En esta sociedad agobiada y posverdadera se necesitan cerebritos críticos y abiertos como el de Alejandro Horowicz. Este es un fragmento del prólogo de su último libro, “El huracán rojo. De Francia a Rusia 1789 – 1917”, que nos envió para esplender Socompa.

A 100 años del Octubre bolchevique, las exhumaciones aportan detalles documentales al museo de la revolución. Pero el mundo que existe no puede ser pensado sin victorias revolucionarias: Desde la democracia parlamenta­ria hasta los sindicatos obreros. Para el coleccionista académico, los placeres del archivo. Para los que intentamos leer a contrapelo un proceso de larga duración, las dificultades de un lenguaje político en descomposición.

El desafío es organizar el sentido de un ciclo revolucionario concluido, en lugar de enterrarlo bajo parvas de libros que ocultan una decisión: cortar el hilo rojo que arranca en la Francia del siglo XVIII y se prolonga hasta los soviets de obreros y soldados en Rusia. Insurrección tras insurrección, la turbulenta Europa decimonónica llega a los arrabales de Petrogrado, y en Octubre del 17 conquista para la revolución socialista el papel protagónico. Entonces, el siglo XX tembló, porque otro mundo parecía posible.

Una catarata de trabajos de incierta calidad y obvia orientación política mezcla en partes desiguales documentos recientemente recobrados, con argumentos de muy larga data. La ampliación de la base documental no su­puso calar más hondo. Incluso autores que antes del derrumbe de la URSS estudiaban con seriedad crítica esa transformación, me refiero a modo de ejemplo a Moshe Lewin, a quien respeto, tras la caída del Muro de Berlín incurrieron en un facilismo inconducente.

Alejandro Horowicz.

Al desprestigio de la revolución, de la derrota final, la corriente mayorita­ria añade condenas morales a repetición; como si Napoleón o Stalin —leídos ex post facto— anticiparan el resultado de una empresa que solo podía terminar mal. A la pregunta: «¿qué queda de la revolución?», una respuesta simplota y tajante: «nada». Sin embargo, todo lo que todavía existe en el territorio de lo políticamente vivo —los paros de operarixs, las movilizaciones contra las masacres estatales, el internacionalismo feminista— abreva, adapta pedacitos de estrategias, enunciaciones y reclamos de esta formidable tradición caída.

La trinitaria bandera de la Revolución Francesa, igualdad, libertad, fra­ternidad, se lea como se lea, impone el horizonte interpretativo. La idea de que la tortura no es un «método» para alcanzar la verdad, ni siquiera judicial, proviene de sus luchas. Las garantías para el cuerpo, habeas corpus, en detrimento de la salvación del alma (es decir, todo el edificio jurídico vigente), reposa en esta sencilla máxima: igual pena por igual delito.

Las promesas incumplidas de la Revolución Francesa lanzaron a sus herederos a satisfacer falencias, a completar la democracia política con de­mocracia social. El socialismo moderno hunde sus frondosas raíces en esa rica tradición. Las derrotas revolucionarias de 1848 desmoralizaron Euro­pa. La I Internacional fue parte de la respuesta; la victoriosa batalla contra el esclavismo en los EE.UU. fue bandera del «proletariado internacional», Marx dixit. En el otro extremo, las destrozadas barricadas de la Comuna de París, primer intento obrero por defender la patria con instrumentos pro­pios, adelantó la respuesta de las clases dominantes con decenas de miles de fusilados. La derrota en una guerra nacional resultaba admisible, la victoria proletaria no.

Pero hay mucho más. Toda la innovación tecnológica que el capitalismo introdujo desde la revolución industrial, dependió de incontables batallas obreras. La conquista de las 8 horas de trabajo obligó a los burgueses del mundo a transformar la producción incorporando la nueva maquinaria. Y esa victoria fue garantizada por 1917 en Rusia. Bastó que el proletariado discutiera el poder, para que la burguesía dejara de discutir las «utópicas» 8 horas. No hay modernidad industrial sin militancia socialista. Incluso el liberalismo manchesteriano más ramplón presupone la caída de la Bastilla.

