La revista de Iglesias Rouco fue vocera de las rebeliones de Semana Santa al tiempo que presionaba a las empresas para poder financiarse. También fue la base para una novela de Jorge Asís, además de un espacio donde las operaciones de los servicios estaban a sus anchas.
Luis María Castellanos se preservó como un periodista profesional en la oscura redacción de El Informador Público. Según recuerda Carlos Tórtora, llevaba personalmente quejas de tipo editorial ante Jesús Iglesias Rouco, el director del semanario, y las discusiones eran frecuentes.
Jorge Boimvaser compartió con Castellanos conversaciones de otro tenor, en las que surgía “el tema de cuáles son los límites a los que debe llegar un periodista para no caer detrás de esa línea imaginaria que divide la profesión por un lado y el trabajo de preservativo inconsciente, pero preservativo al fin, de intereses que uno no siempre sabe desmenuzar, por el otro”.
-Lapegna y Castellanos escribían y editaban, eran los periodistas de mayor trayectoria -explica Tórtora-. A su vez, Iglesias Rouco era un personaje muy individualista, pero no era ningún tonto: dejaba que ellos manejaran la redacción y él controlaba la información importante. Cuando había un tema grande, se metía él directamente, desplazaba a los periodistas. No los quitaba del medio pero les hacía sentir el rigor de ser el director. En general dejaba mucha libertad, El Informador era muy, muy libre, tan libre como La Prensa, pero todavía más porque se publicaban cosas que no se publicaban en ningún lado.
El semanario se distinguió en principio de otras publicaciones del mismo tipo que la habían precedido como un medio profesional, que en principio no perseguía oscuras finalidades ni conseguía apoyo económico mediante prácticas extorsivas, como había sido el caso de Quórum, la revista dirigida por Guillermo Patricio Kelly entre 1982 y 1983.
-Esa revista era chantaje puro -dice Boimvaser-. Por ejemplo, llamaban al Banco Galicia y le decían al gerente que se habían ganado una página de publicidad. Entonces el banco pagaba para no salir en la revista.
El Informador Público no habría necesitado esas prácticas porque partió del apoyo de empresarios y lobbistas, aunque con el tiempo la línea entre el auspicio y el temor al apriete se volvería más bien borrosa.
Iglesias Rouco se preocupó además por ampliar el target del público lector. Si bien la política nacional era su eje, incluyó de modo complementario información sobre cultura, espectáculos y deportes. El semanario cubría las actividades de todas las expresiones políticas, incluyendo las de izquierda, y daba amplio espacio a las cuestiones internas de las Fuerzas Armadas, prácticamente desconocidas en el resto de la prensa.
El director del semanario quería que la izquierda tuviera una sección fija y con tal fin incorporó a Mario Daniel Gómez Cravero. Además de que podía traer otros lectores, según Boimvaser “convenía a la imagen democrática de la revista que todas las corrientes de expresión estuvieran reflejadas en sus páginas” y “constituía la posibilidad de desprenderse de la imagen de pro-servicios de inteligencia” que tenían el director y “algunos de sus escribas”, como Carlos Manfroni, autor “de los más policiales y delatores artículos periodísticos” publicados por El Informador Público, lo que era decir.
Si bien la fama como house organ de los servicios de inteligencia lo acompañó desde su primer número, El Informador Público fue también para Boimvaser un medio atípico y esa atipicidad “le permitió incidir, y que sus informaciones fueran tenidas en cuenta por los llamados hacedores de poder”.
Como ejemplo, Boimvaser reveló en Historia secreta… la campaña que hizo -por amor al arte, podía decirse, ya que no cobró por sus servicios- a favor de la elección de Alberto Albamonte como diputado nacional por la Unión de Centro Democrático con la complicidad de la burocracia sindical (Lorenzo Miguel) y el peronismo de derecha (Raúl Matera), contra el sector de Carlos Grosso.
La campaña comenzó con el artículo “¿Votará Lorenzo Miguel por Alsogaray el próximo 6 de septiembre?”, publicado en contratapa en la edición del 14 de agosto de 1987. “Aunque el título de la nota parecía ciencia-ficción, el contenido tenía la dosis de verosimilitud necesaria para hacerlo creíble”, comenta Boimvaser. Una clave de las operaciones de prensa.
Después de la elección, sin embargo, Albamonte ni siquiera lo atendió por teléfono. “Alguna vez me pregunté si íntimamente yo pensaba que había políticos distintos, que hicieran del fair play un motivo de vida -reflexionó Boimvaser en el libro-. Esa incredulidad, que me llevaba a organizar operativos secretos capaces de mover la estantería de un proceso eleccionario, finalmente se contraponía con la desilusión causada por ver una misma respuesta de desagradecimiento común a la mayoría de ellos”. Su desquite fue publicar otro artículo, en el que sugería que el flamante diputado había sido dado de baja de la Policía Federal por razones deshonrosas.
