La tristeza es una forma apaciguada de la resignaciòn. Una mujer que viaja a ver a su marido al hospital mientras trata de recordar algunos destellos del pasado.

Las nubes se amontonaban sucias, pesadas como la panza de un animal cebado. Eran las once de la mañana y tal vez lloviera en un rato o no. Este verano seco el tiempo se armaba y se desarmaba a cada rato. La promesa de alivio duraba poco.

La luz era especial: deslumbrante y aterradora. Rita dio un paso atrás, alejándose de la mesada donde recién tomaba un vaso de agua de la canilla. Con el vaso todavía en la mano miró afuera. El marco de la ventana recortaba ese pedazo de campo como si fuera un cuadro.

En la distancia vio, débil, su reflejo en el vidrio. Le pareció que unas mechas se habían salido del rodete y levantó una mano para acomodarse. No se lo mostraba el reflejo pero sabía que también necesitaba retocarse la tintura. Las raíces blancas formaban una especie de corona, un halo alrededor de su frente. Sintió calor. Un sofocón que la obligó a abrirse la camisa de un tirón. Como el fuego que traía el viento norte, algo así pero que venía desde adentro. Aunque estaba sola enseguida cerró la prenda con una mano, cubriéndose.

Esa ventana estaba cerrada porque era la única sin mosquitero. Los vecinos tenían criadero de pollos y sobre todo los días pesados como este las moscas eran un infierno. A Vicente se le había ocurrido renovar todos los mosquiteros de la casa y esta ventana le había quedado sin terminar. Estaba en el hospital desde hacía unas semanas.

 

La camioneta daba barquinazos sobre el camino reseco. Las ventanillas abiertas. La radio encendida. Rita agarrando el volante con las dos manos. Manejaba desde los doce años. Le había enseñado el abuelo para que lo llevara al pueblo y lo trajera cuando se entretenía de más en el boliche. Le gustaba tomar y a ella no le molestaba. No era un cargoso. Solamente un hombre que empinaba el codo hasta que la cabeza se le doblaba sobre el pecho y se quedaba dormido. Siempre había uno o dos hombres un poco menos borrachos que la ayudaban a cargarlo hasta el vehículo. A veces, en vez de ir directo a la casa, manejaba hasta el arroyo y lo dejaba dormir allí un rato, con toda la camioneta abierta, el aire fresco y el olor a agua entrando, acunando el sueño del viejo. Ella daba vueltas por ahí, buscaba piedras, unas en particular que abundaban en el lecho de los arroyos de la zona: tenían forma de rosa y se decía que eran de la prehistoria. Fragmentos de la caparazón de tortugas gigantes o estampas de un crustáceo antiguo.

A los costados el campo, el verde áspero de la soja. Pronto comenzará la cosecha.

A veces recuerda el incendio del sorgo maduro. El lino florecido, azul como si el cielo se hubiera derramado sobre la tierra. La alfalfa. Los girasoles. El suelo dividido en parcelas coloridas. Ahora todo verde. El mismo verde desde hace años.

A su abuelo lo hubiera entristecido. Tampoco vería con buenos ojos que ella, su única heredera, arrendara la mayor parte de los campos en vez de trabajarlos con sus manos. Otros tiempos le habían tocado.

Los neumáticos mordieron el asfalto. Por fin quedó atrás el camino roto por las huellas secas de los tractores. Era mediodía y el calor dibujaba espejismos allá adelante. La ruta brillosa como si estuviera hecha de agua: angosta y sinuosa como los arroyitos que recorría de niña.

En la banquina había un viejo camión estacionado y una pila de sandías. Unos carteles escritos a mano y clavados al borde de la ruta anunciaban la mercadería: sandia 20 peso. Un hombre y una mujer estaban sentados al lado del camión, en unas sillas de playa. Niños en short, en cuero y descalzos se revolcaban con unos perros un poco más lejos.

Aminoró la velocidad y se quedó mirando a los chicos: los torsos marrones por el azote del sol, se reían a carcajadas, despreocupados, dichosos. Cuánto hacía que no escuchaba una risa así.

Cuando regresara, si todavía están, les comprará dos o tres sandías. Ella no come y está sola en la casa, pero ya se las dará a un vecino o a las gallinas.

Estacionó bajo los eucaliptos. Apagó el motor y se recostó en el asiento. No le gustaba venir al hospital. Después de tanto tiempo debería estar acostumbrada pero no.

Adelante asomaba el edificio entre otros árboles. Los eucaliptos rodeaban el predio, pero ya ingresando había algunos álamos, robles y lapachos. Allí había nacido ella hacía casi medio siglo.  La primera bocanada de aire que había entrado en su cuerpo, había sido entre esas paredes viejas, revestidas de azulejos blancos, saturada de olor a lavandina. Bajo ese techo habían muerto sus padres. Su abuelo no; él murió en la casa. Vicente no había nacido aquí; sus padres se habían instalado en el pueblo con él de dos o tres años. Los hijos, de haberlos tenido, habrían nacido aquí. Desde hacía cinco años Vicente entraba y salía del hospital periódicamente.