Una dictadura terrorista globalizada

Un orden político donde los oprimidos no puedan organizarse para transformarlo, no puede ser otra cosa que la reconstrucción de un absolu­tismo de nuevo cuño. Negar retrospectivamente el fenomenal impacto que la transformación revolucionaria impuso al mundo, de ser consecuentes sus críticos, nos encamina hacia una dictadura terrorista globalizada, hacia la pérdida de lo que se entiende por estado de derecho, para transformarlo en derecho absoluto del Estado a través de los poderes fácticos.

A contracorriente me propongo entender las crisis, los debates, los ins­trumentos que iluminaron, posibilitaron las pasadas batallas revolucionarias. El enorme esfuerzo de la mayoría desangelada para incidir en el sentido de la historia. Y las enormes dificultades para siquiera controlar este orden político, para impedir que marche hacia la catástrofe anunciada. Las corrientes socia­listas —eso queda muy claro— anticiparon las crisis desde 1848; ahora bien, avisar, evitar y transformar distan más de la cuenta: las armas de la crítica tie­nen límites precisos. De modo que anticipar una guerra imperialista y trans­formarla en batalla por el socialismo chocó con dificultades que merecen al menos consideración analítica. Y ese es exactamente mi intento en este libro.

Desde que la Revolución Francesa fuera satanizada por Joseph de Maistre (1), la traición como hilo conductor ha sido una explicación afor­tunada. Con mucho dinero, ningún límite moral, una potencia interesa­da en aumentar el caos para beneficiarse militarmente, consigue hombres dispuestos y alcanza los resultados apetecidos. Sin traidores pareciera que la revolución se estanca. Para servir intereses que no se pueden proteger por otra vía, por ilegítimos y diabólicos, no habría otro camino. Es una explicación con fuerte regusto teológico y, por cierto, no la compartimos.

Para el orden establecido el intento mismo de subvertir equivale a trai­ción. Y como se piensa tan indispensable como la tierra y el agua, los agentes activos que bregan por derrotarlo no pueden no estar sino al servicio de una potencia maléfica; potencia a la que sirven completamente conscientes de la indignidad sustantiva de su conducta. La traición resulta ontológicamente insustituible para este abordaje de la revolución.

Otra versión de la misma cantera teológica es la parusía, el intento de restablecer el paraíso original: un mundo definitivamente justo y libre de todo pecado, que no necesita de ninguna transformación radical. Un espa­cio atemporal donde los traidores no tienen, en apariencia, ningún papel. Pero el tiempo es hijo de la traición; y la revolución, una exacerbación del tiempo. Si se trata de volver al Paraíso, conviene investigar cómo hemos sido expulsados, y el relato —Génesis (2)— postula una responsable: Eva, modelo del primer traidor (3), programa de cualquier traición. Su deseo de averiguar lo que no se debe saber configura el fundamento de toda insubordinación con­sistente, una demasía que siempre termina mal (4). La traición nubla la vista.

Entre las múltiples lecturas del Génesis bíblico, propongo esta: Adán y Eva —no bien comen el fruto prohibido— pasan a tener los mismos atri­butos que la divinidad: inmortalidad, que detentaban desde su origen, y co­nocimiento, que acaban de adquirir mediante la ingesta. La historia de tres dioses incapaces de cohabitar pacíficamente se transforma en batalla donde Adán y Eva son derrotados. Al desterrarlos, Yahvé garantiza el monopolio del poder mediante un instrumento excepcional: expulsarlos del territorio común condenándolos a muerte. El poder desafiado, para conservar la so­beranía, aplasta a sus contrincantes; en ese punto, el carácter teológico del falologocentrismo impone la responsabilidad de Eva —y, con ella, de todas las mujeres— por la diabólica incitación a destruir la autocracia, al inten­tar establecer la responsabilidad democrática. Eva sería entonces el primer «agente extranjero», la medida de todos los traidores orientados por Satán, la desobediencia que obtiene como respuesta el estado de excepción y, por tanto, el camino fallido hacia un poder al servicio de la mayoría. Eva sería el momento democrático que transforma la gramática del amo y el esclavo en recorrido hacia un poder de otra naturaleza. Pero los dioses no votan ni ad­miten que los voten, nos hace saber el texto bíblico. Tomamos debida nota. La dualidad de poderes teológicos no admite resolución pacífica. Esa es la estructura del monoteísmo.

