Esta es la historia del Tecla Acevedo, DT singularísimo. Dueño en el vestuario de metáforas asombrosas y extrañas. Fundador de una nueva cosmología del deporte del balompié.
Hombre de ideas incólumes, Isidoro “El Tecla” Acevedo, que debía su apodo no al otro Tecla, Farías, sino a su doble pasión, la del futbol y las letras. Andaba siempre con un librito de tapa oscura bajo el brazo, con el que se entretenía en los ratos muertos de las prácticas, o cuando el partido ya estaba definido, para bien o para mal -en general esto último-, o mientras el masajista se ocupaba de lo suyo en el vestuario. “Este libro se escribió tecla por tecla”, nos repetía, “y es así como se ganan los partidos, paso a paso”, decía, antes de que Mostaza hiciera leyenda con esa frase.
Viví en carne propia sus tácticas delirantes en un club ignoto, de cuyo nombre no quiero acordarme, en el que supe jugar para ganarme unos mangos extras los fines de semana allá por fines de los ’90. La experiencia duró poco. El Tecla llegó un invierno, en medio del receso y el mercado de pases, prometiendo una revolución que aparentaba ser inédita, y terminó yéndose por el camino de las sombras antes de que entrara el verano, cansado del silencio sepulcral con que le respondían sus jugadores tras perder partidos inauditos y de que nadie comprendiese sus extravagantes estrategias.
Quien lo acercó al club, con certeza, no lo recuerdo, pero creo que fue Baruch, un tipo que llevaba una vida entera como vendedor de alfombras y en esos viajes conocía a los personajes más asombrosos que se te pudiera ocurrir. Sus anécdotas en los asados de los jueves hubieran llenado un tomo entero de la Enciclopedia Británica.
Nuestro equipo, amateur hasta los tuétanos, entrenaba en las canchitas de un complejo propiedad de un ex jugador de San Lorenzo o de Temperley, y era un rejunte de payasos y malabaristas: había abogados, ex convictos, verduleros, bróker de bolsa, inmigrantes ilegales, supermercadistas, un cura que había dejado los hábitos y hasta un reconocido pintor de vanguardia, que solía caer los sábados directamente para ir al banco si no era que tenía que viajar a Moscú o Vancouver por alguna exposición. Si el club se hubiera llamado El Circo de los Hermanos Ignotos a nadie le hubiera llamado la atención.
El Tecla iba en contra de lo establecido. Era una máquina de romper tabúes y construir esquemas y sistemas lógicos (la terminología es de él, a mí nunca se me hubiese ocurrido aplicar esos términos al fútbol hasta que lo conocí) donde menos te lo esperabas. Ahora que tengo más tiempo, que me pagan unos pocos morlacos por mover la redonda y hasta llegué a tener auto para ir por mis propios medios a los entrenamientos, puedo rememorar aquellas fatídicas y exuberantes teorías de nuestro efímero técnico estrella.
Cuando nos quería explicar de qué manera hacer circular el balón, apelaba a figuras como “arquitectura” y “barajas”, “el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas”, y amontonaba imágenes inconexas, “racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua”. Así nos decía, toque y toque, sustantivo y sustantivo, y se le mezclaban las enumeraciones: “un circulo de tierra en una vereda, donde antes hubo un árbol”, “tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos”. Toque y sustantivo. Nadie entendía un carajo.
Para El Tecla, el fútbol tenía dos linajes: pausa y aceleración, pelota bajo la suela y transición rápida. El pique al vacío lo llamaba “una ausencia que rodea”; a un rebote traicionero, una infamia; un mal pase era algo baladí. Pensaba que los errores y aciertos modificaban no sólo el futuro del partido, sino también el pasado, y que era mentira eso de que la vida se te puede ir en noventa minutos, porque el tiempo es una ilusión. En las charlas previas trabajaba para que, desde el mismísimo momento en que saliéramos a la cancha, creáramos un universo nuevo. “Yo lo veo todo desde antes”, declaraba, un pie apoyado en el banquito de patas desvencijadas que el utilero usaba para lustrar los botines, “lo tengo todo acá”, y se clavaba un dedo sobre la sien, “en mi cabeza, como si cada uno de ustedes”, y nos señalaba uno por uno, “ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia”. Cada jugador, para él, era “simultáneo” a otro.
¿Idealista, El Tecla? Por supuesto. Nada más que por eso lo respetábamos, aunque haya agarrado al equipo en mitad de tabla y lo haya dejado antepenúltimo en menos de una rueda del campeonato, y ya ni a Baruch, que lo había traído, se le ocurriera hacerle el aguante.
