Un suizo empapado, una casa que no tiene dueños humanos, un amor que no pudo ser de tan fugaz que fue, porros y música de jazz. Al fin y al cabo, no se trata de entender sino de estar allí, desconcertados y felices.
En este mundo todos andamos muy ocupados construyendo Torres de Babel (Robert L. Stevenson)
Ustedes no conocen mi tono de voz, ¿cómo puedo hacer para explicárselos? Cuando puedo oírme en un casette suena como un maullido grave, como un ronroneo monótono que apenas puede entenderse. Eso es lo que me parece a mí, pero hay gente que dice que le gusta mi manera pausada de hablar. Me parece que se engañan, en realidad es un problema de respiración; manejo mal el aire que sale de mis pulmones. Tengo que pensar cada respiración y, a fuerza de tanto pensarla, fui logrando un estilo de hablar lento, entrecortado, que logra incluso parecer seguro. Pero, claro, esa es una discusión en la que ustedes no pueden entrar. Nunca estuvieron allí para que les contara personalmente la historia de la azafata de los ojos azules, de su enamorado suizo y sobre todo la del gato con un nombre hebreo que parecía el de una mujer exótica y oriental. El hecho de que nunca hayan oído mi voz es todo un problema, porque adivino que es ésta una historia que requiere, para ser creída, e incluso entendida, la presencia de la voz del que la cuenta y, de ser posible, de mi propia voz, esta que trato de describirles. Imaginen un tono bajo, ligeramente acelerado, o mejor una voz aguda agonizante por una súbita pérdida de velocidad. Sí, pueden decir, ésas son palabras que dicen poco, poco exactas. Trato con algo más. Piensen que si intentara ser locutor sería un fracaso, que si quisiera cantar no podrían soportarlo mucho tiempo, que si les susurrara al oído lograría seducirlos, que si los amenazara se reirían de mí, que si los adulara me creerían, que si les gritara no me temerían. No se me ocurre que más puedo decirles sobre mi voz, así que empiezo a contarles la historia.
La casa, como de costumbre, apestaba a lavandina, porque es lo único de verdad que puede con el pis de gato. Ni el desodorante de ambientes, ni los limpiadores, ni el detergente, ni los desinfectantes. Sólo lavandina, que cuando se la deja caer sobre la orina se desparrama en medio de un estallido espumoso y chirriante. Debe ser el contacto del amoníaco con el cloro, digo, porque, al fin y al cabo -esta es una de las enseñanzas que obtuve de esta experiencia- todo se puede explicar por la química. Era un día de comienzos del verano, lluvioso, y no corría ningún viento que pudiera llevarse el olor de lavandina, pero el suizo que me miraba, sentado en el borde el sillón, no registraba nada de ese tipo de sensaciones. Ni el tufo, ni el calor, ni siquiera las gotas de lluvia que le caían del pelo rubio, casi blanco por el efecto de los rayos del sol. No me acuerdo bien de su nombre, el que me viene ahora a la cabeza es Gerard, porque tenía un aire a Gerard Philipe, o me trasmitió algo de su fragilidad mientras sostenía entre las manos dos hojas de papel brilloso. Era un fax que le había enviado Ana Adela y que había recorrido el camino entre Buenos Aires y Ginebra, en el que le comunicaba en una prosa llorosa (recuerdo frases como “el amor no vive de la seguridad” o “a la distancia tu imagen se me esfuma”) que había vuelto a enamorarse de su ex marido (un sujeto violento, además de pintor fracasado) y que prefería quedarse a lamentar el futuro que se les había terminado para siempre, al menos en lo que afectaba a su vida en común.
Gerard me miraba y en un castellano dificultoso me exigía explicaciones a la actitud de Ana Adela, datos sobre su paradero, estrategias para reconquistarla. Había viajado más de veinte horas con ese objetivo y yo no tenía respuestas para arrimarle, si es que sus preguntas buscaban alguna. Ni siquiera sentía demasiada voluntad de consolarlo. Me cansaba estar en el medio de esa historia, de tener que ver como exponía su dolor sin ninguna vergüenza porque me consideraba un desconocido y, además, extranjero. Yo se lo hacía fácil, como al fin y al cabo hice con todo el mundo, incluso con el gato. Lo único que me salió decirle fue: “Bueno, ya sabés como es Ana Adela”. Y sin querer imité su tono suizo. No sé si él lo sabía, yo ni medio.
