Obligados, por esas cosas de la campaña. a tratar con gente que no es del palo, muchos comunicadores exhiben sus limitaciones, que son las de un periodismo que solo sabe pasar de la obsecuencia a la diatriba. El encuentro de AF con Morales Solá como una muestra de que, así pensada, la profesión es una caricatura con mucho de autoritaria y poco de democrática.
Los últimos cuatro años del gobierno de Cristina Kirchner estuvieron marcados por críticas, denuestos, acusaciones y denuncias en su contra por parte de una buena cantidad de medios opositores. Una prédica que no solo no tuvo un instante de descanso en esos tiempos, sino que se prolongó –incluso por momentos se exacerbó- por todo el período de Macri. Baste como ejemplo de esto, la presencia perfecta de la letra K en los titulares de Clarín de todos los días, pase lo que pase en el país o en el mundo, el hecho de que durante estos cuatro años de Cambiemos Jorge Fernández Díaz no haya escrito ni una sola de sus columnas dominicales en La Nación (lo que daría aproximadamente unos 200 textos) sin alusiones a “la arquitecta egipcia” o a “la Pasionaria del Calafate”, o la prédica machacona de Luis Majul o de Alfredo Leuco, a quienes el nombre de Cristina no se les cae de la boca.
Esta obsesión –no hay otra manera de llamarla- puede obedecer a una serie de razones, entre ellas la centralidad adjudicada por Cristina a los medios, que puede también leerse como una incitación a la pelea. Un ring que se pensó parejo cuando ella estaba en el poder, pero que después se inclinó hacia un solo lado. Hay que reconocer que, al menos por un tiempo, esta lucha de los medios contra su figura logró arrinconar a Cristina, al punto de obligar al replanteo de la fórmula electoral para sacarla a ella de la zona más intensa de la batalla, que poco a poco va siendo ocupada por Alberto Fernández, quien se interna en cuanto territorio enemigo lo convoque.
La entrada de AF en esa zona puso en cuestión a esa práctica obsesiva desarrollada sin descanso durante ocho años y dejó en evidencia las limitaciones de un periodismo acostumbrado a la diatriba sin réplica y a preguntar a favor del invitado, con o sin arreglo previo de cuestionarios.
Por de pronto, rompió con dos zonas de confort en la relación entre periodismo y poder. Por un lado, la coincidencia con el entrevistado. El caso más flagrante de esto es Leuco jr., quien acompaña cada palabra del funcionario al que reportea con gestos de asentimiento. Wiñazki hijo también hace otro tanto, tal vez sea un rasgo generacional. Pero tiene otras formas de expresión. Asombrarse, a lo Fantino y a lo Majul,- cada uno a su estilo- con los dichos que escuchan. Ese asombro –que es acrítico- es una forma de darles valor de verdad. No es casual que quienes actúan de esta forma tiendan a editorializar de forma ritual como una manera de mantener el lugar de aquel que sabe. Morales Solá cierra su programa de televisión (que hasta ese momento ha constado básicamente de entrevistas) con un “análisis” de lo sucedido y en algunos casos de la situación en general.
Otro gesto, un poco menos pasivo, es tratar de lograr que el entrevistado responda lo que se espera de él y enojarse e insistir si no lo hace hasta lograrle torcer el brazo. Lo que coloca al periodista ya no en el lugar de correa de transmisión del poder sino en el de quien lo detenta y al que los demás deben acomodarse. A diferencia de lo que habitualmente debería ser una entrevista (preguntar aquello que no se sabe a alguien que supuestamente sabe o a cuyas opiniones se les da un valor especial), se entra con el reporteado en un combate por la verdad del que sale siempre, o casi siempre, victorioso el periodista.
Estos dos espacios tienen sus ventajas para quienes los ejercen. Por un lado, al repetir cosas resabidas y repetidas hasta el cansancio, se evitan pensar otras nuevas. Por el otro, pasa a ser hasta cierto punto indiferente quién sea el entrevistado porque o se va a coincidir con él o se buscará que coincida con uno. Lo cual exime de preparar las entrevistas.
Todo esto de alguna manera estalla con la presencia de Alberto Fernández en territorio enemigo, algo que quedó en evidencia con lo ocurrido en el programa de Morales Solá. Al quedar sometido, por necesidades electorales, a un grado de exposición mediática al que no estaba acostumbrado, AF ha logrado pasar del fastidio (como con Mercedes Ninci o Mario Pereyra en Córdoba) a la firmeza, con coach o sin él. Ante esa firmeza, Morales Solá mostró una endeblez que no es solo personal sino que es el resultado de una forma de ejercicio del periodismo, que Julio Blanck alguna vez llamó, con mucho acierto, “de guerra”. Y que empieza a generar algunos daños colaterales para aquellos que lo han incentivado, como fue la indagatoria a Daniel Santoro.
Una forma de periodismo que solo se puede ejercer en territorio amigo o en solitario frente a la notebook. Cualquier otra salida lo pone en entredicho o lo exacerba. La respuesta mediática a lo ocurrido entre AF y Morales Solá ha sido “cristinizar” al candidato. La Nación tituló aludiendo a una supuesta amenaza al periodista una nota que no la menciona (algún día habrá que hacer un estudio sobre la distancia entre los títulos y los contenidos), se resucitó un altercado que tuvo Fernández en un restaurante hace un año, se teoriza sobre su intolerancia con los medios. O sea, la misma violencia de Cristina, pero con bigotes.
Encerrado en una obsesión que se le ha convertido en su ecosistema y su razón de ser, cierto periodismo se vuelve cada vez más precario, más chambón, más profundamente antidemocrático. Por ahora es redituable si hablamos de dinero, la guerra siempre es negocio para algunos, pero cada vez se pierde más en términos de credibilidad.
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