-Usted está ciego –le dijo un día Espinoza, un cuatro al que le faltaban varias luces, pero tenía la voluntad de un pájaro carpintero.
Para qué.
El Tecla se tomó un rato, masticó lento un pastito que tenía entre los dientes, y al final le soltó una larga perorata sobre aquello de que el futbol era un universo inasible, que todo era obra de “el azar o el destino” pero que éramos nosotros, los “gladiadores de la palabra”, los que debíamos obrar frente esa contingencia.
-No entendemos un carajo –le retrucó Espinoza-, ¿no se da cuenta que no entendemos un carajo?
Ahí nomás nos mandó al banco. Ese día empatamos cero a cero.
Claro que su sensibilidad para el trato humano era condición pocas veces vista en el mundo de la dirección técnica. Cuando un defensor se dormía en una jugada y nos clavaban una pepa inesperada, no lo reprendía en pleno partido. Sabía esperar, El Tecla, tenía el don de la paciencia. Al llegar al vestuario machacaba con eso de que “dormir era distraerse del universo”, y que si esa distracción fatal era la que le había permitido al rival concretar el pase a la red, debíamos evitarla.
A los centrales les pedía dejar la sangre en la cancha, que si era necesario le abrieran “un tajo angosto” o “una sajadura vistosa” a los delanteros rivales, hasta que perdieran la cabeza, si fuera necesario. Al 5, que en su mente debía dividir, de memoria, la cancha en galerías hexagonales, y a partir de ahí hacer circular el balón. A los dos volantes internos les reclamaba desdoblarse en la marca y, en la creación, ser el otro y el mismo. Terminaba el partido y ya no nos acordábamos ni cómo nos llamábamos.
Los extremos y los marcadores de punta tenían que hacer un sendero por las bandas y bifurcarse en diagonales. “¡En esas líneas de cal se han perdido muchos filósofos, no se pierdan también ustedes!”, les gritaba, enfundado en su típica chomba bordó, así hiciera cinco o veinte grados, desde el banco de suplentes. Los delanteros se esmeraban en “la poesía del gol”, pero la poesía se les volvía un género imposible. El Tecla estaba de acuerdo con la teoría del falso 9, que debía desembarcar por sorpresa en la unánime área rival, pero ni eso le funcionaba. Así probara con un lungo desgarbado al que le tirábamos centros, un petiso movedizo que intentara colarse entre los zagueros rivales o un tanque que pechara a cuanto tipo se le cruzase, no le convertíamos un gol a nadie.
Hace poco me animé y busqué su nombre en internet. No sabía si poner directamente Isidoro Acevedo o incluir su apodo. Probé con ambas combinaciones. Fue menos difícil de lo que pensaba. Supe, por la necrológica de un diario entrerriano, que había muerto en 2008, pasados los ochenta años. Ahí nomás recordé algo que él siempre decía: que, en el fútbol, como en cualquier aspecto de la vida, había que copiar todo lo que se pudiera de los grandes. La naranja mecánica del ‘74, el Nápoli del Diego, la selección argentina del ‘86 (la del ‘90 no, ese era un cuento remendado, mal corregido, decía), el River del Pelado Díaz. Se habrá muerto habiendo visto al último Colo-Colo del Bichi Borghi o al primer Barça de Guardiola. Así me gusta imaginarlo, tendido en una pieza de hotel o en la cama de un hospital, disfrutando el culto de la presión alta, la posesión, la solidaridad defensiva, la rotación y los relevos. (“La rotación” decía, “es la única forma de no caer en el laberinto de las pelotas perdidas”.)
En el último partido que nos dirigió ya hacía calor, era noviembre y perdimos 3 a 1 sobre la hora, después de dominar todo el partido e ir ganando, cómodos, hasta el minuto ‘86. Recuerdo su discurso cuando volvimos al vestuario: “para morir”, dijo, “es mejor morir en la cancha, como el germano que se va solo al sur, o facón en mano como el corralero. Yo sé que me van a salir buenos”. Agarró su librito, nos saludó uno por uno, y no lo vimos más.
Tarde llega uno a veces a ciertas verdades, tiempo lleva entender algunas cuestiones. Pero aún hoy entro a una cancha, y eso que las del ascenso no son gran cosa, y me parece estar leyendo el juego gracias a él, como si en mi memoria tuviera la memoria de otro.
Hernán Carbonel es periodista freelance de revistas y suplementos culturales, da talleres de lectura y es editor de contenidos en Fundación La Balandra. Este año publicará su cuarto libro, Sedimentos, una antología de entrevistas, homenajes, artículos y ensayos breves.
¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?
¨