciséis personas, incluidos La Chancha y El Mono Ale, sus parejas y ex parejas –entre ellas, María Jesús Rivero– y otros cómplices. Un año después, los Ale fueron condenados a 10 años de cárcel, la Rivero a 6, y el resto recibió penas de 3 a 7 años, menos tres imputados que fueron absueltos. Uno de ellos, Robertodo Dilascio, ex pareja de Rivero, también fue finalmente condenado cuando la UIF recurrió en casación.

En cuanto a Marita, su búsqueda no ha cesado. Con ese objetivo su madre creó en 2008 la Fundación María de los Ángeles Verón, que desde entonces tiene una activa participación en el rescate y acompañamiento de víctimas de trata, de explotación sexual y de violencia de género. En estos diez años hubo allanamientos y excavaciones en algunas provincias, sin resultado positivo. Hasta ahora, ninguna de las personas condenadas ha revelado qué hicieron con la joven.