Los vínculos de Santoro con el mundo de los espías no es algo nuevo en el periodismo. Una modalidad que incluso llegó a tener un medio propio que, en tiempos de Alfonsín, vendía con éxito informaciones falsas,y armaba operaciones, todo en un estilo sensacionalista que marcó un uso industrial de las fake news.

El jueves 3 de octubre de 1986 apareció en Buenos Aires el primer número del semanario El Informador Público. Su título de tapa preanunciaba un estilo y una temática que se volverían características: “En informes secretos, el gobierno teme que la extrema izquierda opte por el terrorismo”.

Dirigido por Jesús Iglesias Rouco, en la redacción se encontraban entre otros Manfred Schönfeld, Jorge Boimvaser, César Magrini, Aldo Cammarotta, Rubén Aguiar, Facundo Marull y Luis María Castellanos. Más adelante se incorporaron Jorge Asís -como “editor itinerante”-, Guillermo Cherashny, Gabriela Tarraubella y Carlos Tórtora, que en los años de la dictadura había editado el boletín Fuente reservada.

El semanario perseguía “un ideal de periodismo de denuncia”, se proponía “informar acerca de lo que sucede “detrás de los cortinados” de la política vernácula”, según afirmó Boimvaser en el libro Historia secreta de El Informador Público.

Iglesias Rouco, español, había llegado a Buenos Aires en 1981, despedido de El País de Madrid por plagiar artículos de diarios norteamericanos. En el ambiente periodístico porteño circulaba una versión de la despedida que le había dedicado el director del diario, Juan Luis Cebrián:

-Ahora va a tener que escribir como columnista en algún diario de Uganda -le habría dicho-. No volverá a pisar ninguna redacción de Europa.

Pero Iglesias Rouco consiguió un destino más amable. En Buenos Aires, a través del diario La Prensa, superó el Index en al que lo había condenado el director de El País y renació como un analista político que manejaba información exclusiva y secreta y ponía en zozobra a los gobiernos con revelaciones escabrosas.

Jorge Daniel Boimvaser era su colaborador más cercano en el diario que dirigía Máximo Gainza Paz.

Se habían conocido en 1984, cuando Boimvaser estaba acreditado en el Congreso Nacional como periodista de Radio Antártida (más tarde Radio América):

-Había dos lugares donde la gente derivaba información en ese momento: la Fiscalía de Investigaciones Administrativas, del fiscal Ricardo Molinas, y la oficina de Iglesias Rouco, el columnista estrella de La Prensa -recuerda Boimvaser-. Le daban paquetes de información, en forma anónima o personal, y necesitaba alguien que procesara todo eso. “Lo que tiene que hacer es pasar en limpio y decirme qué sirve y qué no sirve -me dijo-. Los argentinos escriben con los muñones. Y aquella cosa que tiene dudas salga a la calle y vaya a investigarla”.

Los interlocutores privilegiados de Iglesias Rouco, según Boimvaser, eran José María Menéndez, “que fue el lobista de Bunge y Born y el cajero de la Operación Mellizas (como se conoció al secuestro de los hermanos Jorge y Juan Born, por Montoneros), el empresario José Cartellone y el analista Rosendo Fraga, vinculado con el Ejército: “Había tanta información que él hacía una nota por día, de lunes a sábados. La resaca me la dejaba para que la desarrollara yo y la pudiera firmar”.

Boimvaser se presenta como “el último dinosaurio de una generación de periodistas que no se cuidaban mucho, borrachines pero apasionados: lo que nos desvivía era tener todos los días una información nueva”. Dice que perteneció al PRT-ERP en los años 70 y fue delegado en La Opinión, y cuenta anécdotas de difícil verificación, que lo muestran como un militante de izquierda, en trato íntimo durante aquella época con María Victoria Walsh -la hija de Rodolfo Walsh-, Enrique Raab y José Maria Pasquini Durán, entre otras figuras de la izquierda y el periodismo. Podría decirse que su espíritu es el del cambalache, en el sentido de mezclarse con figuras prestigiosas, legitimarse a sí mismo por su presunto contacto con esos personajes y al mismo tiempo rebajarlos mediante equívocos y supuestas intimidades, para finalmente encontrarse en el mismo lodo todos manoseados.

