Una vez que se desata, la guerra siempre encuentra su modo de seguir latiendo. Un ex combatiente y un periodista la reencuentran en medio de un tiroteo.
Un homenaje a nuestros soldados de Malvinas. También es un recuerdo apócrifo del querido Juan Carlos Del Val, compañero de militancia en el PRT y en la redacción de diario Norte y desaparecido junto a su mujer, hermana e hijos, por la dictadura militar.
Había recibido la llamada en la redacción mientras escribía sobre un robo de vacas en Machagai. Alguien estaba disparando desde el techo de una ferretería en Barranqueras, casi seguro que era el comercio del Griego Georgadis. A Carlos Delval, el Flaco, periodista de policiales del diario Norte, se le estaba cumpliendo un viejo sueño: llegar a cubrir alguna noticia que ayudara a sacudir su adormecida adrenalina.
Salió despedido de su silla y, llamando a Lopecito, el fotógrafo, voló hacia su auto. El Torino 73, un poco cachuzo, tardó en arrancar y cuando fue acelerado a fondo, dio toda la impresión que había largado las 24 horas de Le Mans. Lopecito sufría de vértigo y se acurrucó abrazado a su Nikon.
Los casos de francotiradores en EE.UU. lo fascinaban, la perspectiva de vivir algo así le vació el estómago, de placer y también de miedo.
En la 9 de Julio fue sobrepasado por dos ambulancias y un carro de asalto de la policía atronando sirenas.
– ¡Esto es acción, Lopecito! – dijo y largó una carcajada.
Las sienes le latían, sudaba, el aire de la media mañana parecía el aliento de un dragón.
– ¿Vamos a morir? – balbuceó Lopecito aferrado a su Nikon.
– ¡Por favor! Esto es pan comido…-
Lopecito lo miró, las ínfulas no formaban parte del carácter del periodista.
A la altura de la estatua de Villa Monona ya se podía oír cómo se quebraban tiros en el aire. Más allá de los cien metros, un grupo de policías, parapetados detrás de los patrulleros, rodilla en tierra, habían desenfundado sus armas reglamentarias y disparaban hacia el techo de la ferretería. Al impactar en la baja pared de la azotea, levantaban un polvillo amarillento. Olor a pólvora y a furia contenida. Cada tanto, una figura indiscernible se asomaba, gritaba, se mandaba un par de tiros y desaparecía. Por el sonido era un rifle de caza, nada importante, aunque un corchazo de esos te podía mandar al campito.
El Flaco Delval, mostrando su credencial, se abrió paso hasta un oficial de bigotes grises que empuñaba un megáfono. El resplandor de la mañana revelaba la piel poceada de viruela.
– ¡Largá tu rifle, viejo de mierda! ¡Bajá que no te vamos a matar ninguno! – parlamentó el oficial. Su idioma era novedoso.
Los tiros esporádicos se oían secos, raros.
– Oficial, soy Delval, del Norte…¿El que tira es un viejo?
– Bajá tu cabeza que te la va a agujerear ese desgraciado.
Delval se puso en cuclillas y se cubrió la cabeza con su libretita de apuntes.
– ¿Es un viejo? – repreguntó el Flaco.
– Sí, ya lo calamos, es uno que estuvo en Malvinas – dijo el oficial, concentrado en la refriega.
– No es un viejo –dijo el Flaco- es un ex combatiente…
– ¿Y cuál es la diferencia? – dijo el oficial llevándose una vez más el megáfono a la boca.
Volvió a intimarlo. El hombre asomó su cabeza y gritó:
– ¡Alto!, ¿quién vive? – y se ocultó.
– En un rato se va a quedar sin municiones…- murmuró el oficial- si no se le acabaron ya.
– ¡Tráiganme al cabo Arce! –Chilló el francotirador.
Un estampido y el ruido a chapa perforada hizo que el oficial se zambullera detrás de la rueda trasera del auto.
– ¡Me está agujereando los patrulleros…viejo de mierda!
– Déjeme a mí, que sus hombres dejen de tirar, voy a salir para hablarle.
– ¡Pará, che, ¿qué estás haciendo?, pará! ¡Te va a cagar a tiros!
