Entre Santa Fe y París pueden pasar cosas extrañas cuando dos viejos amigos hablan de libros casi perdidos. En uno de ellos, una explicación de la belleza de Helena por parte de dos soldados de  guardia frente a las puertas de Troya.

(A Hugo Santiago)

Un domingo de noviembre, a eso de las tres de la tarde (allá en la ciudad debían ser más o menos las once de la mañana) Pichón recibió una llamada de Tomatis. Mientras se dirigía hacia el teléfono, ya que cuando empezó a sonar se estaba preparando un café en la cocina, iba pensando “Como es domingo, por la hora debe ser Tomatis”. Desde luego que no lo pensaba en esos términos, con palabras, sino con esa manera peculiar que tienen de presentarse a la mente ciertos pensamientos, prescindiendo de palabras justamente, y aun de imágenes, con una evidencia inmaterial y fugaz pero clara sin embargo, precisa y brillante: “Por la hora, debe ser Tomatis”. Y era él, desde luego.

Es verdad que Tomatis había establecido la costumbre de llamarlo desde allá ciertos domingos, una vez por mes o cada cinco o seis semanas y que él, Pichón, hacía más o menos lo mismo, con una periodicidad semejante, así que hablaban por teléfono quince o veinte veces por año. Al principio o al final de la conversación, el estado del tiempo siempre ocupaba treinta segundos, un minuto, o más incluso si algún fenómeno meteorológico merecía un comentario detallado. El resto eran chismes, noticias o comentarios de actualidad, invitaciones y promesas de viajes, frases ingeniosas, bromas, y, de tanto en tanto, hasta discusiones literarias o filosóficas.

Esa mañana de noviembre, Tomatis pretendía estar en la terraza, a la sombra de un toldo, donde corría un aire fresquito según él, frescura amable de una mañana de primavera que calificó varias veces de “deliciosa”: cielo azul, ni una sola nube hasta el horizonte, sol bastante alto ya pero todavía soportable. ¿Y a que no sabía qué estaba haciendo? Mil contra uno que Pichón no adivinaba; ni más ni menos que disponiéndose a prender dentro de poco el fuego y a tirar un pedazo de carne y unas achuras sobre la parrilla. Pero por ahora se ha puesto bajo el toldo para protegerse y refrescarse un poco, porque ha estado tomando sol, desnudo como es su costumbre, desde las nueve y media.

Pichón lo escucha con una sonrisa escéptica y complacida a la vez, parado todavía al lado del escritorio, la mirada que errabundea más allá de los vidrios de la ventana, sin ver a decir verdad ni los árboles desnudos ni las fachadas parduzcas de los edificios en la vereda de enfrente, ni el aire triste y sombrío que destella en la llovizna helada. Desde que conoce a Tomatis, algo más de treinta años ya, un hábito de incredulidad lo mantiene alerta ante muchas de sus afirmaciones, no porque Tomatis diga mentiras, sino porque a veces, en la forma irónica y elíptica, falsamente directa, que tiene de expresarse, ejerce ya sin darse cuenta un estilo paródico del que es manifiesto por lo menos un rasgo común con el hermetismo: la total indiferencia por la capacidad de su interlocutor para captar sus alusiones y aún hasta el mecanismo de su retórica. Pero por más que dude, la fuerza de las palabras, aun llegando desde tan lejos, obtiene el efecto buscado, ya que, mezclándose al escepticismo, la imaginación de Pichón elabora una imagen placentera, proyectándose en ella como lo haría con cualquier otra ficción y, al tiempo que se sienta en el sillón del escritorio, “ve” la mañana luminosa de primavera, el toldo de lona verde que imprime sobre las baldosas rojas de la terraza una sombra benévola y a Tomatis, después de haberse cocinado un rato al sol enteramente desnudo, secándose de su propio sudor al aire fresco, con un vaso de agua en una mano, el teléfono contra el oído y la mirada sonriente y vivaz paseándose a su alrededor mientras habla.