En contraste con ese currículum, Boimvaser fue definido como “un periodista largamente vinculado a los servicios de inteligencia” en una publicación de Seprin, portal de noticias asociado precisamente a ese oscuro sector de la política. Pero nada lo enoja tanto como un pasaje del libro El jefe, donde Gabriela Cerrutti cuenta que durante la campaña electoral de 1989,  Carlos Menem se hacía llevar El Informador Público “editado por Luis María Castellanos, Víctor Lapegna y Jorge Boimvaser”, a los que señala como colaboradores de Massera. “Yo ni siquiera trabajé en los proyectos de Massera, vengo del PRT -se queja Boimvaser-. Cuando asomé la cabeza los primeros medios donde pude trabajar fueron en las revistas 10 y Libre, gracias a Edgardo Martolio”.

Quizá la clave se encuentra en un personaje de ficción con el que Boimvaser se identifica: Roger “Verbal” Kint, el estafador que interpreta Kevin Spacey en la película Los sospechosos de siempre: “cuando la vi me dije ‘este soy yo’ ”. Específicamente un rasgo: “cuando lo detienen -destaca-, empieza a contar historias y embauca al detective, que se creía más inteligente pero no sabía que el otro no era un buchón”.

Boimvaser asegura que se encontró en esa situación cuando fue detenido después del golpe de 1976 y enfrentó el interrogatorio de un comisario, al que despistó con uno de sus cuentos para que no lo entregaran a la represión ilegal. Pero el arte de engañar con historias atractivas también puede aplicarse a los criterios de edición de El Informador Público.

-Ahí me di cuenta quién es la gente que maneja información -dice-. Supe qué era instalar un rumor, cómo se hacía. En las oficinas de inteligencia del Ejército y de la Marina circulaba todas las mañanas una cantidad de personajes que después visitaban a los periodistas y nos daban información. Cuando nos juntábamos nadie decía la fuente pero todos teníamos los mismos datos. Uno de los que corría con eso era Carlos Tórtora, por la Marina. No Castellanos.

En Historia secreta…, Boimvaser describió las actividades de un grupo conformado por periodistas y agentes de inteligencia que funcionaba dentro de la SIDE “como un pequeño laboratorio” de rumores y operaciones de prensa y testeaba la disponibilidad de los medios gráficos a hacer correr esas versiones. El Informador Público era el medio más receptivo, aunque también El Periodista de Buenos Aires se mostraba sensible ante los rumores de golpes de Estado, renuncias en el gabinete de Alfonsín y cualquier anzuelo que adelantara conmociones políticas. La actividad de ese laboratorio tenía como antecedente un grupo creado por la SIDE después del golpe de 1976, que incluyó a seis periodistas. Boimvaser identificó como integrante de ese grupo a Alfredo Olivera, ligado al general Viola, director de la revista Discusión e instigador, según su testimonio, de la desaparición de la periodista Diana Guerrero.

Jesús Iglesias Rouco

Boimvaser definió a Tórtora en su libro como “amigo de Camps, de Aníbal Gordon y de otros personajes de la represión”, y dijo que coordinaba con Patricio Camps -hijo del genocida- “una cueva de acción psicológica” a metros de la redacción de El Informador, ubicada en Uruguay 252.

Tórtora, en cambio, reivindica sus orígenes políticos en un sector del peronismo.

-Yo llego al Informador desde grupos de derecha, ortodoxos, ligados con el sindicalismo de Rucci -dice en su oficina del microcentro porteño.

Según Boimvaser, además de la estructura específica de la SIDE, en la segunda mitad de los 80 había otras usinas de rumores y operaciones periodísticas: para comenzar, “los servicios de inteligencia podían traer cualquier cosa”; luego, un sector policial “al que le decían la banda de Nosiglia”, el ministro de Interior de Alfonsín: “yo los conocía y me daban la información porque sabían que yo no chantajeaba”; otro más, relacionado con un grupo del peronismo.

Bajo la dirección de Iglesias Rouco, que manejaba los principales contactos políticos y sobre todo las relaciones con empresarios que financiaban bajo cuerda la publicación, el semanario se ordenó con la designación de tres editores: Castellanos, Boimvaser y una nueva incorporación, Víctor Lapegna.