El Flaco salió lentamente, los brazos en alto, cruzado por el sol rajante del mediodía, temblando debajo de su guayabera celeste. Escuchó la ráfaga de fotos que tiró Lopecito a su espalda. El disparo de un policía le explotó en los tímpanos y lo mareó. Siguió avanzando paso a paso.
– ¡Alto el fuego! ¡No tiren, carajo!–gritó el oficial en el momento en que se agrupaban a su espalda tres hombres del equipo de asalto.
Cuando estuvo a menos de veinte metros del edificio de la ferretería, el francotirador bramó:
– ¡Alto quién vive!
Delval se detuvo, se abrió un abismo de silencio, se escuchó la recarga de los fusiles de asalto.
– ¡Capitán de artillería Carlos Delval! ¡Identifíquese, soldado! –remedó la voz marcial de las películas de guerra.
– ¡Soldado clase 62 Omar López, Compañía Comando y Servicios, Regimiento de Infantería 4, señor! – el hombre se puso de pie, se cuadró, hizo una corta venia y quedó en posición de firma con el rifle a su lado.
– ¡Baje soldado, quiero hablar con usted! – El golpe del sol contra el rifle lo encandilaba.
– ¡Primero que venga el cabo Arce, señor! ¡El cabo mató al soldado Peña en Monte Longdon!
El sudor le chorreaba en la espalda, Delval reaccionó y respondió:
– Soldado, Peña no murió…- giró medio cuerpo hacia las patrulleros y señaló vagamente- Allá está, lo está esperando con el resto del pelotón…¡Salude, Peña!
Los policías se miraron desconcertados.
– Vos, Peña, no seas boludo, saludá a tu amigo.
Uno de los canas saludó tímido, entendiendo la idea de Delval.
– Peña, ¡sos vos! ¡Qué alegrón, hermano! ¡Esperá que bajo!
Reapareció por la puerta del negocio en el que se había acuartelado. Era robusto, morocho, con pancita cervecera, a la izquierda de su casaca verde oliva llevaba dos condecoraciones. Salió sonriendo como una criatura y tiró el rifle al cantero de la vereda.
El sonido de armas amartillándose le congeló la espalda. Delval giró y rugió:
– ¡No tiren, carajo! ¡El hombre acaba de rendirse!
El veterano corrió hacia su rifle, lo tomó y dejó que el arma apunte al cielo.
– ¡No me rindo una mierda! –aulló.
De lejos se podían ver los relámpagos que destellaban en sus ojos. Temblaba de furia, resoplaba.
Cargó el peso sobre una de sus piernas y ya apuntando, se puso rodilla en tierra.
Seis hombres del equipo de asalto, al trote, tomaron posiciones al frente del cerco de patrulleros. Delval vio cómo brotaba en la azotea el uniforme negro de otro del grupo y apuntaba a la espalda del veterano.
– ¡Alto! –gritó Delval y avanzando unos pasos le dijo, marcial- Soldado, nadie lo está atacando. La tropa que ve al frente son sus compañeros del regimiento 4 de infantería…
El hombre fruncía el ceño, el sol lo encandilaba. Hizo visera con una de sus manos.
– Deje el arma y abrácelos, lo están esperando…
El hombre dejó el rifle en la vereda y se aproximó bufando, los ojos desbordados de lágrimas y abrazó a Delval.
– Gracias, Capitán…- puchereó.
– Soldado, abrace a su compañero Peña, ahí lo tiene.
Un policía se adelantó y estrechó al hombre sacudido por el llanto.
Cacheteando cariñosamente la mejilla del policía, le dijo
– Peñita querido, te juro que creí que te habían matado…
Mansamente lo metieron en el asiento trasero de un patrullero. Se asomó a la ventanilla.
– ¡Gracias, mi Capitán! – hizo una venia y se acomodó en el asiento. El vehículo arrancó.
Lopecito tiraba fotos aquí y allá.
Delval lagrimeaba, sacó un pañuelo y se sonó la naríz.
Miguel Molfino es periodista y escritor. Entre sus libros, El mismo viejo ruido, Prosas escogidas y Un libro raro.
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