La cobertura del primer levantamiento carapintada, en la Semana Santa de 1987, representó el mayor impacto de El Informador Público en la escena política. Las relaciones con los militares eran muy fluidas, al punto que Boimvaser tituló a uno de los capítulos de su libro “Mi amigo el coronel Seineldín”. Iglesias Rouco podía jactarse por fin de una primicia plenamente confirmada: el malestar en los cuarteles, tan comentado en sus artículos, había desembocado en un movimiento organizado.
-Fue una cosa de suerte, o intuición de Rouco -comenta Carlos Tórtora-. El Informador sale en el 86 y Semana Santa se produce en el 87. Como era el único medio que tenía cuatro, cinco, seis periodistas vinculados directamente al movimiento carapintada -como periodistas- recibía una superabundancia de información que otros medios no tenían.
Castellanos, puntualiza Tórtora, “tenía buena información militar”.
En Página 12, Juan Salinas señaló la vinculación de los periodistas de El Informador con Seineldín y reavivó el pasado, bajo el título “La esperanza turca de los ex voceros de Massera”:
“Durante Semana Santa los hombres de Guardia de Hierro se abrazaban alborozados. Su jefe carismático, Alejandro “Gallego” Álvarez, siguió sin aparecer públicamente (no se deja fotografiar desde 1973) pero el ex diputado nacional Héctor Basualdo, sin necesidad de pintarse la cara, era un asiduo visitante de la Escuela de Infantería sublevada. Su colega Mario Gurioli, ataviado con una corbata con el escudo justicialista y cinturón del uniforme del Ejército, recorría los pasillos del Congreso vivando a Rico y al Ejército Nacional.
Desde esa época tratan de ganar fuerza en la interna del riquismo (…) En cierta medida lograron una especie de jefatura de prensa carapintada, al ayudar a difundir las ideas, las amenazas y la acción psicológica del grupo Rico. El medio más a mano para estos menesteres es El Informador Público en el que tres de sus editores están relacionados con Guardia de Hierro: Víctor Lapegna, Luis Castellanos y Jorge Boimvaser (…). Castellanos, amigo de la infancia de Lapegna, colabora aunque no es militante orgánico de Guardia Hierro”.
Lapegna defendía su perfil profesional: “Ni Luis ni yo teníamos amigos, teníamos fuentes militares -me dijo, en una entrevista en su casa-. Puede que Boimvaser haya sido amigo de Seineldín. Yo nunca fui amigo de Rico ni de ninguno de los carapintadas,, aunque los conocía a todos y todos eran mis fuentes. Para mí El Informador Público no era una tribuna política, como si lo fue Cambio, sino un medio, como Clarín o France-Presse en otro momento.
Castellanos retomó además la relación con algunas de sus fuentes históricas en el peronismo santafesino y el sindicalismo -Luis Rubeo, Rubén “Buscapié” Cardozo- y pareció profundizar sus vínculos con servicios de inteligencia, a los que citó como fuente en sus artículos.
La repercusión inicial del semanario acercó a otras fuentes calificadas.
-La Ucedé tenía una salida muy grande en El Informador -dice Carlos Tórtora-. María Julia Alsogaray, Adelina Dalesio, estaban detrás de la publicación. Héctor Siracusano estaba ligado a sus orígenes. Los conservadores, los sindicalistas, el grupo Saadi, también tenían su salida por El Informador.
Castellanos analizó las designaciones de los jefes militares y el creciente malestar social por el fracaso económico del alfonsinismo, las internas del radicalismo -agitada por el ascenso de Enrique “Coti” Nosiglia- y las del peronismo después de la Semana Santa de 1987. En algunos textos contribuyó a las hipótesis disparatadas que lanzaba el semanario -advirtió sobre un “peligro de balcanización en la Argentina” por el supuesto proyecto de un gobernador salteño de declarar la independencia de la provincia.
La leyenda incorporó frases y definiciones que Castellanos deslizaba en la redacción de El Informador. Jorge Asís las puso en boca de un personaje de ficción, el Petiso Aragonés, en la novela Partes de inteligencia:
-La guerra de los servicios la declaro periodísticamente inexistente. Para mí no existen guerras, ni servicios, así que menos voy a interesarme por sus internas.
Boimvaser la parafrasea –“No existe la interna entre la Marina y el Ejército, como no existen los ovnis, y si no existe yo no me meto”- y la interpreta tomando la voz de Castellanos: “no quiero saber nada porque sé que tienen poder de fuego”.
