Hace tiempo que se ha abandonado la sutileza y el equilibrio a la hora de informar. Abundan datos improbados e improbables y  la adjetivación denigratoria es una plaga. Pese a esto, hay mucha gente que se prende en esta lógica y consume los medios como si siempre hablaran en serio. Una práctica aprendida en otros ámbitos.

La Cámpora, Quebracho y la Tupac, detrás del piquete y los piedrazos”, tituló Clarín para referirse a la represión en la 9 de julio. Es de los títulos más burdos en una larga e ingeniosa lista de titulares burdos con que el gran diario argentino engalana casi cotidianamente su periodismo de guerra. En la lista de supervillanos sólo faltaban el profesor Moriarty –el archienemigo de Sherlock Holmes- y la novia de Frankenstein que era aún más mala que el propio Boris Karloff.

Los títulos de Clarín, los dichos de Eduardo Feinmann, los traspiés lógico-lingüísticos de Alejandro Fantino no es que rocen lo burdo,  lo son de la manera más plena posible y, podría decirse, casi feliz, que disfrutan de hacer cosas burdas. Queda claro que lo hacen con mala intención y que están convencidos de que  la verdad no debería de modo alguno interponerse en la realización acabada de esa mala intención. Y así terminan por formar parte de la deriva de una parte del periodismo argentino: de la manipulación  de la información a su malversación. Cuando se manipula, algo que es permanente en el oficio, se elige entre informaciones disponibles y se las acomoda de acuerdo al sentido general que quiere adjudicarse a lo que se dice o se escribe. Un ejemplo un tanto antiguo, como para no herir susceptibilidades. Felipe González visitaba la Argentina luego de dejar el gobierno. Según Página/12, para quien el español era alguien  del palo, recibíamos a un personaje  que llegaba con la experiencia de más de diez años en el poder, mientras que La Nación –que miraba a Felipillo con desconfianza- subrayaba que venía  al país luego de su derrota con José María Aznar. Para unos llegaba un estadista, para los otros un loser. Pero ninguno de los dos mentía. Acomodaba los datos a lo que suponían era la perspectiva  de sus lectores sobre el español. Puede hasta celebrarse la astucia en el uso de datos probadamente ciertos.

Malversar viene a ser otra cosa y en ámbitos no protegidos por la invocada libertad de expresión (que en esos casos son libertad de presión) puede llegar a ser un delito. Cualquiera tiene derecho a criar sus hijos como mejor le parezca pero someterlos castigos corporales está penado por ley. Los hechos vienen a ser los hijos abusados de estas formas de periodismo.

Pero, diría Galileo, la cosa funciona y en algunos casos muy bien. Alguien podría sostener que este artículo trata sobre el meneado tema de la posverdad. Algo tiene que ver, pero lo que pasa parece ser otra cosa. En la posverdad el receptor reduce su incredulidad a cero, se entrega a la información que recibe sin prestar demasiada atención a la fuente de la que proviene, ni siquiera a la verosimilitud o no de lo que lee o escucha. Es una variante en lenguaje sociológico del antiguo “se dice”, donde la forma impersonal esconde la indiferencia por la fuente y un olímpico desinterés por  confirmar o no si eso que se dice es cierto. El presidente que, seguramente para desesperación de Durán Barba, es bastante arcaico, suele incurrir en esta aceptación sin reservas de la vox populi. Como cuando sostuvo que Milagro Sala debía estar presa porque mucha gente creía que era culpable.

De lo que se trata aquí es de indagar por qué lo burdo, lo desembozadamente armado,  funciona cuando se trata de  información pública  mientras que  en los temas cotidianos se suele desconfiar de lo que dicen parientes y amigos.  No es que se apoyen en la autoridad que se adjudica a  un medio  o a un periodista, aunque haya algo de eso y muchos medios trabajan (el caso de TN es flagrante en este sentido) esa idea de que de este lado y del otro de la pantalla somos todos más o menos lo mismo. Vos prendés y apagás y Lapegüe te mira y vos mirás a Lapegüe mientras te mira.

Hay algo, esto es apenas un acercamiento y aspira a entrar en debate, que va más allá de los intereses económicos y políticos. Uno podría decirle a Julio Blanck que se puede ser antikirhnerista sin necesidad de ser burdo.

Salgamos un rato de la política y vayamos al espectáculo que es otro ámbito, aunque los dos sean parientes cercanos. Un poco de retrospección. Alguna vez Tinelli abrió su programa a la realidad exterior (desde los reporteros a las cámaras ocultas), hoy su programa es una realidad cerrada sobre sí misma, al punto que hay programas dedicados a comentar lo que sucede en el Bailando. Clarín y La Nación (y hasta el opositor C5N) informan de salvados y eliminados, además de dar pormenores de altercados y romances entre participantes y jurados. Alguna vez Mirtha invitaba a Les Luthiers, ahora las mesazas se llenan de vedettes de segunda línea que han accedido a sus quince segundos de fama sacándose una selfie en bolas para colgarla en Instagram.

