Segunda entrega de la saga. Padre e hijo emprenden un viaje que es un rito de pasaje a través de Los Andes. Caballos, carpas, un guía y un grupo heterogéneo de personas metidos en una aventura que queda lejos de los relatos canónicos de Billiken.

Este tramo, custodiado por los cerros Castillo y San Juan, es más bajo, está rodeado de planicie y salpicado de restos óseos de vacas, acá y allá. Blancos, limpios, brillantes, los que de noche brillan y le dan vida a la luz mala. Ocurre, cuenta Carlos, que cruzar hacienda en pie era tan, pero tan buen negocio, que aunque partieran con quinientas cabezas y llegaran con la mitad, el negocio seguía siendo muy lucrativo.

Si una vaca se lastimaba, se desbarrancaba o se agusanaba, mala suerte. No había que lamentarse ni perder tiempo tratando de levantarlas o recuperarlas. El negocio estaba en ir y venir la mayor cantidad de veces, por eso las jornadas extenuantes de quince horas, para tratar de hacer en dos o tres días lo que normalmente tarda cuatro o cinco.

Entonces, la nieve llegaba hasta el mismo pueblo, venía a fín de mayo y se retiraba en septiembre, dejando un manto verde tan parejo, tierno y nutritivo que no necesitaba de cuadros ni manejos. Los animales solos iban explorando superficies, subiendo o bajando según el mes, en busca de las mejores pasturas.

Pero nada es para siempre. Carlos señala con el brazo extendido: una ladera pelada color marrón oscura, donde años atrás había inviernos blancos y veranos verdes. Lo mismo más allá y también del otro lado. A Carlos no se lo contaron, recuerda cuando era chico y hacía el mismo viaje en compañía de su padre. Le pregunto la edad: su rostro, curtido por el viento seco y la montaña, es indescifrable. Tiene apenas cuarenta y cinco años. Fuimos niños al mismo tiempo, no hace tanto.

Así se hicieron grandes fortunas. Hasta que la aftosa impidió la exportación primero y el cambio climático modificó dramáticamente el rendimiento de las tierras. Entonces, muchas de esas grandes fortunas, que los arrieros contribuyeron a forjar pero no disfrutaron, se invirtieron después en la industria del vino, que a su vez necesitó menos trabajadores, menos calificados y peor pagos que los arrieros.

En esos últimos años setenta y primeros ochenta, el consumo de vino crecía y se sofisticaba, los argentinos dejaban atrás el “vino de mesa”, en pingüino o damajuana, para descubrir tímidamente el malbec, el cabernet y los enólogos extranjeros. Para unos, fue una reconversión, de una actividad a otra. Para otros, la ruina.

Lo que queda flotando en el aire, la pregunta que nadie sabe responder, es cuánta de aquella ganancia extraordinaria se debía al precio de la carne en Chile y cuánta al costo de flete -camiones, combustible, seguros, personal- que se ahorraban  al dejar toda la operación en manos de unos cuantos arrieros. Iban y venían prácticamente todo el año. Tal vez, si el invierno era muy crudo, dejaban de cruzar en julio. Sólo eso.

El silencio se vuelve denso, parece cargado del sufrimiento y el despojo acumulados por décadas, por esos gauchos bravos, que recorrieron esta zona hasta surcarla  y terminaron con las manos vacías o casi.

Carlos me cuenta la historia de unos arrieros, a fines de los setenta, que fueron sorprendidos por un viento blanco. Eran dieciocho, murieron todos. El viento blanco es una tormenta de nieve intensa, que se forma en poco tiempo y casi no deja margen para reaccionar, protegerse o huir. En estas altitudes, la norma es esa. Hay que cabalgar con un ojo apuntando adelante y otro al cielo, porque todo puede ocurrir en pocos minutos y lo que se juega es la vida.

-Mañana vamos a ver el altarcito que llegó a hacer el que más la peleo. Pero igual murió.

El siguiente campamento se llama Mula Muerta y se divisa desde la altura. Tiene una tapera, una estructura de troncos revestida en chapa acanalada y una manguera de riego de plástico negro con una llave que trae agua desde el arroyo. Cinco estrellas.

