La maldad no siempre razona, se limita a dejarse llevar. Dos niños en estado salvaje que creen que el cuerpo de su madre es un espacio para jugar. Y lo hacen de la manera más sangrienta.

Una mañana, hace dos semanas, se me ocurrió ir a ver a la Norita. No sé por qué tuve esa idea. A lo mejor por simple aburrimiento. Eran las diez y media, ya había terminado de limpiar la casa. Había hecho las compras. Había pagado los impuestos. En el noticiero no había nada. No hacía calor ni frío. No corría viento. Se oían desde afuera los gritos de unos chicos que jugaban al fútbol en la placita. Me senté a fumar un cigarrillo en el comedor, frente al televisor y, mientras el cenicero se iba llenando, pensé: Debería ir a visitar a la Norita. Una idea tonta, como se ve, pero en ese momento no me di cuenta.

La Norita vivía a casi dos kilómetros, yendo como para el basural. Yo hacía como veinte años que no la veía. En otro tiempo, en otra vida, éramos amigas, pero nos fuimos distanciando y para ese momento no sabía nada de ella. Hubo una época en la que nos juntábamos todas las mañanas a tomar mates. Jorge estaba vivo, todavía no tenía los síntomas de esa maldita enfermedad que se lo terminó llevando, y los chicos iban a la primaria. Lo que son las cosas. Ahora Jorge hace siete años que está enterrado, los chicos viven en la capital, a trescientos kilómetros, y nos vemos para los cumpleaños de mis nietos, Navidad y Año Nuevo, y pará de contar. Tampoco es que sean chicos malagradecidos ni nada por el estilo. Los crié bien, estoy orgullosa. Estela es contadora y tiene una familia grande, con tres hijos, y mucama cama adentro, no tiene que preocuparse de nada. Luisito es director de cine, soltero, todavía, pero bastante exitoso, tiene premios internacionales y qué sé yo. Para mí que es feliz.

Norita no tuvo tanta suerte. Primero con el marido, que era borracho y golpeador, y después con los hijos. Los únicos que tuvo, porque la tuvieron que operar y sacarle la matriz cuando los parió, lo cual fue, de todas formas, una bendición. Yo siempre digo que Dios sabe lo que hace. Dios nos da, no lo que merecemos, sino lo que podemos soportar. Es lo que creo (en realidad debería decir: es lo que creía, hasta esa mañana. Entonces dejé de creer. No en Dios, pero sí en su Justicia. Ahora creo que a veces Dios nos da más de lo que podemos soportar, más de lo que cualquiera puede soportar).

Denuncialo, le decía yo. Eran otros tiempos, pero yo estaba segura de que no tenía que aguantarse cualquier cosa. No había movimientos feministas, como ahora. Las mujeres estábamos acostumbradas a aceptar lo que venía. Un poco por tradición, y otro por razones prácticas. Por lo menos en el pueblo, nadie se separaba así como así. Había que ser muy corajuda, y encima aguantarse que las otras mujeres te dijeran que sos un poco puta, cuando en realidad te envidiaban. Es lo que pasó con la Susi Fulleri, por ejemplo, que se tuvo que mudar a otra parte, porque todas la miraban mal. Había que tener un medio de vida, también, y en esa época las mujeres no eran muy duchas en nada. Podías contar con los dedos de una mano las que habían estudiado algo y eran capaces de mantenerse solas. Las otras, en casa con los chicos. Y si les pegaban, como les habían pegado a sus madres, a sus abuelas y a sus bisabuelas, chito, bien calladas.

Pero yo era de otra opinión. A mí nunca se me habría ocurrido hablar mal de la Susi. Yo no habría soportado lo que muchas de mis amigas, Norita incluida. Tuve suerte, también, porque Jorge era un pan de Dios. Con él no tuve que hacerme la distraída, como hacían otras en el barrio, con el tema de las amantes o de las prostitutas. Nunca sospeché siquiera que hubiera hecho algo así. Si lo hizo, fue de una forma tan solapada que no me di cuenta. Y no es fácil que yo no me dé cuenta de algo. Claro que se me pudo haber pasado, pero no creo. Jorge no era esa clase de hombre. Siempre respetuoso, siempre atento, mis amigas me lo elogiaban como locas. Y Jorge se reía y se iba a hacer el asado o a cortar el pasto, cuando no estaba trabajando como un burro en la fábrica de quesos se entretenía haciendo algo en casa. Un amor.

Norita no tuvo tanta suerte. A veces andaba con lentes negros y remeras de mangas largas, en pleno diciembre, de lo mucho que la fajaba el hijo de puta del Viejo.

