“Un ángel en la lluvia” es un relato del escritor argentino, residente en México, Rolo Diez (10/09/1940). Forma parte del libro “La carabina de Zapata”, ganador del  Premio Internacional Gran Angular de Literatura Juvenil (México, 2004).

 Un ángel en la lluvia

Como todas las tardes, llueve. Al  mediodía se  puede cocinar sobre el asfalto. De noche refresca. Por la mañana hay inversión térmica: Envuelto en capas de ozono, plomo y otros tóxicos que han reemplazado al viejo aire, Jack el destripador acecha el paso de sus víctimas. Aunque -con menor dramatismo pero igual efectividad-, si alguien sale a correr por el parque en horas tempranas, no necesita topar con el destripador, igual caerá muerto en el estanque de los patos. A partir de las siete AM irrumpen furiosas manadas de bestias metálicas. La ciudad es prisionera del ruido y el hollín de quinientos millones de automóviles. Este desterrado de la pampa húmeda, natural de un pueblo donde circulan doce automotores por hora (la estadística no incluye caballos ni bicicletas) y el sonido ambiente se relaciona con gallos cantores, peleas de perros y madres que llaman a sus hijos, recuerda al Dante y se pregunta si acaso el ilustre florentino habrá sido mexicano. Inmediatamente piensa en los militares argentinos, decide que un poco de lluvia no le hace mal a nadie y sospecha que el infierno debe hallarse más al sur.

 

De donde yo vengo la lluvia es un asunto arbitrario, únicamente predecible por ciertos magos campesinos. Llega cuando la luna se hace con agua, cuando las articulaciones reumáticas de los viejos crujen y cuando se le antoja, y, a veces  suave y de a ratos torrencial, puede quedarse media hora o una semana. Sus golpes son tambores sobre plásticos y chapas, y chorreadas cortinas en las ventanas. Lejos de casa hay ríos desbordados y familias trepadas a los techos, mientras las aguas turbias se llevan sus gallinas y sus camas. También, muy importante, si su violencia coincide con el horario de ingreso a clases, aporta sólidos motivos para faltar a la escuela. A pesar de que el tema suele ser abundantemente discutido con una madre dispuesta a sacrificar a sus hijos en el templo del saber y en homenaje a la tranquilidad hogareña, nuestros argumentos son poderosos. Ante todo, los chavos de General Viamonte no tenemos paraguas -práctica decisión de los adultos, ya que si los tuviéramos los usaríamos para inventar el paracaídas y arrojarnos desde un techo, de poca altura porque tampoco comemos vidrios, o los convertiríamos en espadas y lanzas de combates, imaginarios primero y verdaderos después, al calor de una puesta en escena realista, con lo que es de imaginarse que el promedio de duración de nuestros paraguas andaría por las dos o tres horas de uso-. Si a eso le sumamos la perspectiva de pescarnos un resfrío, o peor todavía, una gripe con su fiebre y su doctor y sus remedios… En fin, que analizados pros y contras por nuestra madre, no era raro que hasta soportarnos toda la mañana en casa pudiera ser estimado un mal menor. Nada de ello impedía que apenas los ríos del cielo se convertían en arroyos ya estuviéramos listos para salir a organizar carreras de botecitos en las aguas que, rumbo a las rejillas del desagüe, corrían junto al cordón de la vereda, o, en ocasiones apoteósicas, cuando dejaba de llover después de hacerlo un día entero, decidiéramos jugar en la esquina de la carnicería, donde altas veredas y agua estacionada formaban un lago a nuestra medida, óptimo para pescadores de pantalones cortos. Así es el mal tiempo en General Viamonte: estampas de  apocalipsis y diluvio, una ópera que empieza y termina en cualquier momento.

Aquí es distinto. La lluvia está programada. Medio año llueve, no agua bendita sino lluvia ácida -un destilado de los alquimistas encargados de administrar plagas sobre el mundo, que deja calvos a los hombres y los prepara para un futuro de mutantes-, en algunas orillas del Distrito Federal hay gente sobre los techos mirando nadar sus camas y gallinas. En la otra mitad del año se secan los mares, los patos se van del lago de Texcoco, más de cuatro colonias de la ciudad se quedan sin agua y los árboles resisten el humo de mil millones de automóviles. En lo que me toca, debo admitir que pasé un mes convencido de que en México todavía no se inventaba la lluvia. Pero llegó mayo y todo cambió: ahora llueve a diario, de dieciseis a dieciocho horas toca chubasco tropical, menos denso que en el sur, recio, cortito como patada de chancho.

 

Mi reloj indicaba las cuatro y media, eso significaba que tendríamos agua por un rato. Me hallaba en la puerta del supermercado con la botella de aceite, el kilo de harina y los huevos necesarios para que mamá hiciera las tortas fritas que nuestra nostálgica relación con la lluvia llevaba una semana de peticiones, programación y exigencias de ya mero y para ya.

