Una situación fortuita pero posible y el encuentro de dos márgenes; el deseo propio cuando se muestra como el deseo del Otro y puede llegar a buscar, sin saberlo, el goce, eso que lleva a la muerte. Un cuento de Daniel Cecchini. (Ilustraciones: Ernest Descals).
La Guillermina
El hombre gordo entró y se derrumbó sobre una de las sillas de la única mesa que había en el centro del local.
– ¡Un whisky! – gritó, levantando la mano derecha con gesto imperioso.
Dicen que ocurrió en La Guillermina, un boliche que todavía languidece a una cuadra de la estación de trenes de Banfield. Nadie tiene pruebas de la historia, pero no es extraño que así sea: en La Guillermina se levanta juego y por las noches, en la trastienda, algunos han creído ver al comisario.
El local tiene seis o siete mesas y no necesita exhibir en la puerta uno de esos carteles que advierten que la casa se reserva el derecho de admisión. Si se mira hacia adentro, aún de día, se ven penumbras apenas rasgadas por la luz encapuchada de la mesa de billar. A la derecha está el estaño, que termina dejando el espacio justo para pasar hacia la puerta que lleva a un patio de cemento donde algunos domingos se enciende el fuego de un asado. Hacia el fondo, un tabique parece marcar el final del local. La impresión es falsa: en realidad oculta la sala de juego, a la que se accede atravesando un rectángulo cegado por una cortina sucia, abierto sobre la pared izquierda del pasillo que conduce al único baño. La Guillermina es un boliche de habitués, que no invita a entrar a los extraños.
Lo que voy a contar sucedió, dicen, un día de paro general, a eso de las tres. El sol del invierno no alcanzaba a entibiar las baldosas de las veredas vacías. De tanto en tanto, el motor de un auto solitario violaba el silencio de la calle. La tarde dormía, o tal vez estaba muerta. En el local los parroquianos mataban las horas con la rutina de siempre.
Como en esta historia no tienen cabida los nombres, bastará decir que eran siete, a los que se deberá sumar la adormecida presencia, detrás del estaño, de uno de los dueños.
Dos intentaban carambolas sobre el paño. Uno era alto y delgado, canoso, de unos cuarenta años; vestía unos pantalones viejos, de color arratonado, y una camisa a cuadros rojos y negros gastada en los puños. Aferraba el taco con unas manos de dedos cortos que exhibían unas uñas largas y sucias. El otro, bajo y rechoncho, tenía la camisa blanca marcada por una raya de mugre que se engrosaba cada vez que apretaba la barriga contra el borde de la mesa para darle a la bola. Cuando acertaba un golpe, por los agujeros de la dentadura se le escurría una risa torcida. Jugaban sin ganas, como una repetición infinita, con la misma falta de entusiasmo que los observaban los dos parroquianos de la mesa más cercana. Cada tanto, uno de los espectadores estiraba la mano hacia el contador colgado de la pared y desplazaba una cuenta de izquierda a derecha para sumar un acierto. Era un individuo corpulento, con una nariz de boxeador aplastada contra el rostro redondo y oscuro. Contrastaba frente a su compañero de mesa, muy flaco, de poco más de un metro y medio de estatura. Desde lejos se lo habría podido confundir con un adolescente raquítico, pero no lo era: las arrugas que le recorrían la cara denunciaban unos cincuenta años mal vividos.
Un gigante barbado, de casi dos metros de altura, y un abogado de voz aguda conversaban sobre mecánica sentados frente a una de las dos ventanas del boliche. El grandote era un especialista: unos años antes había cobrado una fuerte indemnización y desde entonces se dedicaba a buscar y restaurar colectivos antiguos. Se decía que había comprado en Dock Sud una fábrica abandonada, en cuyos galpones atesoraba un tranvía, tres trolebuses y más de diez colectivos de la década del 40. Su interlocutor gastaba durante las mañanas los pasillos de los tribunales de Lomas de Zamora en busca de casos penales y corría el rumor de que tenía un convenio con el comisario para liberar detenidos por un precio razonable. Tenía el hábito de caer por La Guillermina al atardecer, pero ese día la inercia del paro lo había llevado hacía allí más temprano. Quería que el gigante revisara el motor de una cupecita a la que le había echado el ojo.