De Maistre piensa satánicamente la revolución, y esta se piensa a sí mis­ma con curiosa simetría. Todos los inconvenientes que debe enfrentar, ni que hablar si se trata de una derrota militar, pueden/deben ser obra de traidores a sueldo. La búsqueda de agentes que laboran para una potencia extranjera, tanto por parte de los seguidores populares como de los jefes políticos del proceso revolucionario, constituye un tópico que no admite demostración en contra. Para Marat los traidores siempre existen, ni siquiera alcanza con desenmascararlos, solo la dictadura puede remediar esa tragedia histórica. Por eso el dictador, antídoto contra la traición, constituye su principal reco­mendación revolucionaria. Es la desesperada solución romana al servicio de las víctimas del imperio: Roma traditoribus non praemiat. Pero ni siquiera tan drástica determinación alcanza.

La peor de todas las acusaciones ronda a los jefes de la revolución: traidor al servicio de una o varias potencias contrarrevolucionarias. Es el modelo de los juicios de Moscú en 1936. Para alcanzar pureza máxima, la infamia no tiene límite y la puesta en escena de la traición —revolucionarios probados confesando ser agentes del Mikado; de Hitler; del zar curiosamente no— alcanza ribetes nauseabundos. La confesión, principal subproducto de la mesa de torturas, tiene una inverosimilitud insuperable: el motivo. Los que confiesan no tienen motivo pues han dedicado toda su vida a la revolución. Aun así, traidores son todos, salvo quien denunciaba: un epígono de Stalin.

Con semejante rango de acusación la traición muda de carácter, estamos en presencia de un cambio de conducción, de una sustitución de programa. Si en el año 17 se trataba de expandir la revolución a toda Europa, después de 1928 se trata de defender a la Unión Soviética. El problema no es si se puede construir el socialismo en un solo país (evidente que no, el mercado mundial se ocupa de que no suceda); para que perviva ese orden cerrado, el «socialismo real», pretendidamente autosuficiente, todo intento socialista europeo debe ser militarmente bloqueado. Así fue cómo impedir el socialis­mo pasó a constituir un programa político. El programa internacional del estalinismo: evitar la revolución socialista en el mundo entero. Funcionó. Pero sus defensores paladearon esa victoria solo hasta 1989.

Un cerrajero para Luis XVI

El caso de Luis XVI resulta paradigmático. El cofre de hierro donde escondía las pruebas de tratativas inadmisibles para un patriota fue denun­ciado por su cerrajero; de modo que la traición documentada ingresa opor­tunamente al ruedo con acusador plebeyo. El juicio revolucionario no solo sirve para exhibir vilezas reales (las tratativas del rey con las potencias coa­ligadas contra el gobierno de Francia, mediante una cancillería paralela y secreta), además permite establecer la trama que vincula al revolucionario conde de Mirabeau con el oro cortesano. Las dos caras de la moneda, ambas acusaciones de traición, quedan confirmadas en un único descubrimiento. De modo que traición y revolución terminan tejiendo una trama indisolu­ble, una suerte de segunda naturaleza que ambas admiten de mal grado.

Lenin y la Revolución de Octubre.

En el juicio político contra Luis XVI las partes se baten discursivamente con resultado anticipado, la máxima de Sain Just en la Convención (5) retumba en todas las revoluciones, como si el torneo argumentativo fuera el único modo de legitimar la trabajosa victoria militar en la guerra civil. Las espadas se vuelven a desenvainar, como si el resultado terminara dependiendo del choque de aporías y el traidor fuera finalmente desenmascarado. Pero quien  de un lado de la montaña es un traidor, del otro resulta un héroe. El argu­mento del traidor y del héroe remite al canon literario. Y Borges sostiene con negligente sagacidad: «Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es incon­cebible».