-Iglesias Rouco era incapaz de editar nada, de establecer un cierre, de  tomar medidas de notas, de coordinar con la imprenta -recuerda Lapegna-. Todo lo que implicaba una publicación impresa era para él como manejar una planta nuclear. Yo lo conocía de antes, de la etapa en France-Presse, tenía un buen trato personal con él.

La idea del semanario, dice Boimvaser, no fue de Iglesias Rouco sino de un grupo de empresarios y lobbistas, entre los que se había encontrado José María Menéndez. No pondrían publicidad -la idea, por otra parte, excluía los anuncios en procura de publicar “solamente información pesada, precisa y bien escrita”- pero harían aportes para sostener el proyecto.

El Informador Público pareció capaz de sostenerse por sí mismo. Según Lapegna, llegó a vender 60 mil ejemplares durante el primer alzamiento carapintada, en abril de 1987.

Sin embargo, las fricciones entre el director y los editores eran constantes y tenían diversos motivos. Para empezar, los periodísticos: Iglesias Rouco prefería los titulares apocalípticos en la portada, que anunciaban insurrecciones armadas, resurgimientos de la guerrilla, golpes militares y otras calamidades que nunca se producían: “Nunca habíamos podido conseguir, cuando estaban Lapegna y Castellanos, que modificase esa conducta de dramatizar inútilmente la cabeza de la tapa”, escribió Boimvaser en su libro.

No obstante, ese era el principal recurso del manual de estilo no explícito del semanario, su marca de agua, y se lo puede encontrar también en artículos firmados por Castellanos. “El gobierno temió choques armados entre civiles y militares”, tituló para una nota sobre la cobertura del alzamiento carapintada, en el número 31, del 30 de abril de 1987.

El ambiente de trabajo tampoco era el mejor:

-Rouco te trataba mal al punto que casi te obligaba a que le pegues una trompada -dice Boimvaser-. Y cuando Víctor Aguiar, el jefe de composición y armado, lo agarró efectivamente a las trompadas, lo terminó ascendiendo

El problema no se planteó estrictamente con las primicias que no se concretaban o quedaban envueltas en nuevos anticipos, como si la información no fuera más que un espejismo, sino en los reclamos legales que empezó a enfrentar El Informador.

-A la noche, cuando ya se habían ido todos, volvíamos con Castellanos a la redacción -cuenta Boimvaser-. Un día antes de que fuera el material a imprenta, veíamos el crudo de lo que iba a salir publicado y lo corregíamos para evitar juicios.

Por otro lado, el director de El Informador Público no pagaba buenos sueldos. Castellanos habría expresado ese malestar, según un diálogo registrado por Historia secreta…:

-No podemos vivir underground toda la vida, ser los parias del periodismo, cuando para colmo nosotros ponemos la cabeza y la guita se la lleva el gallego -habría dicho.

El conflicto, en realidad, expresaba una diferencia entre los periodistas profesionales que tomaban a El Informador como un medio de vida y los periodistas u operadores que encontraban en el semanario una plataforma de acción y en consecuencia relegaban los reclamos salariales.

Carlos Tórtora admite que “El Informador nunca pagó bien”, pero sostiene que los redactores podían tomarse, a cambio, algunas libertades.

-Se pagaba poco y cada uno tenía su propio armado económico en base a lo que hacía periodísticamente. Pero no lo tenía con el medio, lo tenía con otros, era asesor de un diputado, por ejemplo. Lo normal era que viviera de otro ingreso. Lo que El Informador daba era la posibilidad de escribir con libertad y de trabajar un poco para un sector. Bueno, eso lo hace todo el mundo en los diarios, o por lo menos mucha gente en los medios importantes. Ahí era más explícito, a lo mejor en los diarios tradicionales se esconde más.

Tórtora específica que Castellanos “trabajaba para la línea de Luis Barrionuevo”, el secretario general del sindicato gastronómico, “ocasionalmente también para otros sectores del peronismo, y hacía cosas sueltas, campañas electorales por ejemplo”.

Boimvaser agrega otra especialidad a los rebusques periodísticos: la extorsión.

-¿Sabés los libros que se hicieron sobre Amalita Fortabat y que ella compró para que no los editaran? -pregunta-. Se hacía uno por año, era un clásico. Si caías en eso, después era difícil recuperarse. Los medios no pagaban bien y entonces algunos periodistas chantajeaban.

 

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