Una historia de amor trunco, una hija que delata a su madre, una moneda fatal y un deseo de venganza unidos por la caparazón de un caracol, que puede ser otro o el mismo. Aun así, puede resumir, casi como al pasar, puntos distantes del tiempo.

                                          A Jorge Payá, por sus buenas ideas

Tendida sobre la playa, Lyuba se quita el sujetador, cava con la espalda la arena tibia, se acomoda y siente un pinchazo. Es una caracola que brilla al sol, parece muy antigua. Sin darle importancia, la deja a un lado y baja los párpados, que transparentan una luz roja. Junto a ella, Jan se dispone a hacer una prueba de la que dependerá su futuro. Está loco por Lyuba y no se atreve a decírselo, pronto tiene que regresar a casa, así que debe hablar con ella o dejarlo ya. Recoge la caracola, la estudia. Desde las pequeñas ventanas que el tiempo abrió en la concha, ve que se trata de una espiral logarítmica, de esas que giran y se expanden a partir de un punto infinitesimal. Decide colocarla en el ombligo de Lyuba: si mantiene el equilibrio durante más de dos minutos, le pedirá que se case con él. Si se cae, volverá a su país y se alejará de la chica, como se alejan del centro esos círculos infinitos. Cuando está extendiendo la mano, percibe que Lyuba tiene un ombligo extraño, hacia fuera, en el que es imposible que se sujete nada. En el cielo, un halcón peregrino dibuja curvas cada vez más abiertas.

Cuarenta años antes de esta escena, una muchacha merodea entre los matorrales. Es de noche y, en este junio lluvioso, el monte le parece aún más tupido. Lleva una manzana en el bolsillo, es lo único que tiene para comer. Si rebusca de noche, tal vez encuentre algo, los alemanes deben de estar dormidos en sus puestos de vigilancia. Además, el hambre es más fuerte que el miedo y ella tiene buenas piernas para correr. Mira hacia el cielo. Como hermosas cometas preñadas, ve flotar un milagro de paracaídas. Se queda observándolos hasta que, a lo lejos, suenan disparos. La muchacha corre y se esconde, tropieza, cae de bruces sobre un soldado que parece dormido pero que tiene los ojos abiertos, casi transparentes, ojos que miran el cielo como si formularan una pregunta. No es alemán, porque los alemanes no visten ese uniforme. Procurando no mancharse con la sangre desbocada, le revisa los bolsillos, encuentra una medalla, algunas monedas extranjeras, una caracola irisada, una foto. Esconde el dinero y lanza la caracola hacia la costa. Súbitamente unas manos enormes la sostienen por el cuello. Es un soldado alemán, que le arranca las monedas repitiendo furioso: «Dólar». Mientras camina con las manos en la nuca, comprende que, si hubiera tirado la moneda en lugar de la caracola, hubiera podido salvar su vida.

Casi dos siglos antes, una niña pasea por esa playa. Piensa en su padre, a quien nada le importa tanto como el dinero, y en su madre, quien, ya sin tapujos, lo engaña. Entre la libertad furiosa de su madre y la avaricia del padre, la chica la prefiere a ella. Odia esos andurriales, ese pueblo perverso donde nadie sueña nada. En el mar, gris, se ha enganchado el invierno. La chica salta, recoge sus enaguas para guarecerlas del encaje de las olas, húmedos, los botines dibujan una línea de sal. Recoge una caracola, jugando con ella regresa a casa. En el salón, junto al fuego, su madre parece flotar sobre la tristeza de la tarde. Luce un vestido nuevo, el pelo arremolinado, las mejillas ardiendo. Decide sorprenderla con un regalo y mete la caracola en su bolso; al hacerlo, choca con un papel. Lo guarda en el puño, y espera sonriente a que la mujer le haga una caricia. Pero, a la madre, la niña le produce tedio. Encuentra la caracola, la toma con dos dedos, mientras murmura quién ha puesto aquí esa porquería, le da un empujón a su hija y escapa. Más tarde, entre las sábanas, la niña lee la promesa de pago que su madre firmó a un usurero. Se levanta de puntillas y deja el papel abierto sobre la mesa de su padre. Por la mañana, mientras oye los gritos, sonríe arrebujada, bajo las mantas.