Esta lectura encabalgada de conservadores y revolucionarios pierde de vista un aspecto central: la inevitabilidad estructural de la revolución. Sos­tener la inevitabilidad del conflicto no presupone asegurar la victoria de la transformación, sino admitir que la historia construye un choque imposi­ble de elidir mediante maniobras. Anticipar el proceso, someterlo a cálculo, permitiría direccionar la explosión o al menos intentar hacerlo. Como todas las posibilidades han sido observadas (revoluciones triunfantes, revolucio­nes derrotadas; revoluciones desde abajo, revoluciones desde arriba) y como toda revolución también supone un cierto límite intraspasable, distinguir entre límite y derrota no siempre resulta tan simple. Imposible desconocer el rango de imposibilidades de un determinado proceso histórico, ya que no bien se pisa tan resbaladizo territorio, la descomposición de las fuerzas sociales que conjugan acción con horizonte programático de la revolución queda al descubierto. Sin perder de vista que la revolución, por su propia naturaleza, contiene términos de descomposición que la tornan posible. Y la encantadora idea de que ambos procesos (la descomposición requerida para que advenga una revolución, y la que sobreviene cuando la revolución alcan­za su límite) pueden ser previamente evaluados, por resultar analíticamente diferenciables, supone un manifiesto exceso de optimismo histórico. La re­volución jamás pierde su condición de apuesta probabilística, que para ganar certeza solo puede abandonar el accidentado territorio de la historicidad. Y para esa solución teleológica estudiar esta historicidad carece de relevancia, porque reconocer el límite de una revolución supondría imaginariamente otra cara de la traición. Ninguna revolución piensa sus límites sino para quebrarlos.

Por otra parte, una revolución «cuyos jefes, en el momento mismo de asumir el poder, se hallaban acusados de alta traición» (6), de ningún modo constituye una excepcionalidad. Si se quiere, la acusación misma delata la violenta inestabilidad del poder, el carácter público de la crisis, junto al in­tento de resistir desde la tradición imperante, para que «los agentes» no alcancen su objetivo revolucionario; la acusación forma parte de las con­diciones de posibilidad del proceso en marcha, de la constatación del im­pacto de una política revolucionaria activa, donde los poderosos de hasta hoy, bloqueados por los impotentes de hasta ayer, descubren la evanescencia histórica de un bloque de clases dominantes. Entonces, desde el punto de vista del orden establecido, de su defensa, la revolución no puede ser otra cosa que el desconocimiento del pasado y la cristalización de ese relato, am­bos considerados legítimos hasta el derrumbe, hasta la puesta en entredicho de la jerarquía «natural» que se presupone inmutable, de la desacralización del poder y del poder de lo sagrado. La laicidad del estado moderno intenta destronar el derecho divino al poder. Pero después de todo, esta laicidad no es otra cosa que el ensayo de divinizar una institución desacralizando un jefe.

Caída del muro, fin de los escrúpulos

Si la crisis revolucionaria no puede ser otra cosa que un enfrentamiento entre agentes, la novela de espionaje sustituye la historia social para impedir un relato con final abierto; agentes que militan en favor de la revolución o en su contra dirimen todo; en estas condiciones, una representación de la cuestión revolucionaria no sería más que una lista de nombres propios su­ministrados por un servicio de inteligencia. Agentes dispuestos a «alta trai­ción» sobran, basta mirar la nómina de los que reciben paga en cualquier de­pendencia del Estado; sin embargo, las revoluciones sociales escasean. Aun así en el mundo académico, y por fuera de él, esta línea de trabajo siempre tiene adeptos. El prestigio de los profesionales apalanca sus productos y el desprestigio actual de la revolución garantiza su eficacia comercial.