Se habían conocido cuando ella tenía quince. En el campo. Toda la vida de Rita había transcurrido en el campo: las cosas fundamentales, las pequeñas, las que se olvidan rápido, las que permanecen. Recuerda la primera vez que lo vio como si fuera ayer. Había un grupo de hombres fumigando los sembrados cercanos a la casa. En esa época se hacía manualmente. Una decena de cuerpos blancos, con sombreros de paja, un tanque en la espalda, empuñando unos caños largos de los que salía el rocío venenoso. Parecían flotar entre el sembrado que apenas empezaba a crecer. Como astronautas o seres de otro planeta. ¿Cómo se fijó en él si con el traje blanco y el sombrero y el tanque era igual al resto? Quizá porque era más menudo. O porque se movía más rápido. Pero algo en esa figura parecida a las otras le llamó la atención.

Después averiguó y supo que el hijo de Fontana había dejado los estudios de agronomía y se había vuelto a trabajar con el padre. Ella ya sabía cómo se llamaba el hijo de Fontana, se habían cruzado en el pueblo varias veces, en la misa o en algunas fiestas los días patrios.

A los quince Rita había echado cuerpo. Había dejado el colegio porque la aburría el estudio. Como sus padres ya estaban muertos, el abuelo la dejaba hacer. Le estaba enseñando a administrar los campos. Eso sí le gustaba a Rita: los números, las fechas de siembra y cosecha, los porcentajes, hablar de toneladas, de silos, de cargas.

***

En el pasillo se cruzó con Adela, una de las mucamas. Iba empujando un carrito de bandejas con restos de comida. Se saludaron con un beso. Adela le dijo que Vicente ya había comido. Rita inventó una disculpa: algo la había retrasado y no había llegado a tiempo para ayudarlo a comer.

La verdad era que no le gustaba verlo en esos momentos. Darle la papilla en la boca como si fuera un bebé. Que se atragantara y tosiera y devolviera la comida. A veces se retrasaba a propósito y sabía que Adela y las enfermeras se daban cuenta.

El noviazgo no había durado mucho. Rita quedó embarazada y no es que los obligaran a casarse, si no que quisieron hacerlo. Estaban enamorados. En unos años Vicente tomaría las riendas de la pequeña empresa de su padre. El negocio de los agroquímicos estaba creciendo. Rita heredaría los campos del abuelo. Todo auguraba que sería una pareja de esas que los demás miran con envidia. Sin embargo el embarazo no prosperó. Unas semanas después de la fiesta de casamiento, Rita tuvo un sangrado. Era algo bastante común, había dicho el médico. No había de qué preocuparse.

***

La cara de Vicente, pálida y huesuda, casi una con la almohada, se iluminó cuando la vio asomarse en el vano de la puerta. Levantó apenas un brazo lleno de tubos, azul por los pinchazos y movió los dedos, saludándola. Tenía puesta la mascarilla de oxígeno. Rita imaginó su sonrisa debajo del plástico y sonrió también, intentando parecer despreocupada.

A cada confirmación de embarazo, le sobrevino el sangrado, la desilusión. Pasó bastante tiempo hasta que empezaron el peregrinaje por médicos, estudios, drogas, el sexo recetado con horarios y temperaturas. Pero la medicina tampoco trajo alivio, al contrario. Era insoportable la tristeza en la que caían los dos cada vez que fracasaban. Alguna vez también fue la fila interminable en lo de un cura sanador. Otra, un viaje a la otra punta del mapa donde una virgen concedía cosas imposibles.

Finalmente desistieron. No tendrían hijos.

El cuerpo de los dos era un terreno devastado donde no crecía nada.

Vicente se quitó la mascarilla. Ahora sí Rita vio la sonrisa antes imaginada o sabida de memoria. Hablaron un poco del campo, de algunas cosas de trabajo. Él hablaba despacio, administrando el poco aire que podía entrar a sus pulmones. Rita se sentó en el borde de la cama y se inclinó sobre su marido para escucharlo mejor. Pudo escuchar, o le pareció escuchar, el pecho de él rugiendo como una máquina recalentada.

***

Cuando abandonó la habitación Vicente dormía. Se había despejado y el sol pegaba fuerte. De nuevo no iba a llover. Las chicharras zarandeaban el silencio de la siesta. Rita había dejado las ventanillas de la camioneta abiertas y cuando entró vio coquitos de eucalipto esparcidos sobre el asiento. Eran diminutos conos de madera. Cuando era niña los ensartaba en un hilo y fabricaba collares y pulseras. Se llevó uno a la nariz. Aun ese fragmento pequeño olía al árbol de donde venía.

 

Selva Almada es escritora y docente. Entre sus libros: Chicas muertas, No es un río y El desapego.