Explotó el affaire Stornelli-D’Alessio y quedó pegado Daniel Santoro, un periodista especializado en la difusión de materiales de dudosa procedencia y que casi nunca superan un informe de bromatología. Su caso habla de la relación entre medios y poder cuya más patente caricatura fue la entrevista de Majul a Macri.

El episodio Santoro tiene el raro mérito de revelar cierto estado del periodismo del cual da su versión más exasperada. Habla de la relación con el poder y de un trato problemático con eso que se llama verdad y que no es fácil de definir.

Se ha hablado mucho de operaciones (de hecho, La Nación publicó la declaración de Ramos Padilla con el cintillo “Los cuadernos de las coimas” cuando claramente se trata de otro tema), de blindajes, de posverdades y noticias truchas. Todo eso reúne en su persona Santoro, quien se está convirtiendo, muy a pesar suyo, en mártir de la causa “estado actual del periodismo” y frente al cual hay distintas posiciones. Por un lado, una defensa corporativa esperable como la de Clarín, que destaca de la larga exposición de Ramos Padilla en el Congreso que dijo que Santoro no estaba acusado de nada. De todas formas, no aparecen artículos con su firma en el diario. Te protegemos pero hasta ahí, te quemaste demasiado. Por el otro, el ninguneo de sus compañeros de Animales Sueltos, que uno puede suponer basado en el temor a quedar pegados. Hubo alguna soga que le tiraron, como la entrevista de Jorge Fontevecchia, que desaprovechó con  argumentos  pueriles como exceso de trabajo y sentimentalidad extrema.

Como sea, nada de lo que ocurre alrededor de Santoro es nuevo: El trato de una parte del periodismo con el mundo de los espías viene de lejos. A comienzos de la democracia se publicaba El Informador público (el título lo dice todo) que era una institucionalización de estos vínculos, que siguen hasta hoy.

Tampoco que esa información se use sin consulta a otras fuentes, dando por válido algo que se sabe proviene de fuentes por lo menos dudosas. Hace tiempo que el periodismo –o al menos una parte importante de él- viene trabajando para que la realidad se acomode, por la razón o por la fuerza, a sus deseos y a sus intereses, sobre todo. No es la primera vez que Santoro queda fuera de juego. Acusó a Máximo Kirchner y a Nilda Garré de fondos en el exterior, lo que terminó revelándose como falso. Sin embargo, aquello pasó de largo y por esa vez no pasó nada. Era parte del arsenal de acusaciones del diario contra el kirchnerismo y si non era vero era ben trovato. Un periodismo que suele moverse, como se dice en el mundo del derecho penal, por evidencias circunstanciales, no precisa de pruebas contundentes. Es más, cuando dispone de ellas, como fue el caso de los bolsos de López, le prestó una atención que fue decreciendo con el tiempo hasta desaparecer, algo que no ha sucedido con Lázaro Báez que tiene episodios recurrentes en términos de relato periodístico. Más aún, ha instalado una lógica por la cual la suma de evidencias determina culpabilidades indiscutibles y por eso cuestiona los fallos de la justicia que van en contra de este veredicto. Clamor al que se suma el oportunismo de Macri y de Bullrich que se pasan denunciando jueces en lo que suele ser un paso previo a su exoneración y envío al Consejo de la Magistratura. Otra muestra del seguidismo oficial a lo que dicen ciertos medios. Seguidismo que también se puede hallar en la reacción ante las denuncias de Ramos Padilla. Clarín fue de la burla (comparando la declaración del juez con una serie de Netflix) a la “denuncia” de una conspiración k detrás de toda la investigación. Carrió recurrió a la bufonada de fotografiarse en pijama, mientras Laura Alonso afirmó como si estuviera probado que a Nisman lo mataron y que, como no habían podido hacer lo mismo con Stornelli, lo ensuciaban y acusaban sin motivos.