Ni sé cómo se llamaba. Así le decíamos en el barrio. Tenían una diferencia de casi veinte años, cuando se conocieron ella limpiaba casas y él era el último descendiente de una familia de chacareros, bastante adinerada, que había caído en desgracia. Estaba marcado por la desgracia, el Viejo, y eso explica un poco lo que les pasó. Tenían esa casa gigante, de dos plantas, con las piezas arriba, subiendo la escalera, pero las malas cosechas, dos o tres negocios infructuosos y su afición a la bebida habían acabado con el dinero. En vez de ponerse a trabajar, el Viejo chupaba que daba calambre. Y se gastaba la herencia en el bar, en las mujeres y en el juego. Todas las noches jugando al truco en el bar de Angelelli. La pobre Norita, que era de condición muy humilde, le aguantaba todas esas cosas. Decía que el Viejo la cuidaba.

En esa época venía a casa todas las mañanas. Todavía no había quedado embarazada. Se escapaba cuando el Viejo todavía dormía de la resaca de la noche anterior, y venía a tomar unos mates y fumar unos cigarrillos antes de ir hacer las compras. Era más chica que yo, y pienso que habrá visto una madre, o por lo menos una hermana mayor en mí.

Y un día quedó embarazada. Me lo contó muy ilusionada, porque pensaba que los chicos iban a ablandar el corazón del Viejo. Que al fin podría formar una familia para no estar tan sola en ese caserón. Yo pensé: esta no conoce a los hombres. Esta se cree que lo va a ablandar como si fuera magia, pobre. Pero no le dije nada. Mejor dejarla que se ilusione, después la vida se encarga de mostrarte las cosas como son.

La panza le empezó a crecer. Le creció de una forma que yo nunca había visto. Caminaba con las manos a la cintura, con la punta de la panza hacia adelante. Y andaba preocupada. Me lo decía fumando los únicos tres cigarrillos que el pediatra le dejaba consumir por día. Va a ser un gigante, me decía. Yo trataba de calmarla: bonita, no pasa nada, cada chico es diferente, cada embarazo es distinto. Pero una tarde, poco antes de parir, vino llorando a casa y me confesó que algo andaba mal. Algo con su bebé. Había tenido sueños. Había tenido sensaciones feas. Lo sentía moverse dentro suyo, y pensaba que un bebé no se mueve así.

Poco después le tuvieron que practicar una cesárea de urgencia, porque sufrió una pérdida fea mientras pasaba los pisos. Y ahí se enteró de lo que andaba mal. Primero que eran dos bebés, gemelos, por eso el tamaño de la panza, y segundo… bueno. Que eran especiales. El médico les dijo que probablemente morirían, que les iban a fallar los órganos, y Norita se aferró a ese pensamiento. Pensaba: ojalá se mueran. Y eso le daba culpa. Me lo decía las pocas veces que pudo visitarme después de que nacieran los chicos: Lo que más deseo en el mundo es que se mueran. Y también que el Viejo la culpaba a ella por tener esos hijos, y la fajaba el doble.

Por esa época nos dejamos de ver. No hubo nada que detonara esa situación. Simplemente no vino más a casa, y yo no se lo reproché. Estaba bien. Me imaginé que tenía que ocuparse de esos hijos, que no solo seguían viviendo sino que crecían altos y fuertes. Por un tiempo, ella los sacó a pasear. Podías verla en el camino de tierra, o yendo a misa, o en la placita que está acá a una cuadra. Pero eran chicos malos. Ya sé que no hay chicos malos, que todos merecen el reino de Dios, pero éstos eran más malos que la mierda, disculpando la expresión. A los demás chicos les daban miedo, y con razón porque apenas podían les saltaban a la cara, los mordían, les pegaban. Torturaban a los perros, los quemaban, les reventaban los ojos. La Norita los cagaba a palos para que se comportaran, pero ellos hacían lo que querían. Tiempo después me enteré de que el Viejo se había muerto. En el barrio decían que se ahorcó. No me extraña. Me alegré en secreto cuando lo supe, porque imaginé que la Norita iba a ser un poco más feliz. Para esa época los chicos debían tener unos nueve años. No iban al colegio. No hablaban. No andaban por el barrio. Lo único que hacían era estar día y noche ahí metidos en ese caserón, junto a la pobre Norita.

A veces me la cruzaba, de casualidad, en el almacén o en la verdulería, y nos saludábamos con afecto, aunque no intercambiábamos más que unas palabras. Se la veía avejentada, triste, con su monederito del que sacaba unos billetes arrugados para comprar un kilo de papas.

Su casa estaba en pie, todavía, pero muy dejada, como nos contaba el negro Cali, que les llevaba las garrafas una vez por mes. La pintura caída, el pasto crecido, basura por todas partes. Cosas que los gemelos, que ya eran adolescentes, juntaban por el barrio.

Para esa época empezaron los rumores, también. Yo sé que los rumores son una pavada, nunca les di mucha bolilla. Decían que era una casa maldita, que el fantasma del Viejo se les aparecía con la marca de la soga en el cuello. Decían que Norita se había muerto. Decían que los gemelos tenían relaciones sexuales con los chanchos. Nunca los creí. La gente está aburrida y basta que alguien sea un poco distinto para condenarlo.