Siglos atrás, también en Normandía, avanza una multitud. Se ha declarado la peste y los profetas venden la salvación o amenazan con la hoguera. Desesperadas, las madres lanzan a los recién nacidos al mar, como si mecerse en las olas fuera un tormento menor que la vida. Doncellas guerreras prometen salvarlos y, aunque nadie les cree, las siguen, al fin y al cabo la confianza alimenta. Algunos avanzan hacia un destino incierto, otros retroceden con las carretas en las que duermen los difuntos y, cuando se agotan, los abandonan al costado del camino, sin tiempo para cerrarles los ojos. Todos tiemblan, menos una niña que sonríe y trota detrás de la multitud. No tiene familia, al menos no la recuerda, solo posee la ropa que lleva puesta y una caracola que recogió en la playa. Hace cabriolas para recibir algunas monedas y las recibe mechadas con frases hostiles, que no le importan, porque es sorda. Los golpes sí, los golpes le duelen, así perdió el oído y ha jurado vengarse. La próxima vez que me toquen, se dice, la próxima vez. Y llega la ocasión, cuando un soldado está empujando a una muchacha a la hoguera. La niña juega delante de él, extiende la mano, y el soldado, molesto por el silencio de la multitud y por el llanto de la condenada, le lanza un golpe y le arranca la caracola que cuelga de su cuello. Entonces la niña escupe un diente. Por la noche, entre las ascuas dormidas, escoge una brasa y la acerca a la carreta de heno en la que ronca el soldado. Un rato más tarde, el pueblo está ardiendo y el soldado aúlla, con la melena en llamas.

Hace demasiado frío en este anochecer de hace doscientos mil años. Junto a las hogueras, a lo lejos, la manada se arremolina, tiene hambre, se devora a sí misma. Este invierno no hay caza ni se puede pescar, las briznas de hierba no atraviesan el hielo. Ennegrecido, el bosque parece muerto, entre los árboles gigantescos la nieve borra de inmediato la huella de las presas. Una hembra se ha retrasado, ya no puede seguir a su grupo. Tampoco tiene tiempo de llegar a la cueva, donde podría tenderse sobre las pieles. Está sola en la playa y el vientre le pesa. Hace rato que siente miedo. Miedo y premura. ¿Cómo podrá sobrevivir en mitad del hielo? ¿Qué hará sola, hasta que llegue el calor? El mar es un campo de hielo infinito sobre el que se puede caminar. La obligan a acuclillarse los golpetazos en el vientre. Nunca ha parido, y la boca se le llena de baba, el amasijo que brotará de ella puede ser su salvación. Sabe también que aquello no es fácil. Sangre, hay mucha sangre entre sus piernas, siempre precede la sangre. Sangre roja y espesa, caliente, alimenticia. Brama asida a sus rodillas, empuja, ruge, el esfuerzo la quiebra. Cuando casi está agotada, cuando ya no puede más, por fin algo cae. La hembra olisquea el revoltijo pringoso, lo revuelve, husmea con el hocico. Está por lamer la sangre, abre las fauces sobre el cuerpo apetecible. Qué fácil lanzarse sobre ese alimento indefenso y tibio que comienza a gemir, la saliva y el hambre le anegan la garganta. De pronto, entre la nieve que cubre la playa, ve un resplandor. Es una caracola brillante y la distrae por un segundo de su avidez. Ha salido la luna, que enciende con reflejos irisados el objeto. La hembra, cansada, siente que en algún lugar de su cuerpo despierta una emoción desconocida. Todo brilla bajo la luz blanquecina, en el silencio extraño el cielo es un alborozo de estrellas. Cierra las mandíbulas, aprieta los dientes, se contiene. Con el sílex que lleva en la cintura perfora el caparazón, esboza un gesto, y cuelga el talismán en el cuello de su hija.

Cuando el mundo era un desaforado océano azul, cuando toda forma de vida estaba en el agua y solo había en la tierra rocas desnudas, surgieron los primeros gasterópodos que se arrastraron hacia las playas. De esto hace más de quinientos millones de años. Quizá la paciencia de las sales marinas permitió que acumularan las bellas capas de su piel, quizá fue el azar minucioso quien los talló, dibujando en sus conchas una espiral que se expande. Hermosos, pero inermes, brincaban sobre las olas bravías, crepitaban en la espuma, flotaban. Así, empujada por el mar, llegó una caracola a la costa. Casi no había nubes, las tierras emergidas flotaban hacia el sur y Europa era apenas una isla en cuya playa se dejó caer el molusco, comenzó a retorcerse, se replicó a sí mismo, alargó sus anillos hasta convertirlos en remolinos, huracanes, galaxias.

 

Clara Obligado es una escritora argentina que vive en Madrid, Entre sus libros, La biblioteca de agua, La muerte juega a los dados y Petrarca para viajeros