El séptimo parroquiano estaba acodado sobre el estaño: era un viejo de raído traje gris que dividía su atención entre la charla morosa de los otros y un vaso de vino blanco que hacía durar mojándose apenas y muy de tanto en tanto los labios. Detrás de la barra, el dueño del boliche seguía adormecido.
El chirrido de la frenada los alarmó. Del lado del acompañante del Mercedes blanco bajó un hombre. Cerró la puerta de un golpe, sin mirar hacia atrás. Lo observaron en silencio, con la atención que concita un acontecimiento extraordinario: era un cincuentón gordo, bien trajeado, con pinta de empresario o de ejecutivo. El tipo caminó – casi trastabilló – hasta la puerta del boliche, entró y, sin mirar a nadie, se derrumbó sobre una de las sillas de la única mesa que había en el centro del salón.
– ¡Un whisky! – gritó, levantando la mano derecha en un gesto imperioso.
La escena quedó congelada. Durante más de un minuto nadie se movió. Las conversaciones se cortaron en seco; las bolas de billar dejaron de chocar. El hombre gordo esperaba, estudiándose las manos, concentrado: las tenía hechas puños. El silencio le hizo levantar la cabeza y mirar a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en el hombre que seguía inmóvil detrás del estaño.
– Un whisky, por favor – pidió entonces en voz más baja.
– ¿De cuál? – preguntó el dueño. Por el tono pareció que las opciones eran infinitas.
– Chivas, J.B., cualquiera…
– Smuggler tengo.
– Está bien.
El dueño puso dos hielos en un vaso y cargó la bandeja con lentitud: el vaso, la botella y por último la medida. Fue hasta el final del estaño y caminó hacia el recién llegado con la bandeja apoyada en la mano izquierda, a la altura del pecho. Sin bajar el vaso de la bandeja le cargó una medida y después agregó un poco más de whisky sirviéndolo directamente de la botella. Recién entonces lo apoyó sobre la mesa. El hombre gordo se lo tomó de un trago.
– Sírvame otro, por favor – pidió.
El dueño, olvidándose de la medida, volvió a llenarle el vaso hasta la mitad. Se alejaba en dirección a la barra cuando entró la mujer. Ninguno la había visto llegar, pero desde ese momento no pudieron sacarle los ojos de encima. Cada cual de acuerdo con sus preferencias se detuvo en un rasgo: el pelo platinado, la cara blanca de polvos, los ojos sombreados de negro, las cejas depiladas, los labios pintados de rojo bermellón. La vieron alta, imponente en su tapado de piel aleopardada, la falda corta, las medias y las botas negras: una verdadera yegua, una puta cara, puta de un solo tipo, la puta del gordo, decidieron.
Ella los ignoró. Se sentó frente al hombre y le habló en voz muy baja. La boca se le movía entre la violencia y el desprecio. No podían escucharla, pero se veía que cada palabra era un cachetazo fiero, un golpe preciso bajo cuyo peso el gordo se iba derrumbando, aplastado contra la silla, con la mirada hundida en el vaso. Ni siquiera se atrevió a alzar los ojos cuando la mujer se levantó, taconeó hasta la calle, se subió al Mercedes y lo hizo saltar hacia adelante con un quejido agudo.
– ¡Hija de puta! – murmuró el hombre gordo y volvió a vaciar el vaso -. ¡Hija-de-puta-hija-de-puta-hija-de-puta-hija-de-puta! – repitió en una letanía que terminó cortando con un puñetazo sobre la mesa.
El dueño se le acercó en silencio, volvió a llenarle el vaso hasta la mitad y le dejó la botella.
– Gracias – musitó el hombre gordo, pero no bebió. Lo vieron acodarse y hundir la cabeza en las palmas de las manos. Lloraba.