II

La llegada a Mula Muerta es un momento gozoso, casi festivo. El malestar de Leopoldo desapareció, es apenas un recuerdo lejano. El trayecto del día fue mucho más breve que el anterior y sobran horas de claridad para armar el campamento y descansar.

La tapera de chapa atada con alambre sobre estructura de madera tiene apenas un metro y medio de alto pero nos repara del viento, algo que deseamos desde hace casi dos días. Una manguera de riego, de plástico negro, nos trae agua del arroyo, unos cincuenta pasos más abajo. Sale tibia, por efecto de los rayos de sol. Hasta podríamos bañarnos.

“Mi” alazana se llama Loba, lo descubrí al quitarle la cabezada. Tenía su nombre escrito sobre el cuero, del lado interno. No me atrevo a decir que nos vamos haciendo amigos, pero claramente ya dejamos de ser desconocidos. Cuando la liberé, se quedó unos segundos a mi lado y hasta me frota su cabeza.

Cuando, al cabo de un par de horas, llegan las mulas de carga, Juan arma un living portátil con una mesa y unas sillas plegables. La montaña de fondo, sobre la mesa, pan casero y jamón crudo, servilletas de papel y unos vasos iguales a los copones pero sin tallo. Lo admiro: media docena de esos, en mi casa duró apenas dos meses. De no haberlos roto, hubiera sido capaz de perderlos, mientras él los sube y baja durante toda la temporada.

Juan va por un vino, pero uno de los viajeros se le adelanta. Es Gustavo,  el que tiene unas cuotapartes en un fideicomiso vitivinícola. Dice que es una botella especial -no recuerdo la etiqueta-, ideal para un momento como este. Descorcha y sirve, mientras charlan sobre enólogos y bodegas. Sacudo la copa para acelerar su oxigenación. A nuestro alrededor, Alejandro, Carlos y otro gaucho siguen con sus tareas.

-Va a tardar en airearse-, dice Juan, mirando al cielo. -Estamos a tres mil setecientos o tres mil ochocientos.

-Sentate un rato a charlar, mientras esperamos que el vino mejore-, responde Gustavo, sin sacar la nariz del copón. Hace un gesto negativo con la cabeza.

Juan se acomoda en la silla libre. Leopoldo sigue la escena de cerca, cada tanto intercambiamos miradas. Gustavo lleva la voz cantante, sus hermanos asienten con la cabeza y cada tanto meten una expresión de aprobación, un “ajá” o un “claro”.

Gustavo cuenta de sus viajes a los Alpes, a los Pirineos y a las Rocosas, en el estado de Colorado. En todos esos destinos hay refugios, son limpios y confortables, nadie rompe ni ensucia, todos cuidan. Es la clase de discurso que me pone de mal humor, lo considero simplista y conservador, además de propio del que no conoce ni la historia ni los problemas argentinos.

Pruebo el vino, más que nada por distraerme de lo que escucho. Tenemos que convivir unos días más y no me creo capaz de responder amablemente. Cuando levanto la vista, Leopoldo me sonríe, cómplice y me hace un gesto de “ojo”.

Juan responde que son tierras privadas, que estamos dentro de una estancia y gracias que los dueños nos reconocen derecho de paso pero no se puede edificar nada porque no hay derecho. Gustavo retruca que abajo había un refugio municipal, que no costaba nada hacerlo bien, en vez de esa pocilga.

La palabra pocilga queda retumbando contra el silencio de la montaña. Percibo el orgullo herido de Juan y de sus gauchos. Los otros cambian de tema, como si nada. Dicen que el vino no se oxigenó nada y que no vale la pena abrir la otra botella.

Compruebo que, a pesar de haber nacido porteño y pasar mucho tiempo en la ciudad, pienso y siento mucho más parecido a los paisanos que a los urbanitas, al menos en esto. Bajo unos pasos y me siento en una piedra con mi segundo vaso de vino, a escuchar el agua y ver cómo anochece. Al rato se acerca Leopoldo. Viene a felicitarme por no haber declarado una guerra.