Un ángel apareció a mi lado y las tortas fritas desaparecieron. Era un poco más alta que yo, algo mayor que yo, de unos veinte o veinticinco años (insignificantes puertos  donde los barcos del corazón no se detienen). Su boca era roja como el lápiz labial que la cubría, sus cabellos, una majada de cabritos (leí la imagen en El Cantar de los Cantares, no es usual pero si la Biblia lo dice…), sus ojos eran a la vez tiernos y pícaros, su piel había nacido para el beso, sus pechos -elásticos puñales- hirieron el centro de mi pecho, sus labios se abrieron y el ángel habló:

-¡Chin, cómo llueve!

-Sí, ¿no?… -respondí con mi maldita boca seca.

-¿Y ahora cómo haré para llegar a mi casa? -sus blanquísimos dientes me ofrecieron una sonrisa de esas que  pueden ablandar las piernas de un corredor de maratón.

Bien. Llega la hora de unas aclaraciones. Un pibe de General Viamonte no tiene paraguas ni puede usar el de su madre so pena de ser lapidado por escandalizar a la comunidad (masculina y femenina), pero a un joven del DF -catorce años bien cumplidos, camino de los veinte-, esos problemas le hacen los mandados. Puede usar tranquilamente el paraguas materno sin que nadie le ofrezca una mirada. Muy distinto es un pueblo donde todo el mundo juzga y condena a todo el mundo, de una megalópolis con tantos tipos raros que no hay tiempo para fijarse en uno de ellos. Dicho de otra manera: yo enarbolaba en mi mano izquierda el -floreado, color turquesa- paraguas de mi madre. Y como algo, también mucho, he aprendido de la necesidad de interpretar los discursos femeninos, sin el menor sonrojo en la piel, con voz firme respondí:

-Yo tengo un paraguas.

Ella pulsó el arpa de su risa.

-Ya lo vi -dijo y añadió-. ¿Para dónde vas?

-Para Atlixco, pasando Campeche.

-Qué lástima -la mirada del ángel atravesó mis pupilas y llegó al comando cerebral donde se toman las audaces decisiones-. Yo voy para la Roma. Ahí nomás, después de Insurgentes -y añadió-. Si fueras por ese rumbo, podríamos ir juntos.

-También voy por ahí -respondí.

-¿Tienes tu casa chica? -se divirtió ella.

Yo iba donde fuera su sonrisa, mi camino era el de sus ojos pícaros, mis pasos peregrinarían detrás de su perfume.

-Voy a visitar a mi tía, que vive por ese rumbo.

-¿Ah, sí? ¿dónde?

¿Dónde? ¿Dónde?

-Cerca de Centro Médico.

Ella rio más. Yo la hacía feliz. Eso era evidente.

-Pero eso está muy lejos.

-Me gusta caminar.

Sí, los milagros existen, especialmente cuando alguien  trabaja para producirlos. La lluvia había cedido y ya era posible que una pareja de enamorados, al amparo de un íntimo dosel, se aventurara bajo su rumor acariciante. Turquesa, de mujer, ¿qué importaba? Abrí el paraguas. El ángel me echó un chorro de perfume, mostró los blanquísimos dientes.

-¿Se lo robaste a tu hermana?

Tentado estuve de salir a toda máquina para Atlixco y dejarla a merced de la furia de los elementos. ¿Esa vieja me estaba cotorreando o qué le pasaba?

-Es de mi mamá -mortalmente serio yo, a punto de una ruptura de relaciones diplomáticas.

Debe haberse dado cuenta, algo le habrá avisado del peligro de perderme para siempre, porque me miró más tiernamente, dijo “Es broma, no te enojes”, y, ¡se colgó de mi brazo!

-Vamos -dijo, y nos fuimos.

Al parecer multiplicadas por la lluvia, tal vez histéricas por la urgencia de llegar a sus cavernas de chatarra, las bestias metálicas  atronaban con sus claxons, enfurecían sus ojos amarillos y apuntaban sus ruedas a los charcos decididas a empapar a los peatones. Pero mi brazo iba en el brazo del ángel. Con su cabello acariciándome la cara, su voz erizándome la piel, intoxicado por los perfumes del edén, caminé o levité mientras deseaba una sola cosa: que el tiempo se detuviera y la vida fuera siempre así, que no llegáramos nunca a ninguna parte.

Pese a mis deseos, pronto estuvimos en su casa: azul y blanca, de dos plantas, con un florido jardín al frente, y -¡horror!-: envuelta en llamas. Un rayo, probablemente. La mezcla de agua con electricidad es letal y lo mismo calcina un ombú pampeano que una torre de cien pisos en la mayor metrópolis del mundo. El ángel tembló contra mi cuerpo, señaló hacia arriba y sollozó: “¡Mi querida perrita!”. Asomada su cabeza por una ventana, vi un indefenso animalito blanco. Entré tumbando las puertas que obstruían mi paso. Eludí pavorosas lenguas de fuego cuyo calor me achicharraba, tosí al borde de la asfixia entre azufradas nubes de humo, y llegué hasta la pequeña mascota. La cubrí con una toalla mojada y, cargándola en brazos, me largué por donde vine. Detrás mío los pisos se derrumbaban e inmensas vigas caían sobre los lugares que acababa de dejar. A toda velocidad llegué a la calle. Una muchedumbre aplaudió mi heroísmo. La dueña de la perrita se echó en mis brazos.