Asís agrega un conjunto de referencias que hacen visible la figura de Castellanos detrás del ficticio Aragonés: la relación con Massera, el trabajo en la revista Cambio, la denuncia en el Juicio a las Juntas Militares por integrar el staff periodístico de Massera, el rechazo creciente a su figura.
Partes de inteligencia propuso una defensa de Castellanos a través de la ficción:
Aragonés se cuidaba, un tanto inútilmente porque de todas maneras le iba mal -escribió Asís-; lo habían acostado y por un tiempo la bonanza no vendría para él, ahora apenas lo bancaban una serie de amigos que sabían que de todos era el mejor, pero se había quedado solo (subrayo, O. A.). Apareció su nombre en un testimonio como colaborador del Proyecto Massera, como tantos demócratas súbitos que ahora ponían las caras por televisión y les salió regalada. En cambio a Aragonés le costaba más, lo acosaban y lo querían pisotear como si se tratara del propio Massera: aunque solamente había trabajado en el periódico Transformación, una revista que acompañaba la alucinación del proyecto, y desde donde proporcionó changas y espacios a varios demócratas empedernidos de la actualidad, que firmaron notas en la publicación y con fotografía sonriente y todo, pero que ahora le cedían a Aragonés adjetivos injuriantes y la espalda tan condenativa como indiferente.
La primera edición de Partes de inteligencia apareció en 1987, cuando El Informador Público pasaba por su mejor momento en cuanto a ventas e impacto en la política. Otros personajes de la novela aluden también a periodistas fácilmente reconocibles: Martínez Roca, el Catalán, y el diario La Mañana sugieren al “Gallego” Iglesias Rouco y La Prensa; Saint Ettiene a Alejandro Sáez Germain, “un periodista precisamente extravagante, lector permanente de Céline (…) y bebedor infatigable hasta en horas de la mañana, que estuvo incorporado a la Legión Extranjera y fue director de Primer Plano, en su última época”.
El protagonista parece un arquetipo del periodismo de la época. Vitaca es “un frío y desapasionado analista político que utilizaba una información inquietante” y trabaja en una revista llamada Corpus, un “periodista impuro” al que no le interesa la literatura y se define como “un chatarrero de la información, es decir, compra chatarra, hierro viejo que después industrializa, o procesa”. Enfrente están “los lujosos periodistas intelectuales”, autores de novelas, reconocidos por los suplementos culturales y firmantes de declaraciones por los derechos humanos.
A través de otro personaje, ex funcionario de la dictadura, Asís cuestiona lo que podrían llamarse imposturas del progresismo:
Haber tenido alguna participación en el abominable proceso era suficiente para recibir la descalificación total, sobre todo de los súbitamente demócratas que se imponían con la patente de corso. Como si existiera una diferenciación tajante entre lo que fue el proceso y lo que era esta democracia; o mejor, como si no se tratara de la democracia del proceso (…) Pero nadie quería entender nada en la Argentina, sobre todo porque era lo más conveniente, lo recomendable entonces era agregarse a la festiva euforia e ignorar, adherir al discurso fácil y dejarse arrastrar por las grandes consignas.
Castellanos era escarnecido por mucho menos. Si ya estaba confinado en un sector desprestigiado del periodismo, en mayo de 1988 se desplazaría hacia un medio todavía más marginal. En su entrega de ese mes El Informador Público consignó su partida y la de parte de la redacción con otro rumbo:
“Acaba de aparecer una nueva revista de actualidad política y económica, Usted y la información, de orientación aparentemente peronista, editada entre otros por los señores Carlos Tórtora, Luis Castellanos, Eduardo Víctor Tuculet y Víctor Lapegna, quienes con tal motivo abandonaron hace ya tres o cuatro meses sus habituales colaboraciones en este semanario y en otros medios. Buena suerte a los nuevos editores.”
Había algo de ironía. “Aparentemente peronista”, Usted y la información tenía financiamiento de la Secretaría de Informaciones del Estado, la SIDE de Facundo Suárez, y se proponía jugar en la interna del Partido Justicialista contra Antonio Cafiero, el candidato que los radicales consideraban con mayores posibilidades que Carlos Menem de acceder a la presidencia. Una operación de inteligencia que comenzaba con un diagnóstico fallido.
La despedida de Iglesias Rouco no fue en los mejores términos, según Víctor Lapegna:
-Nos fuimos peleados, por plata. El Gallego había tomado el compromiso de repartir los ingresos con los editores, es decir Castellanos, Boimvaser y yo, y no lo hizo. Además, después que Cafiero triunfó en las elecciones de gobernador en la provincia de Buenos Aires, Iglesias Rouco, que era un gorila absoluto, sospechó que Luis y yo podíamos ser cómplices del auge del peronismo que sobrevenía en El Informador y nos pidió que nos fuéramos.
Un capítulo en la historia del periodismo argentino llegaba a su fin.
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