Al no interesar la verdad lo que se establece es otra relación con los lectores y/o espectadores. No importa que lo que se dice sea cierto sino que coincida con esa presunción inducida por la acumulación, muchas veces forzada, de pruebas circunstanciales. Apenas un ejemplo que podrían ser miles, pero que es particularmente absurdo. Para el público de TN, Baradel es un canalla, entonces va presuroso Nicolás Wiñazki a denunciar que el dirigente docente tiene problemas con la AFIP. Algo que carece de toda relevancia (la mitad de la gente tiene problemas con la AFIP) y que nada tiene que ver con su actividad gremial. Pero en este relato, Baradel confirma con su morosidad impositiva su permanente y contumaz combate contra la educación de nuestros chicos.

Ese es el clima de los tiempos y da la sensación de que Víctor Hugo y Sylvestre, que siguen tratando de demostrar que el gobierno y los grandes medios mienten, resultan un tanto anacrónicos. Están hablando de algo que hace rato que pasó a ser secundario en el mundo que rodea a la circulación de información en la Argentina. ¿Importa tanto la verdad, sobre todo si contradice nuestras ideas previas?

Santoro de todos modos ocupaba un lugar en esta trama que lo hacía susceptible de derivar en fusible. De alguna manera, las acusaciones en su contra funcionaron, al menos por ahora, como escudo protector de la situación de Stornelli. En realidad, nunca fue una estrella sino que lo suyo fue la provisión de contenidos que eran usufructuados por otros más famosos (Fantino, Mirtha, de cuyas mesas era frecuente invitado) que pagaban el precio, sin que les pareciera excesivo, de hacer circular carne podrida. Algo que funcionó por un largo tiempo pero que ahora entró en crisis y probablemente los proveedores de esta clase de mercaderías pasen a operar en lugares menos visibles. Al igual que a D’Alessio, a Santoro lo mató el ansia de figuración.

Por otra parte, el reportaje de Majul a Macri –emitido el domingo pasado- es una muestra de cómo funcionan los que fungen de estrellas. Allí uno jugó el papel de presidente preocupado pero con las cosas claras y el otro simuló ser un periodista incisivo que no se detiene ante la primera respuesta y que pregunta “de todo”. Lindo juego que tiene al menos el mérito de ser un tanto inofensivo. Todo el mundo sabe que este tipo de entrevistas se arreglan y que las preguntas pasan por un proceso de aprobación. Un simple ejemplo, Majul no preguntó ni por el hambre ni por el continuo cierre de fuentes de trabajo sino por el tema de las tarifas en el que ya Macri es muy baqueano. También le tiró un par de centros para que cabeceara al arco de Cristina. Todo el episodio, como la posterior entrevista a Melconián, demuestra la poca destreza de Majul como entrevistador. Es chambón por dos motivos; porque quiere lucirse y nada más (no importa lo que haya dicho Macri sino que se lo haya dicho a él) y porque es imposible que un político diga frente a cámaras lo que no quiere decir y él hace como que pretende que esto está sucediendo a la vista de todos y subraya como reveladoras respuestas de lo más previsibles.

En su relación con el poder, el periodismo tarde o temprano termina jugando de partenaire. O cambiando información por favores mediáticos o buscando complicidades como Novaresio, que se trata de mostrar “amigo” preguntando sobre la vida después de la muerte o por la relación entre padres e hijos. Convertidos en parte del espectáculo, los periodistas terminan jugando el juego que más le gusta al poder: ganar visibilidades sin dar nada a cambio, al menos ante cámaras. Santoro recibió información dudosa a cambio de pasear a D’ Alessio por los canales y conseguirle espacio en Clarín. Majul entrega simulacros de agudeza a cambio de invitados top y pauta publicitaria.

El periodismo no es un oficio de santos inocentes porque trabaja con una materia muy fácil de manipular: la información, que nunca llega sin segundas intenciones. En definitiva, la distancia entre periodismos pasa por las intenciones de sus informantes. Y aquí ni Santoro ni Majul pueden aducir inocencia.

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