Ya va siendo hora que les explique que hacía yo en medio de ese paso de tragicomedia. Es una larga historia que simplemente por amabilidad trataré de hacerles breve. Les aseguro que nunca me lo agradecerán lo suficiente, porque si esta historia se contara con todos sus detalles, con sus derivaciones, causas y consecuencias, con sus repeticiones y rutinas (y no hay, en realidad, otra manera en que se pueda entender todo) sería de una longitud inenarrable (la longitud, no la historia). Entonces ahí va un resumen y, de verdad, es una lástima que no conozcan ustedes mi voz, porque de haber estado juntos podrían interrumpirme y pedir las aclaraciones del caso.
Acababa de separarme y como era habitual en Buenos Aires en aquella época no se conseguía un departamento para alquilar ni en broma. Me pasé unos tres meses en casas de amigos -viviendo de prestado, como se suele decir- hasta que una alumna me trajo una noticia alentadora. Tenía (pues se separaría a los dos meses de casarse, después de haber convivido con su ex esposo por años) una cuñada azafata que andaba necesitando alguien que se quedara a cuidar de su gato durante un largo viaje. La oportunidad era perfecta y me permitía, además ser amable. Fingí que dudaba y finalmente conocí a Ana Adela, la dueña del departamento, durante el fracasado casamiento de mi alumna en una cantina de la calle Córdoba. Me impactó enseguida. Tanto su elegancia como su rapidez para hablar y gesticular, además de su voz que nunca acababa de volverse grave. Pero sobre todo unos ojos azules, interminables, sobre un rostro pequeño de labios finos y pelo cortado a la garçone, muy parecida a Mary Astor, haciendo el papel de la pianista ególatra en La Mentira junto a Bette Davis. Los dos nos caímos bien de entrada y estábamos, por otra parte, apurados por ponernos de acuerdo, así que no hubo demasiadas explicaciones, sólo intercambio de teléfonos, direcciones y fechas.
El día convenido llegué al departamento, en un tercer piso por escaleras frente a un colegio de curas. Había un cierto estilo en sus paredes blancas con grandes cuadros de marcos grises que rodeaban fotos en blanco y negro de New York y de París, en los muebles de pino lustrado y hasta en el colosal desorden que hablaba de años de entrar y salir trayendo cosas de los viajes. Sobre un sofá estaba el gato, seguramente quieto hasta que me vio llegar. En cuanto me acomodé en un sillón se subió a mi falda y se dejó acariciar. Al rato se tiró boca arriba en el piso para que le pasara la mano por la panza. Mientras tanto Ana Adela me hablaba y me convencía de la belleza de sus ojos azules y de la conveniencia mutua del arreglo que íbamos a hacer, dejando traslucir que la encantaba la idea de que alguien como yo quedara a cargo de todo. Fue un flechazo instantáneo pero no como lo piensan ustedes. Encajábamos el uno con el otro, yo sedentario, suave, tímido, ella arrebatada, siempre pronta a partir, acelerada, simpática a más no poder. Yo había logrado transmitirle que llegaba hasta ella con una cierta falta de curiosidad como para que sintiera que su intimidad quedaba protegida, ya que la iba a dejar a la vista de un extraño. Funcionaba como desnudarse ante un médico desconocido y distante que mira un cuerpo, que en otras circunstancias sería deseable, como un objeto dejado al azar en un museo.
