En los programas opositores predomina un marketing del desastre. Lo que pasa abona esta perspectiva, pero el riesgo que esta reiteración de lo mal que esté todo termine generando depresión e impotencia. Algunos modos de salir de la melancolía.
Hubo una parte del periodismo televisivo que, con la llegada de Macri al poder, debió aprender el modo de la denuncia, pero ya no, al menos al principio, en términos de acusaciones de corrupción, como fue la modalidad de los medios opositores al kirchnerismo, sino trazando el mapa de una realidad social que empezaba a darse vuelta como una media y tomando rumbos tan ruinosos como acelerados.
La ventaja de las denuncias por corrupción es su posibilidad de generar espectáculo: las bóvedas de Lázaro Báez según Lanata, la gente contando plata en La Rosadita, Florencia Kirchner ante los dólares de su caja de seguridad. Para decirlo de otro modo, la corrupción, al menos en su versión televisiva, se puede ver. Esto en parte explica la no utilización a fondo (el desperdicio, podría decirse) del episodio de José López y sus bolsos voladores. ¿Cómo juntar imágenes que permitieran contarlo? ¿Una reconstrucción? No daba para mucho. Por otra parte, lo de López era caso cerrado y pese a todos sus aditamentos –bolsos, conventos, una abogada bailando en lo de Tinelli, el preso paseándose desnudo por su celda gritando el nombre de Alperovich- no estaba en condiciones de generar relato, lo que si ocurre con Báez a quien se le puede ir descubriendo cada tanto una nueva cuenta en Suiza o alguna propiedad no declarada, cosas que se pueden ver. De todos modos, pareciera que esa forma de armar un espectáculo periodístico está pasando por una crisis, basta ver el programa de Lanata, quien fue el faro de esta forma visible de la denuncia, con su conductor hablando por Skype con Lagarde, corriéndose a Nueva York para entrevistar a Woody Allen o batiendo el récord de ajases por minutos durante la entrevista (sic) a Macri. Los motivos de esa decadencia del arte de denunciar por la tele pueden tener que ver con cierto agotamiento de la fórmula “se afanaron todo” y con una dinámica propia de la denuncia que no puede darse siempre en tiempo pasado y que precisa de atacar al poder, aunque sea en sus aspectos más secundarios (en algo de esto anda Clarín por estos días cuando elije la política de comunicación de Cambiemos como eje casi absoluto de sus críticas ).
Las denuncias por corrupción contra Macri por los Panamá Papers no tuvieron demasiada repercusión seguramente debido a que acababa de asumir y tenía el crédito de los primeros meses pero también porque en definitiva forma parte del modus operandi del capitalismo en todo el mundo, donde empresarios, gobernantes, gente rica de toda laya lleva sus dineros a los paraísos fiscales para ponerlos a resguardo de la voracidad impositiva de sus países de origen. Si era corrupción, lo era de un nuevo tipo, ya no un desvío de la ley (como una coima) sino parte constitutiva de esa ley. Para decirlo de otro modo, lo corrupto no son las personas sino el sistema. Algo bastante más abstracto y difícil de televisar.
Las opciones elegidas en la tele para esta nueva oposición fueron básicamente de dos tipos: por un lado, discursivo, cuya forma predominante es el monólogo, que de alguna manera inauguró Roberto Navarro cuando estaba en la tele. Una voz solitaria que cuenta las cosas como se supone que son. La otra pata de lo discursivo es un recurso muy televisivo, el slogan, repetido hasta el cansancio: “Te están tomando por boludo”, de Navarro, adjudicarse la representación de “La realidad” en el caso de Gustavo Sylvestre. Aunque con distintas entonaciones, los monólogos coinciden en mostrar una realidad desastrosa, en la que las cosas se vienen irremediablemente a pique. Todo refrendado con el otro recurso, el testimonio de los damnificados. Se dice y se demuestra. Se muestra el efecto de aquello que se denuncia en la vida de las personas. Así pasan por los programas gente que se quedó sin laburo, comerciantes que cierran sus locales, pequeños empresarios al borde de la quiebra cuando ya no quebrados.
Lo que me vengo preguntando es hasta qué punto esta modalidad de la denuncia, sistémica, generalmente machacante, donde casi no hay debates puesto que todos los panelistas están de acuerdo en que esto es un desastre que no puede sino empeorar, no lleva a la depresión cuando no a la desesperación. Si, a diferencia de las denuncias antikirchneristas que generan indignación y en cierto sentido un revanchismo triunfalista en cada fallo judicial, en este caso el resultado sea una sensación de impotencia entre otras cosas porque ya no son las personas las que están en entredicho sino que se cuestiona un modo de la política y la economía, lo cual es menos pasible de virar en imágenes.
Y me sigo preguntando si frente a esa dificultad no hay otros caminos que no sean la indignación impotente de los conductores, cuya impotencia tal vez compartan sus espectadores. Una pista puede encontrarse en la historia de esos programas. En El Destape estaba el personaje de El Cadete –interpretado por Pedro Rosemblat- y no faltaba gente que dijera que se bancaba a Navarro hasta que apareciera el casco de la moto y empezara el desfile de whatsapp truchos entre los miembros del gabinete macrista. Nada de eso queda ahora porque se prefiere la omnipresencia de la desgracia, que tiene su cara cultural pero también mediática. Hay una zona de la cultura para la cual la alegría tiene mucho de frivolidad que se resumiría en una especie de apotegma que dice “no sé de qué te reís con todo lo que está pasando”. También se sostiene en la convicción de que si alguien es pobre su vida es una monocorde desdicha. Para muestra, la canción “Mama Angustias”, compuesta por Víctor Heredia. Es sólo un ejemplo, pero podrían multiplicarse las referencias.
Desde el punto de vista mediático, la desgracia garpa. Cuando se producen esos eternos cortes de luz, las cámaras no van a Edenor o a Edesur a interrogar a los responsables. Ni siquiera buscan a las improbables cuadrillas que pudieran estar tratando de reparar los desperfectos. No, todos los micrófonos se ponen “a disposición de la gente” para que cuente que se está quedando sin agua mientras se le pudre la comida en la heladera. La labor mediática hace una especie de marketing de la penuria. Eso sí, ajena, porque la gente que no tiene luz no puede ver la tele.
Lo que hacía el humor era meter una cuña en ese panorama. Se burlaba del poder, lo mostraba como frágil y le restaba, al menos por un rato, algo de peso. De hecho, el hit del verano fue una contraseña opositora en clave de humor que se cantaba más que nada con alegría. En ese espacio se da pelea.
Pero no es el único, hay muchas zonas de la sociedad que resisten y a los que las cámaras no visitan: fábricas recuperadas, movimientos como La Garganta Poderosa, cooperativas armadas a pulmón, redes de contención social. Movimientos espontáneos que la tele no sabe cómo contar y tampoco se preocupa mucho por hacerlo. Lugares donde no hay tiempo para la melancolía porque hay otras urgencias.
Estas son solo algunas ideas que aspiran a ser discutidas. Preguntar y preguntarse también puede ser un antídoto contra el desánimo.