Alguna vez Olmedo se burlaba de Stanislavski y Grotowski, pero sabía de su existencia y los incorporaba a su mundo. Y tenía un personaje que se llamaba Borges. Porcel hizo una parodia (muy espantosa por cierto) de Otelo, pero aun de esa manera bizarra se relacionaba con Shakespeare.

Había una relación, aunque fuera conflictiva, con otros universos. Hoy los medios giran sobre sí mismos –seguramente porque han perdido en parte su razón de ser como tales. No pueden abrirse a otros mundos y no quieren dialogar con ellos, del mismo modo que Macri no dialoga con la oposición.

Si había un sitio con espacio para ciertas fisuras en el mundo de los medios, ese fue la Televisión Pública. Y ahí había un programa que mantenía un diálogo permanente con otros mundos, diálogo muchas veces complejo y contradictorio. El programa era Peter Capusotto y sus videos. Que no siempre disfrutó de  una estadía pacífica en la TVP. De hecho, el panel de 6-7-8 armó una especie de jury de enjuiciamiento para Bombita Rodríguez cuando recién apareció el personaje. Cuando asumió Lombardi, la TV Pública comenzó a dejar  de ser una zona hospitalaria, porque dejó de soportar las fisuras. Y ya no hubo lugar para Capusotto. Pasó a ser impensada su presencia en un lugar que aspira a ser un canal como cual quier otro y que se permite unos manchoncitos de cultura para que se vea que es estatal.

Volvamos a lo burdo. Se podría pensar que los supervillanos de Clarín ponen en letras de molde y en negrita que existen  dos mundos sin contacto alguno entre sí y a esta altura no hay ninguna posibilidad de que vuelvan a tenerlo. Los K –y todo lo que se agrupa detrás de esa letra que no se agota ni mucho menos en el kirchnerismo- son como marcianos. ¿Qué importa lo que se pueda decir sobre los marcianos?  ¿Quién podría desmentirnos? Los marcianos K de Clarín son tan ficticios como los de H. G. Wells. Pero no  importa del todo, en la pantalla la mayoría de los marcianos meten un poco de miedo aunque a veces nos riamos de ellos (de eso se ocupa el hijo de Tato, el hombre que no tiene peluca ni usa patines).
De allí a pensar no sólo que son de otro planeta sino que pertenecen a otra especie hay menos de un paso. Y no podemos dialogar con otra especie aunque compartamos el  idioma.

Tal vez esta sea una de las claves de lo burdo: que de tanto hablar del otro se lo convierte en una pieza silenciosa e inmóvil y que, pese a eso, es muy peligrosa, entre otras cosas porque no se entiende lo que dice. Es como un paradigma de consumo que han ido construyendo los medios y que mucha gente ha tomado como propio porque, entre otros motivos, lo han aprendido en otro lado. Un paradigma  que probablemente no haya empezado en lo que se conoce como periodismo. Que el mundo del entretenimiento sea el gran maestro. Por lo afecta que es una gran parte de la clase política argentina a la convivencia con las starlets locales.

Y porque las empresas periodísticas creen que el éxito es trasladable a todo ámbito sin adaptación alguna  y que hay que hablar de lo que se ve en la tele, imágenes, por otro lado, que muchas de esas propias empresas periodísticas producen.

La política aspira al éxito como aspiramos todos, o casi, el fracaso no deja de tener lo suyo. Y las empresas periodísticas son los supremos sacerdotes del éxito. Y cuando las cosas quedan en manos de esos entes tan brutales y a la vez tan abstractos, no importan ni la elaboración ni las sutilezas. Lo burdo es el atajo al éxito, dicen, y es probable que acierten en esto, al menos en parte, si vamos a rendir pleitesía a los dioses IBOPE e IVC. En una de sus novelas, el inglés Martin Amis hacía que uno de sus personajes dijera esta frase: “creen que porque tienen éxito tienen razón”. Lo cual culmina en una rara ecuación: ser burdo es garantizarse el éxito y quedarse –en una especie de juego del Estanciero mediático-con todas las escrituras de la razón.

La malversación y lo burdo son descendientes directos de una forma de capitalismo que quiere tener éxito- la forma más simbólica de la plusvalía. Y cuando lo consiguen convierten a cualquier sinrazón en razón. El otro, la verdad, la información chequeada, son jactancias de los que no tienen éxito.