Claro que para que ese clima fuera posible fue crucial la intervención del gato. Ana Adela sonrió y dijo : “Veo que se llevan bien”. El pacto estaba sellado. Debería haber sospechado de tanta perfección, pero caí en una trampa fácil para todos aquellos que nunca han tenido animales: tragarse la mentira moderna de que los bichos tienen algo así como un carácter, una psicología. Una mitología propagada por los que conviven con animales: que si aúlla es porque se siente solo, que se está adaptando, que nota un aire raro en la casa, que percibe y sufre los conflictos de su amo. Lo único que puedo decir a mi favor que es muy fácil caer en el engaño. ¿Cómo aceptar la idea de que un ser que se mueve, que desprende calor, que muestra, aunque sea de manera mínima, una variación en los ruidos que produce, que parece sufrir el hambre, la violencia y los cambios de clima, no tiene nada en la cabeza? ¿Que existen, en definitiva, otra clase de seres, que no son ni piedras ni plantas, que tienen una forma de vida sin ideas, que son puras sensaciones dispersas e insensatas, que no tienen más intención sobre este mundo que vivir, alimentarse, reproducirse, dormir y hacer sus necesidades? Pura fisiología, en definitiva. Transformación de la materia. Recién hoy, a unos pocos meses de haberme mudado, me di cuenta de que todo era una farsa creída por todos los que participamos en ella. Ni el departamento era de Ana Adela y ni siquiera se trataba de un departamento, sino de un territorio ocupado y apropiado por el gato que se llamaba Beshjaná.
El gato debía semejante nombre a una supuesta ciudad israelí, descubierta por Ana Adela mirando en un mapa del Mediterráneo. Mauricio, ávido lector del hebreo, me explicó que podía traducirse, casi exactamente, como las puertas del año. Para mí fueron las puertas del infierno. Como un simple ejemplo vuelvo a traer el asunto de la lavandina, que me costó además varios pantalones. Porque bastaba que viniera la mujer de la limpieza para que al día siguiente el gato orinara el living, o la cocina o el baño (pero nunca en su cajón de piedritas absorbentes). Al contemplar el lago amarillento sobre los mosaicos o el parquet me dominaba un odio feroz que no lograba calmar persiguiendo a patadas al gato y seguía en mi interior cuando desparramaba con furor medio frasco de lavandina sobre la orina, sin poder impedir y casi deseándolo que alguna gota cayera en la botamanga de mis pantalones y los destiñera. No era esto lo único que debía soportar. También solía encontrar oscuros sólidos en la bañadera, en el living debajo de la mesa, en el balcón junto a las plantas, o sino me tocaba sufrir algún destemplado concierto de maullidos a las cuatro de la madrugada. Pero no quisiera abundar en recuerdos poco gratos de escribir y, supongo, de leer. Sólo quisiera agregar que, atrapado en el mito de la psicología animal, hacía infinitas consultas, cuyas respuestas apuntaban a que yo estaba exagerando por falta de costumbre o si no mostraban incomprensión, “porque los gatos son muy limpios”.
Ya llevaba seis meses conviviendo con Beshjaná cuando tocó el timbre el suizo traído desde Ezeiza por un taxi que lo había paseado por media ciudad. Desde arriba pudo sentirse el portazo contra el auto, pero después de subir los tres pisos ya era todo suavidad. Yo ya sabía parte de la historia: que el suizo era notablemente rico, que era, previsiblemente, hijo de un fabricante de relojes, que trabajaba seis meses al año para la UNICEF en el África Meridional y la otra mitad la dedicaba al yachting por el norte de Europa.
Claro que, como siempre sucedía en esa casa, todo tenía que ver con el gato. Gerard había conocido a Ana Adela en el aeropuerto de París, después de preguntarle por una estación de metro. Había quedado impresionado, más que por la elegancia de su figura, un poco derrotada por las largas horas de vuelo, por el hecho de que ella estuviera leyendo a Alfred Jarry en francés. Decidió acompañarla al día siguiente por las calles de París, entró detrás de ella al Fnac y la contempló mientras revolvía compacts en la sección de jazz. Ana Adela se dirigió a la caja después de elegir tres, sin mayores dudas: Kind of Blue de Miles Davis, New Conceptions de Bill Evans y una selección de temas de Billie Holiday. Al verla apoyada contra el mostrador, Gerard descubrió las piernas de Ana Adela, finas elevaciones sobre tacos aguja, y eran las tres de la tarde. Todo eso hizo que Gerard se olvidara de que, como corresponde a un caballero, debía pagar los gastos de la mujer a la que acompañaba. A Ana Adela no le importó, como solía suceder con todo lo que tuviera que ver con el dinero. Pero Gerard quedó con la mirada atrapada por las piernas de su dama que, como debí contárselos antes, eran la pura elegancia. Soportaban su cuerpo menudo y lo convertían en una elevación sin fin. No es que Ana Adela sea alta, sus piernas la convierten en una mujer alta. Buena literatura, buena música, buenas piernas. La combinación con la que Gerard creyó, en ese momento, haber soñado desde siempre en los cantones suizos donde transcurría su vida en días exactos, limpios, de ese tipo de limpieza que se suele asociar, equivocadamente, con el hielo.