El flaco de la camisa a cuadros dejó el taco de billar sobre el paño – había seguido toda la escena apoyado en él como si se tratara de un bastón largo -, caminó con lentitud hacia las espaldas del hombre gordo, rodeó la mesa a cierta distancia y se sentó cuidadosamente en la silla que había dejado la mujer.
– Vamos, hombre, no se ponga así – le dijo con suavidad.
El otro levantó la cabeza y encontró unos ojos comprensivos.
– Tranquilícese, que no puede ser tan grave… – insistió el flaco, invitándolo a la confidencia; miró al dueño del local y pidió: – ¡Traeme una caña!
El silencio se hizo espeso mientras le servían la copa. Los demás parroquianos observaron la escena sin moverse, expectantes. La tarde, de pronto, se presentaba interesante. El flaco tomó un sorbo de caña, apoyó la copa sobre la mesa y volvió a insistir:
– Hable, hombre, que le va a hacer bien…
Todos pudieron oír el suspiro del gordo.
– Me dejó – dijo -. La muy guacha me dejó… Después de todo lo que hice por ella.
El flaco consideró cuidadosamente la información antes de consolarlo.
– Bueno, hombre, no es cuestión de ponerse así por una mujer. Minas como ésa hay a montones.
El gigante y el abogado cambiaron una mirada rápida. Las palabras no hacían falta: ¿Cuándo había tenido el flaco una mina así? Ni en las revistas que escondía en el baño.
El hombre gordo desechó el argumento con un gesto.
– Usted no entiende – dijo -. Me dejó en bolas, me arruinó. La saqué del barro, le hice conocer una vida que para ella era imposible, le compré el auto, le puse el departamento a su nombre – el gordo se iba dando manija a medida que relataba el culebrón -, y la muy hija de puta me estaba corneando desde el primer momento…
Las miradas que ahora cruzaban el local, por encima de la cabeza del hombre, tampoco necesitaban palabras: no había duda, el tipo era un reverendo boludo.
El gordo parecía estar de acuerdo:
– Soy un boludo – decía -, un boludo total.
Los demás parroquianos se habían ido arrimando en silencio a la mesa. El flaco cambió de silla para acercarse más y le puso una mano sobre la espalda con gesto protector.
– No es para tanto, hombre; le puede pasar a cualquiera. – lo consoló y reforzó, misógino: – En las mujeres no se puede confiar.
– Me sacó todo, me hizo mierda… – seguía lamentándose el gordo.
El flaco creyó ver un atisbo de solución.
– No se preocupe, hombre. Va a ver que todo se va a arreglar. El amigo, acá -dijo señalando al abogado -, es boga. Seguro que él lo puede ayudar.
Convocado de esa manera, el abogado se sentó.
– Cálmese, que algo vamos a poder hacer… – empezó.
Lejos de tranquilizarse, el hombre gordo volvió a golpear la mesa.
– ¡No, no se puede hacer nada! ¡La muy hija de puta se las pensó todas! ¿Sabe lo que me dijo recién, acá mismo, en esta mesa? – le preguntó, aplastando el dedo índice contra la superficie de fórmica.
– ¿Qué le dijo? – el boga se lo tomaba con calma.
– Que si hacía algo, que si trataba de verla o de joderle la vida le iba a contar todo a mi mujer…
– ¡Qué yegua! – la voz del hombre con nariz de boxeador se escuchó a espaldas del gordo. Los demás apoyaron la apreciación con un murmullo: el gordo sería un boludo, pero la mina era una hija de puta.
– ¡¿Vio?! ¡¿Vio lo que le dije?! – el gordo sacaba energía de la aprobación – ¡Me arruinó la vida y yo no puedo hacer nada! – siguió y, de pronto, como si hubiera encontrado una salida, dio un tercer puñetazo sobre la mesa y gritó: – ¡Ya sé! ¡Me voy a matar!
– ¡Epa, hombre, déjese de jorobar! No diga eso… – trató de frenarlo el flaco.