Había percibido pequeñas tensiones antes, pero estaba demasiado pendiente de la salud de mi hijo para atenderlas. Ahora lo veo con claridad. Hay una grieta. Otra, cuándo no. Por mi doble condición de urbanita y aprendiz de gaucho y admirador de todo lo campero, soy el único, en esta pequeña expedición, que puede amortiguar y administrar el nivel de conflicto. Tenemos un par de días de convivencia por delante.

Cuando volvemos a la mesa, Juan ya retiró la picada y anuncia bifes a la criolla, que trae en un taper calentito. Leopoldo y yo nos servimos dos porciones abundantes. Mis compañeros de viaje dicen que no, gracias, que así están bien.

-¿Pasta no trajiste?-, pregunta un hermano de Gustavo, no reconozco cual.

-No. El menú es siempre a base de platos típicos.

-¿No te parece buena idea preguntarles a los pasajeros que quieren comer?

-El menú es siempre  base de platos típicos-, Juan da por terminado el tema, ya sin paciencia.

Escucho que la conversación deriva hacia otro tema. San Martín. “Si viviera y nos viera se suicida. O nos mata a todos”. Es más de lo que resisto. Me comunico por señas con Leopoldo: ruego permiso para intervenir. Él asiente.

-A todos, no. A los que volvieron a endeudar el país, como hizo Rivadavia entonces. A ésos seguro.

Silencio. Espeso. Leopoldo se acerca y me pellizca al pasar. Capto el mensaje y me paro para no romper el silencio. Me llevo mi vaso de vino. Agrego “buenas noches”, en un tono especialmente firme.

Volvemos a cenar Leopoldo, Juan, un par de gauchos y yo. Durante la comida, Juan habla fuerte, no sé si porque no le importa que lo escuchen o para que lo escuchen. Dice que cada pueblo tiene sus tradiciones y costumbres, que ninguno es mejor ni peor, que lo que cuenta es la intención con que te dan lo que pueden, no importa si es mucho o poco.

Abrimos otro vino, nos vamos relajando. Yo me pregunto cómo se les ocurrió hacer este viaje a estos tres argentinos cincuentones, profesionales exitosos adoptados por la burguesía paulista, qué esperaban encontrar.

-Es todo un gran malentendido-, no sé si lo digo o lo pienso, porque el vino y el cansancio van haciendo su efecto. Leopoldo ya tiene puesta y encendida la linterna de minero. Caminamos con cuidado, primero por las piedras, luego por los cabos de las otras carpas, casi pegadas a la nuestra.

III

El tercer día amanece nublado. Nos higienizamos lo mejor posible y nos acercamos al fuego donde se calienta la pava. Los “brasileños” me sorprenden. Ya están abrigados, preparan sus cafés instantáneos y untan queso sobre pan casero. Hablan entre ellos, un poco más fuerte de lo habitual, ya no en portuñol sino en portugués. Un cerro llama mi atención por sus paredes casi verticales.

-Es el Marmolejo-, me explican.

Me quedo en la zona de los mates; el dulce de los gauchos y el amargo de Juan. Me ofrecen el primero y lo rechazo tan educadamente como puedo. Por la acidez, agrego, pero es una verdad a medias. Pienso seguido en las infusiones como indicador de clase. Para los turistas, que oigo de fondo sin mirar, no necesito preguntar, el mate es una costumbre promiscua y antihigiénica. Para nosotros no. Para los que nunca pasamos hambre, el mate amargo es una forma de despertarse, pasar el tiempo e invitar a la conversación. Pero el mate dulce es otra cosa, es “comida”, o un sustituto cuando la comida falta.

Unos cierran cajas, otro aviva el fuego y otro se ocupa de la mesa. Los muchachos trabajan en silencio, algo se rompió anoche. Juan y yo tomamos unos cuantos amargos seguidos, de un jarrito de loza con dos asas y una virgen pintada. Me cuenta que hoy el trayecto es corto, tanto que vale la pena hacer un rodeo para recorrer el caletón y pasar la estación meteorológica.