Todo lo demás fue planes, romance y champagne francés. Como en una de esas elegantes películas con Mary Astor, a quien, como ya dije, Ana Adela se parecía tan exactamente. Aunque le gustaran, seguramente mucho más que a Mary, demasiado británica, los chistes bien contados, aunque no los festejara, y la marihuana. Por casualidad descubrí en un cajón una foto de Ana Adela fumando un porro del grosor del dedo de un pianista de jazz. Claro, así se entiende, sólo porros como esos son capaces de llevar al encuentro de un suizo millonario, hermoso y sensible. No hay otra vía que la marihuana cuando se vive en un barrio de Buenos Aires. El suizo era un personaje de película psicodélica, una aparición soñada entre las brumas de un buen trip.
En medio del romance, de París, de algunas noches intensas, Ana Adela soñó con cambiar de vida, con bajarse del avión y experimentar la vida en tierra firme. Pero había un problema: Gerard era alérgico a los gatos. La presencia de Beshjaná (rebautizado por uno de mis amigos, enamorado, por entonces, de la sonoridad de las palabras, como BarMitzvá) cerraba las puertas a esa felicidad increíble. Claro, cuando aparecí yo todo parecía volverse más claro. Yo podría pagar con pesadillas el cumplimiento del sueño interoceánico. Todo era perfecto, demasiado perfecto, demasiada marihuana. Demasiada para tantas aprensiones por un animal. En la casa no había siquiera un puñadito de grass para incluirme en la fiesta del porro. A mí me tocaba la parte de la realidad. Ya no sé si es que las alucinaciones conducen al error, o si es al revés. Voy a intentar explicarme y en este momento se me aparecen varias imágenes. Unas fotos rotas, el gato huyendo de mis ataques de furia, mis valijas en la puerta.
Junto a la foto del porro había varias otras, rotas de manera desprolija. Las fotos rotas se guardan para mantener vivo el recuerdo del momento en que fueron destruídas. Como quien tiene en su casa una urna con las cenizas de un muerto. La otra mitad de la historia se movía y se me apareció un día de la mano de Ana Adela. Era Aníbal, un rufián de clase alta, con una vaga idea de que lo tenía todo claro. El tipo de personas que detesto, que creen tener el secreto del libreto de la vida. Tuve que condescender a la amabilidad y a rescatar recuerdos de buen humor de otras épocas. Aníbal, la violencia, el suizo, la paz. En ese momento, al compararlos, sentí que no quería ninguno de los dos para Ana Adela, que no eran para ella. Y justo cuando lo estaba pensando ella me miró fijamente. Fue apenas un instante, pero sentí que me daba la razón y que, fugazmente, me había amado. Pero se fue con ese remedo de seguridad que le ofrecía Aníbal y los mamarrachos que pintaba y con los que aspiraba a artista de vanguardia.
Así fue como me tocó quedarme a darle explicaciones al suizo, en homenaje a ese breve instante en que nos habíamos amado. Después de que Gerard recibió mis palabras de consuelo, miré al gato que me maulló y llamé a Ana Adela. Estaba puesto el contestador con la voz arrugada de Aníbal. Casi cuelgo, pero se me ocurrió un mensaje, casi a último momento: “Misión cumplida.”
Me fui al dormitorio y empecé a vaciar los placards y el gato venía siempre tras de mí. Me siguió al baño mientras buscaba mis cosas en el botiquín y no me abandonó hasta que las valijas estuvieron listas. Era el día posterior a Navidad y se me ocurrió que el gato merecía una despedida acorde a la vida en común que nos había unido. Bajé al quiosco y compré petardos, cohetes y ametralladoras. Me pasé media hora abrumando al gato con explosiones, ruidos y luces que estallaban a su alrededor. Cuando me di cuenta de que había más olor a pólvora que a lavandina, me colgué un bolso del hombro, cargué mis dos valijas y puse la llave debajo del felpudo por si alguien quería volver a entrar a la mansión de Beshjaná.
