Un viejo sheriff cuyo cuerpo pide a gritos el retiro arrastra hacia la cárcel a un guerrero arapaho tan viejo y cansado como él a través del territorio de Wyoming. Todo parece jugado cuando a la luz de una fogata surge un chispazo de comprensión.

No era fácil ser sheriff en aquella época. Bueno, todavía lo es pero es distinto o uno está más viejo. Ya estaba dispuesto a retirarme, es lo que tenía pensado. Se lo había prometido a Ethel meses antes de que se enfermara. No es que yo sea un hombre de palabra, es una vieja costumbre en Wyoming. Aquí uno es esclavo de sus promesas.

Pues bien, el caso es que estábamos en el invierno de Wyoming. El frío afilaba sus vientos en las crestas blancas de las Rocosas. En la altura, los vientos se lastimaban y aullaban como ánimas.

En las inmediaciones de Laramie, las cosas no iban mejor. Yo estaba allí, bebiendo un jarro de café, frente a la hoguera, mirando en silencio el rostro oscuro y pintado que tenía frente a mí. Una raja luminosa ya había rasgado la noche.

Finalmente había atrapado a Ojo de Bisonte, un indio araphao renegado que se dedicaba a asaltar pioneros que llegaban en sus carromatos a Wyoming. Había abandonado su tribu hacía años para convertirse en una calamidad en la comarca.

Era un indio alto, fornido, pintado como una víbora coral. En todo el camino no había pronunciado una sola palabra.

Lo traía maniatado y sus ojos se parecían a los duros nudos de la soga.

Los álamos, abetos y fresnos habían perdido el color bronce del verano y sus troncos y ramas se reducían a esqueletos renegridos salpicados de nieve.

El sol ya hacía brillar las cumbres de las Rocosas y mi prisionero observaba una espada de luz que se había formado en el cielo. Bajó la cabeza, se la tomó con ambas manos y dijo: pluma blanca de águila negra. Lo observé y pensé que su mundo no me incumbía, yo solo debía entregarlo a la prisión estatal de Cheyenne y cobrar mi recompensa.

El amanecer fue lento y helado. De a poco fueron emergiendo las huellas del paso de los ganados que viajan a Cheyenne.

No me costó arrestarlo, lo hallé cocinando un conejo en una cueva cercana a Saratoga. Manso, envuelto en silencio, se dejó maniatar. Tal vez sus dioses ya le habían advertido que su suerte se había agotado. Yo marchaba a caballo y él lo hacía a pie, amarrado a mi silla de montar. Llevábamos dos días de andar. Y debíamos retomar el rumbo.

Monté el malacara, y revisé la carabina Spencer que perteneció al sheriff Madison, mi antecesor.

Cabalgamos tres, cuatro horas, hasta que el mediodía nos agarró bajo un álamo plateado. Allí el caballo se quedó mirando el horizonte, cabeceando y bufando, como si lo asaltaran malos presentimientos. Mastiqué algo de carne salada, amarré al bandido al tronco del álamo y me eché a dormir un rato. Sabía que llegaríamos al atardecer o a la noche, si no quería cansar al caballo.

Ojo de Bisonte era un tipo de cuidado. Había sido uno de los más sanguinarios bravos del jefe araphao Garra de Oso pero había desertado hacía muchos años.

Ya de pie, observé las azuladas montañas bajo una niebla delgada. El clima estaba cambiando.

Reinicié la marcha bajo un fugaz temporal de nevisca y viento que obligaba a marchar de costado al caballo. Ojo de Bisonte caminaba encorvado, hundiendo sus botas en el barro chirle de tierra y nieve.

Lo capturé de casualidad, pura suerte de viejo sheriff.

Primero vi el viboreo de un humito, desmonté, me acerqué y lo vi de espaldas cocinando el conejo. Disparé dos tiros: uno voló al bicho de la fogata y el otro dio en el tronco  donde, diez centímetros más arriba, tenía el traste el bandido. Del susto, pegó un grito el hombre. ¡Soy Ojo de Bisonte! Se entregó dócilmente, mirando el suelo. Le até las muñecas por delante y le puse un lazo flojo en torno al cuello. Y así empezamos a volver: el Ojo de Bisonte a pie y yo a caballo.

El temporal se esfumó cuando cayó la noche: un cielo de hielo  bajo una luna rojiza. Al rato, el renegado pidió descansar, las piernas no le daban más. La cañada en la que nos asentamos era poco profunda, sin maleza y a la luz de la luna se veía como una mortaja. Un puma jamás se llegaría hasta esa larga hondonada, estábamos lejos de la arboleda. Prendí un fuego titubeante para alumbrarnos, comimos frijoles con tocino y tomamos sorbos de agua. Ojo de Bisonte prendió un cigarro de hoja. Nunca fui de preguntar a los presos por qué hiciste esto o  aquello. Es cosa de ellos y de los jueces. Así que hablamos de una mujer que tuvo en Rock Springs, hace años, y que la correntada de los delitos lo fue alejando y hoy la recordaba como una orilla perdida. Yo entendí rápido porque soy viudo. Es otra cosa, sí, pero creo que se siente igual. Las llamitas iluminaban la cara pintada del hombre. El tiraba piedritas al fuego y fumaba. El silencio, por momentos, se llenaba del lamento de los coyotes.

Por qué andas con un Bilsey sin balas, le pregunté. Porque se me acabaron. ¿Hace cuánto? Hace tiempo. Un viejo Bilsey 38 casi inservible, era todo lo que tenía.

Lo miré a los ojos; tenía pestañas largas y parecían uñas de águila. La piel tatuada cambiaba de tonos rojos lamida por las llamas.

Bueno, vamos a seguir, hombre, le dije. Y me fui parando: las piernas parecían de yeso y me dolían, el retiro me gritaba desde los huesos.

Agarré la Spencer y mis alforjas. Pero el araphao no se movió, solo miraba las llamas con una ramita en la boca. Alzó los ojos y me miró como miran los ciegos y me dijo: voy a pedirte, sheriff, que me mates aquí nomás. Lo miré ladeando la cabeza.

Sabes, sheriff, estoy cansado, muy cansado. Hace muchísimo tiempo dejé de ser Ojo de Bisonte, el hijo de Lobo Dormido. Cansado de saber que volveré a la cárcel, que deberé luchar contra los blancos presos, esos que nos odian y nos quieren muertos. Yo no sé echar lágrimas, nunca aprendí. Y lo peor de todo es que ya no recuerdo al pequeño Ojo de Bisonte que salía a cazar con su padre.

Su voz se hizo baja y mirando las montañas, murmuró:

-Un guerrero araphao debe saber siempre cuando marcharse con sus mayores. Sé que es el momento de morir.

Caminé unos pasos. Regresé. Y volví a mirarlo, él tenía los ojos entrecerrados. Inmóvil, sólo esperaba. Caminé hasta el malacara y saqué el cuchillo que llevo a un costado de la montura. Me acerqué y le dije. Párese, Ojo de Bisonte. Me miró. Párese, maldito indio. Con la vista fija en el cuchillo,  se irguió. Quedamos frente a frente. Le pasé la daga y le dije: tajéeme este brazo, aquí. Hágalo rápido.

El dolor fue tremendo, la sangre bajó rápido por el antebrazo; entonces le dije: empiece a correr para allá, llévese el cuchillo…

Los dos tiros se habrán escuchado hasta en Cheyenne.

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