Juan mira el cielo con desconfianza. Aconseja ponerse todo el abrigo disponible. El viento, la luz y la temperatura, son los previos a una nevada. Pero hace muchos años que no nieva en febrero. Ni siquiera acá.

Se me hace largo y lento el ritmo de mis compañeros para levantar campamento. Leopoldo los observa y me mira buscando complicidad, pero hace frío y yo preferiría estar ya en movimiento. Le digo “vamos” y nos ponemos a disposición de los gauchos para matar el tiempo de alguna forma. A ensillar.

Finalmente salimos, siempre al paso y en fila de a uno. Primero una subida tenue, después un espacio abierto, grande, con una quebrada muy abrupta a nuestra izquierda. Allí abajo corre un curso de agua, aunque se oye apenas por el ruido del viento. Ahí abajo, el caletón tiene una forma perfecta, envidiable para cualquier ingeniero de vialidad. Trotamos un poco y volvemos a andar al paso. Cuando me emparejo con Leopoldo, quiere correrme una carrera, pero logro convencerlo de que tenemos que administrar también la energía de nuestros animales. Entonces vamos lento, observando todo.

Veo muerto entre las piedras un pichón de liebre, medio en realidad, la mitad superior. Algún puma se habrá saciado con las paletas y desperdició el resto. Le pregunto a Carlos, el gaucho docente.

-El puma viene a cazar acá, pero para comer se vuelve a la cueva. Carga la presa entre los dientes y se la lleva. Las paredes del cerro, abajo, están llenas de huecos. Ahí viven ellos. Salen a la planicie a cazar liebre y guanaco.

Nos alejamos un poco del grupo para que yo pueda observar bien, en el límite del vacío. En el suelo veo cantidad de bosta de liebre. Calculo que, para los pumas, esta planicie debe ser como las carnicerías de Samid. Más arriba pasta un grupo de guanacos. Cuando nos ven se espantan y suben un poco más. Imagino que ese es el plato premium, para los pumas más ambiciosos.

Después de eso nos reagrupamos. Algunos desmontan, toman agua o se ponen más ropa. Juan explica que ya llegamos. El trayecto del día era realmente corto. No veo el sol para calcular, pero habremos andado tres horas, tres horas y media. No más que eso.

Juan dice que el punto del campamento de hoy es acá nomás, bajando, que si alguien está muy cansado puede ya quedarse, pero  él aconseja que nadie se pierda el próximo paseo, que es una de sus vistas preferidas de toda la zona. Tras una breve deliberación, acompañamos a Juan todos los adultos y Leopoldo. Sonrío, orgulloso.

Cabalgamos en redondo. Nos acercamos bastante a la ladera por la que subiremos mañana hasta la frontera, luego giramos ciento ochenta grados y volvemos acompañando el curso de agua. Sigo sorprendido por las islas de verde entre tanta aridez y el viento como un azote que no descansa.

Los pumas no se acercan a los hombres, menos si están en grupo. No importa. Atravesamos la avenida principal del barrio de los pumas. Siento una ligera tensión, como cuando entro a un barrio desconocido en el conurbano profundo.

Pero los pumas ni asoman, no somos su target. Llegamos al campamento en medio de una ráfaga que levanta la tierra y lastima los ojos. Liberamos los caballos, ya sin preguntar. No queda otra que refugiarse en uno de esos huecos naturales, porque así sería imposible armar la carpa. Puede volarse y terminar en Chile. Nos acercamos al fuego y lo alimentamos con lo que encontramos a mano, pedacitos de raíces y papeles de envoltorios de comida.

Nada es para siempre y menos acá. Todo pasa. Nos sacamos el frío de los huesos, armamos la carpa y nos volvemos a reunir. Juan, Alejandro y Carlos cocinan a las brasas los últimos pedazos de carne que trajeron. No queda vino. Miramos el fuego en silencio. Los otros no cenan, pero esta vez tampoco avisan.

@gaston_garriga

Notas anteriores de esta serie

Primera parte

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