Dos equipos de barrio, una rivalidad chiva, la alegría de pegarle a la pelota en la canchita de toda la vida y la sombra siniestra de una dictadura que te deja sin los mejores.

El tren repicaba en las uniones de los rieles con ritmo monótono y soporífero. La baja velocidad que imponía la cercanía de la estación lo acompasaba más como vals de Chopin que como rock de La Pesada.

No sé si serían tres o cuatro metros de desnivel con respecto a la calle. Había que bajar por una artesanal escalera tallada en el viejo ladrillo de la gruesa pared que contenía al terraplén. Arriba circulaban los autos sobre la calle de adoquín y, un poco más arriba aún, el tren.

Cada tanto una vieja locomotora a vapor suspiraba su enojo de bielas y ruedas de acero gastado con bocanadas de vapor.

Probablemente ese pozo gigante, ese cráter inmenso, se habría hecho para armar el terraplén para el tren arrancándole a la tierra su historia natural. El así llamado “progreso” siempre es a costas de vidas humanas y de la naturaleza.

Allá abajo estaba el reino de la felicidad. El mundo de la ilusión. “Pasá la pelota”, gritó Nando desde abajo. La arrojé a la canchita y pico un par de veces hasta que su hermano Caio se la arrebató y se puso a patear contra el improvisado arco de postes indecisos y travesaño deprimido atados con alambre. El otro arco, que se veía lejísimo, estaba a unos 40 metros. La cancha era de tierra, salvo los laterales donde los yuyos altos tapizaban los pies de tres plantas de palán-palán y algunas de ricino. Hojas para cataplasmas desinfectantes de heridas la primera y semillas para purgar hasta el alma, la segunda.

En esos laterales selváticos circulaban, incluso de día, ratas grises del tamaño de gatos que se alimentaban de la basura que con frecuencia arrojaban los vecinos por sobre el tapial trasero de sus casas. Era más fácil que llevarla al cajón de la calle.

Con el tiempo los pibes empezaron a identificarla como la canchita de los ratones, y con el correr de los años le quedó simplemente “La Ratonera”.

Esa tarde de verano infante, a la hora de la siesta, el intenso calor despertó a las chicharras que delataban su ubicación con el estridente ruido que producían al ventilar el cuerpo con sus alas.

Arrancamos con uno menos. Jorgito no había vuelto de YPF. Era el mejor de nuestro equipo. Partido chivo contra un equipo del barrio del hipódromo. Nos tenían dos goles abajo. De pronto escuchamos un ruido de moto de pistones con catarro. Jorgito apareció en la vereda, estacionó y bajo al pozo deportivo.

“¿Cómo vamos?”, preguntó, mientras se ponía el corto y las zapatillas.

“3 a 1 abajo”, le conteste.

Se metió con un pique corto en la cancha y al toque pidió la pelota. Luego de un par de gambetas habilitó a mi hermano Daniel, que, ante la extraordinaria asistencia, no tuvo más alternativa que meterla. Todos corrimos a abrazar a nuestro Maradona. Terminamos 7 a 4, arriba nosotros.

Quedaron calentitos y cuando nos estábamos cambiando se acercó su capitán a pedir revancha.

Así fue que para el sábado siguiente acordamos un nuevo encuentro. En ese partido íbamos a definir si el equipo de la Ratonera era mejor o no que el del barrio del Hipódromo. Si les ganábamos no quedarían dudas que en ese momento éramos mejores y terminaríamos con su predominio futbolero. Debo admitir, que los del hipódromo nos tenían de hijos.

Quisieron poner un horario a la mañana de ese sábado, porque sabían que Jorgito, no podría jugar ya que los sábados trabajaba hasta las cuatro de la tarde. Luego de negociar un rato acordamos el sábado a las cinco.

Los pibes y algunas pibas de los barrios de alrededor se enteraron de la derrota del equipo campeón y de la revancha que se había pactado para el sábado siguiente. Había gran alboroto y el partido prometía que contaría con mucha hinchada para ambos equipos.

A nosotros nos bancaban los equipos de tres barrios de Tolosa. Hasta los pibes del Círculo Cultural Tolosano, estaban de nuestro lado. Y ellos tenían un bombo y un redoblante. Así que con Jorgito y con esa hinchada la fiesta estaba asegurada.

Ese sábado nos encontramos una hora antes para cambiarnos tranquilos y precalentar bien. Cuatro y media llegaron ellos con su hinchada. Serían unos 50 en total. Al rato cayeron los nuestros. Unos 30, pero mucho más ruidosos. Se notaba en los cantos de los tolosanos que había experiencia de años de estar alentando a sus equipos.

A las cinco de la tarde, todo estaba listo para empezar, pero faltaba Jorgito. “Esperemos un poco a que llegue”, le dije al capitán de ellos. “Diez minutos y arrancamos”, me dijo en forma taxativa. Pasaron los 10 minutos y empezamos sin nuestro mejor jugador. Pensamos que llegaría para el segundo tiempo. Pero no llegó. Nadie sabía al finalizar el partido, que perdimos por goleada, qué le había pasado. Nunca llegó. Ni al partido, ni al barrio, ni a la vida.

Un silencio angustiante nos envolvió a todos durante los siguientes tres meses. Un día apareció Álvaro, un amigo en común que no jugaba al futbol. “Se lo chuparon”, nos dijo. “Tengamos cuidado porque levantan a todos los que estemos en su libreta de teléfonos”.

Pero Jorgito sabía que en cualquier momento le tocaría. Su militancia en el gremio de YPF así lo anticipaba. Su trabajo de mensajero de Montoneros lo terminó por sentenciar. Quizás por eso eliminó todo contacto y ya casi ni se lo veía por el barrio. Solo acudía a algunos partidos importantes porque sentía el compromiso con el equipo.

Su vieja ya no salió más a conversar con la mía en la vereda. Cada tanto se telefoneaban. Su viejo se encerró en la casa y nunca más lo vi. Falleció a los tres años. Su hermana se refugió en su local de venta de ropa de la Galería San Martin. Y con el tiempo fuimos haciendo el duelo. Recordándolo como el gran tipo que era. Generoso, sensible y fanático del Pincha y de Creedence.

No sé si he terminado de hacer mi duelo aún. Me empeño en ello y todos los años pinto un pañuelo en las baldosas de la plaza con su nombre y la fecha de su desaparición. “Jorge Pucci. 6 de diciembre de 1977”

Cuando lo pinto me acuerdo de La Ratonera.

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