Si algo produjo la caída del Muro de Berlín en Europa fue alegría (7). La amenaza de la Unión Soviética había concluido; por fin los azotados ciuda­danos del centro de la historia alcanzan tranquilidad helvética. De modo que la Revolución Rusa pasó a ser la bête noire de la historiografía contemporánea, y la lectura de los «nuevos documentos» arrancados de los viejos archivos de la KGB se transformó en deporte de una expertise devaluada. Mientras la URSS era una potencia del mundo bipolar la seriedad del enfrentamiento aseguraba, dentro de ciertos límites, alguna escrupulosidad profesional. Dos ejemplos ilustran el aserto: Herbert Marcuse, Soviet marxism. A critical analy­sis; George Frost Kennan, Russia and the west under Lenin y Stalin. Marcuse nunca ocultó, ni siquiera en este caso, que el horizonte de Marx era el suyo y pudo publicar el trabajo que escribiera para la inteligencia militar nortea­mericana, en medio de la II Guerra Mundial, sin cambiar una coma y sin avergonzarse. Podemos no compartir el análisis, pero no debemos negar ni su integridad, ni su seriedad. De igual modo Kennan, un diplomático nor­teamericano sin la menor simpatía por el socialismo, nunca permitió que su adhesión política distorsionara la data. La edad de oro quedó atrás.

Tras la implosión de la URSS, una pléyade de especialistas de tercer or­den se lanzó a la conquista de un mercado apetecible: el centenario de Oc­tubre, los restos humeantes de la revolución roja. Y para ellos la traición y la estupidez, en tanto juicio moral, explicaban el destino final de la Revolución Rusa. Era, es una operación política: denigrar desde el poder del Estado, con el capital simbólico de las grandes universidades, las promesas emancipadoras de 1917. Entonces, siguiendo la fértil huella de Stalin en los Juicios de Moscú, los integrantes del Comité Central del Partido Bolchevique no eran otra cosa, cómo dudarlo, que agentes al servicio de potencias extranjeras.

No todos los trabajos académicos siguen tan redituable línea de investi­gación, pero casi ninguno la elude. Si se puede «demostrar» que Lenin reci­bió 2.000 marcos de los millones asignados por el káiser a Izráil Lázarevich Helphand (Aleksandr Lvóvich Parvus), alcanza (8). Después de todo, cómo iba a permitir el gobierno alemán que Lenin atravesara todo su territorio en tren, en un vagón precintado, sin contar Suecia y Finlandia, siendo el em­bajador de la revolución proletaria europea en curso potencial. Ni siquiera es preciso sostener que el dirigente bolchevique fuera un amoral, «objetiva­mente» su punto de vista favorecía los intereses alemanes. No habría modo de escapar a semejante explicación: o se benefician intereses alemanes o por el contrario sacan ventaja los franco británicos, que en última instancia ter­minan siendo norteamericanos. En una guerra entre potencias imperialistas se disputan intereses… imperialistas. Por tanto, agentes terminarían siendo todos, lo sepan o lo ignoren.

Esta cuadrada línea de lectura tiene un problema: la revolución desapa­rece. 1917 pierde vida propia, para transformarse en escenario de una guerra entre aparatos de inteligencia vaciando la faltriquera. Claro que los ingleses gastaron más que los alemanes, pero eso no supone que hayan invertido bien. La teoría conspirativa de la Historia, donde las escenas secretas se devoran las crisis públicas, gana tal preeminencia que las masas pierden todo protagonismo. No hay demasiado que estudiar, salvo desempolvar «docu­mentos secretos». A tal punto llegó la marejada que los viejos repertorios descartados por especialistas inimputables, como el longevo Kennan, regre­san acríticamente al ruedo.

Nadie había vuelto a revisar los Papeles de Sisson, que el Comité Ameri­cano de Información Pública había adquirido a través de Edgar Sisson, en febrero de 1918. Bastó que los investigadores rusos volvieran a chocar con ellos en Washington, para que las «pruebas» de la traición bolchevi­que —eterna cantinela de los oficiales blancos, del liberalismo ruso incluso en su versión socialista, alentada por el conservatismo inglés— recobrara su gastada potencia, y todos olvidaran convenientemente que estos documen­tos fueron escritos en una misma máquina de escribir (9).