-¿Tú no eres de aquí, verdad? -investigó el ángel al cruzar el Parque México.

-Soy argentino, ¿y tú? -si nuestros destinos iban a unirse para siempre, lo mejor sería tutearla.

-Yo soy veracruzana, jarocha de hueso colorado, pero llevo diez años en chilangolandia. ¿Te gusta vivir acá?

Me gustás vos, quiero decir, me gustas tú, me gustan tus piernas, tu cintura, tus pechos de paloma, tu boca roja que si me la sigues poniendo así de cerca me veré obligado a besar, me gustan el brillo de tus ojos y las aceitunas de tu piel y tu brazo tibio…

-Sí, me gusta -dije.

-Argentina es muy linda. Río de Janeiro con su carnaval, Viña del mar y su festival de la canción. Yo quisiera ir ahí -desvarió el ángel.

Conjeturé que en el cielo no debían preocuparse mucho por la geografía terrestre, sin embargo, me pareció grave que tampoco conocieran la historia. Y como hay cosas que deben saberse, hablé sobre los asesinos uniformados que masacraban a mi patria, sobre las persecuciones sufridas por creer en las elecciones y no apreciar la música militar, y sobre cómo, milagrosamente, entre los tanques y las balas que silbaban en mis oídos, había salvado la vida. Todo ello sirvió para preocupar, asustar y enternecer a mi acompañante. A mí me sirvió para provocar lástima y recibir una caricia cortés en la mejilla.

Cortés o no, era una caricia. Las manos del ángel del amor terminaban en uñas tan rojas como su boca. Arrimé mi brazo a su cuerpo; la dulce anfitriona arrimó su cuerpo a mi brazo.

-¿Vas bien? -preguntó.

-Demasiado -confesé.

A ella le dio otra vez la risa y llegamos a su casa. Anaranjada, de tres plantas, con rojas y azules matas de buganvilias derramándose por los balcones, y algo extraño: la puerta abierta. “¡Qué raro! ¿Habrá pasado algo?”. “¿Quieres que entre contigo?”. “Sí, tengo miedo”. “Déjame ir adelante”. Subimos por una escalera alfombrada y en la primera planta los vimos: mamá angel y papá ángel atados y amordazados en un sillón. Cerca de ellos un ladrón, con antifaz y linterna y negra bolsa cargada de objetos robados, revisaba los cajones de un mueble. Eso pasa, las cortinas de la lluvia también son aprovechadas por la delincuencia. Me abalancé sobre el ladrón y le acomodé un botellazo de aceite Gloria en la cabeza. La botella se partió, la cabeza se abolló y quedó como si hubiera pasado la noche en un barril de Glostora, y el fascineroso cayó desmayado. Chau ladrón, chau tortas fritas. Antes de ocuparse de sus padres, el ángel se echó en mis brazos.

Al llegar a Insurgentes había dejado de llover. Alguien se ocupó de señalarlo: “Ya dejó de llover”. Como si yo no tuviera ojos ni fuera capaz de darme cuenta.

-No. Todavía llueve.

-Ya paró.

Sin lluvia no habría paraguas abierto, ni brazos enlazados, ni cabellos haciéndome cosquillas, ni fabulosas promesas de cuerpos que se rozan. Las pérdidas serían incalculables.

-Todavía llueve.

Estéril discusión ya que, oscura como la desgracia, a veinte pasos de distancia se alzaba su morada: un descascarado edificio de departamentos a punto de convertirse en ruina histórica. “Ya llegué, muchas gracias, eres muy lindo”. Con el tranquilo desapego de las apariciones, el ángel se marchaba. Hasta siempre o hasta nunca. Nos vemos. Chau. Sayonara. Todo en orden. Compartimos diez minutos bajo la lluvia, caminamos juntos unas cuadras, ella entraba en su casa y, seguramente, alguien se perdería para siempre. Un soplo de tristeza habló de adioses sin remedio. Mi cara debe haberlo demostrado. Ello puede explicar que el ángel jarocho pusiera sus manos en mis mejillas y me plantara un beso en la boca. Un beso para no olvidar, para pasar en él cien años y luego proponer: “¿Va de nuez?”. Un vino dulce y tibio y maravilloso, pese a las pastosidades del lápiz de labios. No era el beso de un ángel, por suerte, sino el de una deliciosa veracruzana.

 

Cinco de la tarde. Dejó de llover. Arriba el cielo azul y bajo los pies un tapete de flores de jacaranda. Mis pulmones se llenan con el aire húmedo que mezcla olores de tierra mojada y de vegetales que han tomado su merienda. En el parque, los pájaros festejan el regreso del sol. La gente trabaja, va y viene, se ocupa de sus familias. Como yo. Alguien ha puesto una flor en el caño de escape de un automóvil. El horóscopo para mañana promete “lluvia”, y agrega “tortas fritas”.