Esta experiencia me anduvo rondando mucho tiempo hasta que logré poder escribirla y después de unos meses la publiqué en una revista literaria de escasísima circulación. A ciertas personas que conocían lo pasado en la casa de Ana Adela con el gato, el relato les causó mucha gracia, otro tanto pasó con aquellos que nada sabían de mi existencia en ese tiempo. De todas maneras, la suma de unos y otros daba poca gente. Sin embargo, para demostrar que la tristeza es inevitable y que comparte con las maldiciones cierta condición de lo inevitable, la revista cayó no sé de qué manera en manos de Ana Adela, luego de que yo la llamara varias veces para alcanzársela y ella no contestara a mis mensajes. Así, sin mi voz para acompañarla, la historia, por lo que pude enterarme mucho después, le molestó, le hizo daño. Por lo tanto, lo que era simplemente una experiencia que unía de manera pretendidamente jovial lo animal, lo femenino y la química y en la cual se ha mentido e imaginado cosas se transformó en un desencuentro entre dos personas, autor y protagonista, que no merecían arrastrar, por el mero hecho de que uno de ellos escribiera una historia y la otra la actuara, la pena de no saber más el uno del otro, algo que ya habían decidido de manera implícita, pero que ahora tenía un motivo. Cuando se publicó este cuento, llevaba una dedicatoria arriba del epígrafe de Stevenson (que resultó premonitorio) que decidí suprimir para seguir borrando las diferencias entre la fantasía y la realidad.
Lo acontecido con este cuento lleva a unas cuantas conclusiones, todas ellas amargas. En principio que existen los demonios y que habitan en los animales, como creía Edgar Allan Poe, algo que no deja de tener su lógica. A veces la fatalidad hace que vivamos demasiado intensamente con ellos y que los usemos para encontrar más rápido el camino de la desgracia, aunque no deja de haber, hay que hacerlo constar con beneficio de inventario, aquellos a quienes los animales enseñan el camino de la felicidad, el comienzo de una zoofilia platónica que escapa a mi capacidad de entender.
Que la ficción existe siempre y que, por lo tanto, no existe, si se me permite decirlo así, por sobreabundancia de existencia. Ana Adela creyó más en las partes inventadas que en las reales, tal vez porque es imposible diferenciar a unas de otras. En el momento de escribir achaqué toda esa confusión, inclusive la mía, a la marihuana. Puede que sea así, ¿qué importa? Fumarse un porro es sentirse más ligero, como vivir rodeado de un aire que ya no tiene espesor y abrir los ojos tanto como se puede para que se llenen totalmente de luz. Es placentero pero no enseña nada, porque no hay nada que aprender. La marihuana deshace el mundo que dicen que tenemos que entender. Y en esa fragilidad cabe de todo. Especialmente personajes calados por la lluvia -como el suizo- que llaman a la puerta para contar historias increíbles. Los amores imposibles se disuelven en el humo y lo que sucede es que terminan revelando que no son eternos como pretenden. Que pueden olvidarse en un viaje.
Que no se puede creer en la justicia, aunque yo pensara que se podía castigar al gato y cerrar la puerta. Nada de lo que ocurrió con los personajes de esta historia es del todo justo, porque no puede serlo.
Lo que quiero decir es que las historias que se empiezan no siempre pueden terminarse. Que la destinataria de este relato lo leyó cuando ella y yo nada teníamos que ver, o al menos eso era lo que suponíamos y ese olvido mutuo hizo necesario que yo agregara estas líneas cuando los hechos, las acciones, que hacen al cuento ya estaban terminadas hace rato. Se me puede achacar algo así como el afán de la última palabra, pero lo que me lleva a seguir escribiendo sobre algo que parece cerrado es que lo que no se podía entender entonces ha agregado nuevas incomprensiones que forman parte de mi actualidad, aunque no reemplacen del todo a las anteriores.
Esto da pie a la última conclusión que es probablemente la más segura de todas: los gatos tienen más de siete vidas, tienen todas las que deben tener.
Marcos Mayer es periodista y escritor. Entre sus libros, La tecla populista, Artistas Criminales, Las cosas del pensar y El relato macrista.