Fue como echarle nafta a una fogata.
– ¡No lo digo! ¡Lo voy a hacer! ¡Ahora mismo me voy a suicidar! – explotó.
La Guillermina quedó en completo silencio, inmóvil. Hasta el tiempo pareció detenerse. Todas las miradas (menos la del dueño, que seguía adormecido en el estaño) se quedaron congeladas en el hombre, esperando. El gordo, envalentonado, miró a los ojos, uno por uno, a los parroquianos que lo rodeaban. Su mirada era un desafío: Qué iban a decir ahora, ¿eh?
El primero en hablar, una eternidad más tarde, fue el chiquito de cara arrugada.
– Y dígame don, ¿cómo se va a matar? – le preguntó. Tenía la voz ronca, tan desproporcionada para su cuerpo que sonó siniestra.
Ahora el desafiado era el hombre gordo. Estaba sorprendido: ni se le había ocurrido pensar en la cuestión. Los parroquianos esperaron en silencio. El gordo bajó los ojos, estiró la mano hasta el vaso de whisky y se lo llevó a los labios mientras consideraba el problema. Cuando volvió a mirarlos había un brillo de triunfo en su mirada.
– Me voy a tirar abajo del tren – anunció.
No le respondieron. El gordo vio que seguían esperando y comprendió: sacó la billetera del bolsillo izquierdo del pantalón, extrajo un billete y lo puso sobre la mesa. Bebió de un trago el resto del whisky y se levantó.
Caminaron en silencio hacia la estación. El hombre gordo iba adelante; los siete parroquianos lo seguían en dos grupos: el flaco, el de la camisa blanca, el boxeador y el chiquito apenas a un par de metros; el gigante, el abogado y el viejo del traje gris más atrás. El dueño se había quedado en el boliche, adormecido sobre el estaño. Llegaron a la esquina, cruzaron la calle (el gordo miró hacia ambos lados, con cuidado, por si venía un auto) y atravesaron la plaza. La estación estaba casi desierta. En el andén, un viejo barría las hojas, empujándolas hacia las vías con un escobillón. Los observó con extrañeza a medida que se acercaban.
– ¿Qué vienen a hacer acá? – preguntó cuando los tuvo a tiro.
– A esperar un tren – contestó el gordo.
– Va a tardar un poco – dijo el viejo y, después de una pausa, preguntó: – ¿A dónde quieren ir?
El hombre gordo dudó antes de responder:
– A ningún lado. Vengo a suicidarme – anunció.
El viejo se rascó la cabeza, como si considerara la situación.
– No va a poder ser… – dijo finalmente.
El hombre gordo lo miró. Demoró en volver a hablar.
– ¿Y por qué no va a poder ser? –. No era una pregunta: era una provocación.
– Porque no hay trenes. ¿Usted en qué país vive? ¿No sabe que hay paro general?
La respuesta dejó desconcertado al hombre gordo. Se quedó parado en el andén, mirando las vías. De a poco, el desconcierto se le fue convirtiendo en rabia hasta que quiso descargarla sobre el mensajero.
– Dígame una cosa… – lo encaró, amenazante.
– Pregunte nomás… – el viejo lo miraba, tranquilo.
– ¿Por qué, si hay paro, usted está trabajando?
– Yo ya estoy jubilado, pero hace veinte años le prometí a la Virgen que sería un carnero el resto de mi vida. Por eso vine hoy – contestó el viejo.
– ¿Y se puede saber por qué se lo prometió? – preguntó el gordo, ya con la rabia desinflada.
Ahora fue el viejo quien se quedó mirando las vías. No respondió.
El gordo se encogió de hombros y dio media vuelta; los parroquianos se hicieron a un lado para dejarle paso. Atravesó el grupo y se encaminó hacia la salida. Iba con la cabeza gacha. El flaco lo alcanzó y le puso una mano sobre la espalda. Caminaron juntos hasta el boliche. El hombre gordo se sentó nuevamente en su silla; el flaco le sirvió otro whisky y los demás arrimaron sus asientos a la mesa. El dueño seguía adormecido en el estaño. El gordo bebió un trago del vaso y observó a los parroquianos. Ninguno de ellos le sostuvo la mirada: parecían abatidos.