Conviene repasar la peripecia. El redactor jefe de la revista Cosmopolitan disponía de muchos dólares. En pocas semanas, Sisson logró reunir en Mos­cú un buen repertorio de «pruebas» que relacionarían al alto mando alemán con Lenin y Trotsky. Si Sisson se lo creyó a pie juntillas, o si cínicamente hizo lo que necesitaba, importa menos; según los «documentos», ambos je­fes bolcheviques no solo serían agentes alemanes, sino que tras firmar la paz por separado con Alemania deberían haber recibido una fabulosa fortuna (10). El Comité que adquirió estos documentos los difundió en octubre del año 18, en forma de panfleto; pero no repercutieron todo lo que el periodista esperaba: el estallido de la paz y la revolución alemana les robaron la tapa de los diarios.

Antes en Octubre de 1917 había explotado la Revolución Rusa, y Francia y Gran Bretaña intentaron derrocarla. Una guerra civil de tres años de du­ración, con la intervención de las potencias imperialistas y 100 millones de dólares —de ese entonces— aportados desde Londres en apoyo del Ejército Blanco, explica Kennan, no resultó suficiente para vencer al Ejército Rojo. Esa victoria militar tornó ridícula la «explicación Sisson», al igual que las demás teorías de los agentes extranjeros. Algo quedaba claro, los bolchevi­ques bien o mal jugaban su propio juego. Era factible rechazar su propuesta política, la Tercera Internacional, sin transformarlos en traidores miserables.

Pues bien, hoy se ha vuelto admisible abandonar ese punto de vista. La manifiesta derrota del socialismo ha cambiado dramáticamente las cosas. La Revolución Rusa no es otra cosa, para buena parte de la historiografía aca­démica, que un perro definitivamente muerto. Entonces, los «detalles de la peripecia» carecen de relevancia. El género del espionaje permite una sim­plificación que la sociología política dificulta. Al final de cuentas, estudiar Octubre del 17 de ningún modo impedirá que el Muro de Berlín siga cayen­do hasta el fin de los tiempos sobre las conmovidas cabezas de los paseantes.

 

  1. Cfr. Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, Tecnos, Madrid, 1990.
  2. No tenemos intención de intervenir en el complejo debate que Harold Bloom, entre muchos otros, tematiza en The book of J., ya que el problema de las fuentes y el editor final del Génesis no afecta nuestra lectura.
  3. Podríamos también señalar, siguiendo las lecturas rabínicas del Génesis 1-27 —«Creó, pues, Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó»—, que dios creó en primer lugar una mujer a imagen suya, formada al mismo tiempo que Adán, y que solo más tarde creó de la costilla de Adán a Eva. En tal caso, la figura de Lilith aparece como una traidora anterior a Eva e incluso más osada, que se rebeló por no querer ir debajo en el coito, que se empecinó en nombrar las cosas y que se aburrió del mundo conocido, abandonó a Adán y se fue a explorar. Al respecto de las apropiaciones feministas de Lilith y de sus periplos literarios a través de los siglos se puede consultar: Erika Bornay, Las hijas de Lilith; Enid Dame, Lilly Rivlin, Henny Wenkart (eds.), Which Lilith?: Feminist Writers Re-Create the World’s First Woman;Wechsler Steinberg, Eva versus Lilith (o la elisión de la Biblia de la mujer que goza).
  4. Roger Sharttuck, Conocimiento prohibido, Taurus, Madrid, 1998.
  5. «Esto no es un juicio. Si lo fuera, Capeto podría ser inocente y la Revolución, culpable. Como la revolución no puede ser culpable, ningún rey puede ser inocente».
  6. León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa, tomo I, Galerna, Buenos Aires, 1972, p. 9.
  7. Cfr. Timothy Garton Ash, History of the Present: Essays, Sketches, and Dispatches from Europe in the 1990s, Allen Lane, Londres, 1999.
  8. Catherine Merriadale, El tren de Lenin, Crítica, Barcelona, 2017, p. 265.
  9. León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa, tomo II, op. cit., p. 125
  10. Del dinero jamás hubo noticias, pero este inconveniente no arredra a tan sagaces investigadores.

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