Yo conocía a la Norita y sabía que era una persona razonable, y que debía estar pasándola muy mal. No pensaba mucho en ella, pero cuando lo hacía sentía el corazón estrujado. Y pensaba: Algún día voy a ir a visitarla. Se lo merece, pobre. Pero entre una cosa y la otra no lo hacía nunca. Hasta esa mañana.

Esa mañana apagué el televisor. Me levanté, agarré algo de plata y pasé por la panadería a comprar una docena de facturas. Me sentí muy bien mientras llevaba las facturas en la bolsa y caminaba decidida hacia la casa. El nuestro es el barrio que queda detrás de las vías. Un barrio pobre y no siempre decente. Un barrio de calles de tierra, lleno de baldíos. Y la casa de Norita queda bien al fondo, es la última antes de que empiece el campo. Le habré puesto una media hora antes de llegar a la tranquera y ver el cartel. NO PASAR, decía, y estaba agujereado por lo que supongo eran perdigones de escopeta. A unos cincuenta metros, rodeada de eucaliptus, estaba la casa.

Abrí la tranquera y entré. El camino consistía en dos huellas de tierra seca que serpenteaban hasta el fondo. Mientras me acercaba oí una radio. La voz de Mario Pereyra, publicitando un cd de folclore. La casa estaba en las últimas. No la habían pintado ni arreglado en años. Aplaudí para llamar, que es como se hace en esos lugares, y después de un tiempo prudencial en el que nadie me atendió subí los escalones hasta el porche, me asomé al hueco de la puerta, cubierto con un mosquitero, y miré hacia adentro, haciendo pantalla con la mano. No se veía movimiento. Solo una montaña de cosas tiradas en el piso, acá y allá. Entonces recordé los rumores y me dieron ganas de volverme, la verdad. Volver a casa y comerme las facturas viendo algún programa de televisión de las mañanas, ese de Maru Botana que me gusta tanto, donde la gente se ríe y hace payasadas, siempre familiares. Pero ya estaba ahí, era un segundo. Empujé el mosquitero y entré.

Había un olor que mareaba. En la bacha de la cocina se acumulaban un montón de platos, ollas y cubiertos sucios, grasientos, llenos de moscas. Pensé: cómo se ha dejado estar de esta forma la Norita, y la llamé en voz alta un par de veces, Nora, Nora. En uno de los rincones del living había una mecedora cubierta de ropa, o eso me pareció al principio, porque después vi que debajo de la ropa estaba mi amiga. Flaca, muy flaca, casi un esqueleto, con el pelo largo y sucio y la cara cubierta de maquillaje. Algo feo, mal hecho, como una nena que juega con el rouge de la madre. Parecía dormida debajo de toda esa ropa, y le puse una mano en la mejilla para que se despertara. Entonces abrió los ojos.

La Norita tenía unos ojazos verdes, y los abrió tanto que pensé que se le iban a salir de la cara.

Norita, le dije. Cómo andás, linda.

Vi que trataba de decirme algo, pero era como si se hubiera quedado muda.

¿Qué pasa, mi amor?, le pregunté.

Abrió la boca y me mostró. Tenía la lengua cortada. Se le veía un pedacito, nomás, de carne roja, moviéndose desesperado para un lado y para el otro. Agarré la ropa que la cubría y la tiré al piso. Estaba desnuda, tan flaca que se le notaba el costillar. Le habían amputado los brazos y las piernas, y la habían atado con cinturones viejos a la mecedora. Los muñoncitos mal hechos se movían en el aire como alitas de pollo.

Nora, le dije. Nora, ¿qué te han…?

Ella abrió más los ojos y entendí. Alguien venía hacia donde estábamos. Escuché crujidos en el piso de madera, y pasos arrastrados. Muñeca, llamaban los gemelos, con sus voces graves de retrasados de veinte años. Muñeeeeca, decían, divertidos, como si la Norita hubiera sido una chica mala y estuvieran por castigarla.

No sé cómo corrí hasta la entrada. Soy una mujer mayor, tengo várices en las piernas, nunca hago ejercicio. Pero ese día corrí como loca. Le habré puesto uno o dos minutos en llegar a la tranquera, y después seguí corriendo. Cuando estaba a mitad de camino me di cuenta de que todavía llevaba las facturas en la mano, y las tiré en una zanja. No las quería comer.

Pensé en muchas cosas en las semanas siguientes. Pensé en denunciarlos, en hablar con los hombres del barrio para que hicieran algo. Pero al final me quedé callada. Seguí haciendo lo que hago siempre: sobrevivir. Aguantar. Lo que voy a hacer hasta que me muera y todos mis secretos se mueran conmigo.

 

Luciano Lamberti es docente y escritor. Entre sus libros El asesino de chanchos, La casa de los eucaliptus y La maestra rural (2016). Este relato forma parte del libro Miedo, Historias de terror y suspenso, armado por Osvaldo Aguirre.

 

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