El silencio se había hecho demasiado largo cuando el viejo de traje gris se atrevió a preguntarle, casi con dulzura:
– ¿Y ahora qué va a hacer, don?
– No sé – respondió en voz muy baja.
Tuvieron que esforzarse para escucharlo. Después hubo otro silencio, casi tan prolongado como el anterior.
– ¿Cómo se va a matar? – ahora fue el de la camisa blanca marcada quien habló.
– No sé… – contestó, dudando –. Con un revólver…
Era más una pregunta que una afirmación.
– ¿Tiene? – preguntó el chiquito.
– ¿Si tengo qué?
– Un revólver, digo. Si tiene un revólver…
– ¿Un revólver? No, no tengo.
– Y entonces, ¿cómo va a hacer si no tiene?
El hombre gordo lo miró, apesadumbrado.
– No sé, no sé… – musitó.
– Che, ¿alguien tiene un revólver para el señor? – preguntó el chiquito, inquieto. Parecía ansioso por ayudarlo.
– No, yo no – respondió el gigante. Los demás negaron con la cabeza.
El hombrecito no se dio por vencido.
– Patrón, ¿no tiene un fierro usted? – levantó la voz hacia el estaño.
El dueño ni siquiera lo miró.
– ¡Carajo! – murmuró el chiquito.
Se hizo otro silencio pesado. La tarde caía y el interior del boliche se iba oscureciendo rápidamente. El patrón, adormecido sobre el estaño, no hizo ningún movimiento para encender las luces.
– ¿No se le ocurre otra manera? – la voz del flaco ahora sonaba suave, casi como una caricia.
El hombre gordo lo miró como si no comprendiera. Pasaron varios segundos antes de que pudiera contestar:
– Y… no. La verdad que no.
– ¿Por qué no se corta con una yilé? – le preguntó el de la camisa blanca. Aún en la penumbra, el hombre gordo vio como una risa torcida se le escurría por los agujeros de la dentadura.
– O con un vidrio – sugirió el abogado, divertido.
– Mejor súbase al techo y tírese – propuso el boxeador.
El viejo del traje gris se entusiasmó:
– ¡No, don! Mejor tómese una botella del vino que sirven acá, que se muere seguro – gritó y todos, hasta el hombre gordo, rieron. Todos menos el dueño, que seguía adormecido en el estaño.
El ambiente del boliche pareció distenderse. Después de reír, el hombre gordo casi se sintió bien, entre amigos.
– ¡Gracias, muchachos, gracias! – dijo, efusivo -. Me devolvieron el alma al cuerpo.
– ¿Qué quiere decir? – preguntó el flaco. Los demás seguían riendo.
– Que nada de esto tiene sentido. Ustedes me lo hicieron ver. ¡Gracias, muchachos! ¡La muy hija de puta se puede ir a la mierda, pero yo no me voy a suicidar!
Las risas se apagaron como cortadas por un cuchillo.
– ¿Cómo que no? – lo increpó el flaco, suavemente. El hombre gordo notó que los demás lo miraban con incredulidad.
-¡¿No entienden, che?! ¡Les digo que gracias a ustedes no me voy a suicidar! ¡Me salvaron la vida! – les gritó, eufórico.
El gordo vio que en las caras de sus nuevos amigos la incredulidad daba paso a otros gestos que por un momento le resultaron indescifrables. Cuando el gigante y el boxeador se levantaron, por fin comprendió.
– Pero muchachos… – empezó a decir.
Accionadas por el dueño, las cortinas metálicas de La Guillermina cayeron con un ruido seco que le aplastó la voz.
Dicen que esa noche, muy tarde, alguien vio uno de los colectivos del gigante estacionado frente a la puerta del boliche; y cuentan que el comisario también anduvo por ahí.