Según Tomatis, el tono de cuya voz expresa más jovialidad que de costumbre, una novedad sensacional ha motivado esta vez la llamada: han encontrado, él y Soldi, y, oyéndolo, Pichón descarta la pertinencia de ese plural atribuyendo a Soldi solo el supuesto descubrimiento, ya que le resulta imposible imaginarse a Tomatis hurgando en bibliotecas, en desvanes y en archivos, con el fin de traer a la superficie de la esfera pública algún escrito raro o algún documento revelador, han encontrado, él y Soldi, otro texto de ficción que, todo parece indicarlo, ha sido también escrito por el autor de la novela de ochocientas quince páginas que estaba entre los papeles de Washington, el dactilograma titulado En las tiendas griegas, que Pichón ha tenido la oportunidad de examinar brevemente, durante su último viaje a la ciudad, un par de años antes. Según Tomatis, se trata de un texto no muy largo, de unas veinte páginas más o menos, sin título ni nombre de autor, pero que proviene de la misma máquina de escribir en la que fue pasada en limpio la novela, en un papel del mismo formato y de la misma calidad, un poco amarillo en los bordes, y sobre todo con un trazo horizontal casi marrón en medio de la primera hoja, porque el texto estaba doblado en dos y olvidado entre las páginas de un libro. Soldi se había topado con él (en esta parte de la conversación el plural desaparece) haciendo el inventario de los libros políticos en la biblioteca de Washington.

El ruido de los primeros borbotones de la cafetera llega desde la cocina, y Pichón percibe el olor del café que se expande por el aire caldeado del departamento. Pero si sus sentidos se ocupan en captar los estímulos que los excitan en el aura rugosa y bien real del presente, su imaginación se pasea por la terraza roja y soleada, por la mañana, según Tomatis, “deliciosa” de noviembre, y su atención se concentra en las palabras que, a pesar de la distancia desde la que le llegan y del timbre vagamente artificial con que resuenan, como si hubiesen sido descompuestas en sus elementos más simples y vueltas a recomponer sin haber logrado restituirles el sonido humano, haciéndoles perder la inmediatez familiar al transportarlas de un hemisferio al otro a través del espacio lleno de turbulencias magnéticas, interesándose por ellas en su mera calidad de materia sonora, subyugan a la vez su curiosidad y su inteligencia.

Durante las consideraciones preliminares, antes de resumirle el texto propiamente dicho, Tomatis cree necesario hacerle notar que puede tratarse de un fragmento descartado de la novela, ya que también transcurre durante la guerra de Troya, y los personajes son los dos soldados, uno viejo y uno joven, que montan guardia ante la tienda de Agamenón, y que ya en la novela eran los personajes principales, o en todo caso aquellos a partir de los cuales se fijaba el punto de vista de los acontecimientos. A menos, dice Tomatis, que en lugar de tratarse de un fragmento de la novela, sea un texto independiente, tributario del cuerpo principal, y que haya varios del mismo tipo dispersos en las bibliotecas de la ciudad, olvidados también entre las páginas de algún libro, de algún legajo, o sepultados en algún arca o cajón, bajo recortes de diarios, de documentos caducos, de fotografías en blanco y negro con los bordes dentados, ajadas y amarillentas, y de capas y capas de polvo fino y grisáceo. Si se trata de un texto independiente, el hecho de que intervengan los mismos personajes, dice más o menos Tomatis, hace que su autonomía sea relativa, y que la novela siga constituyendo la referencia principal, así que ese texto breve y otros que eventualmente pudiesen existir y fuesen apareciendo, formarían no una saga, para lo cual es necesario que entre los diferentes textos haya una relación cronológica lineal, sino más bien un ciclo, es decir, dice Tomatis con una pizca de pedantería más teatral que verdadera, un conjunto del que van desprendiéndose nuevas historias contra el fondo de cierta inmovilidad general.

Sombra tenue del toldo verde sobre las baldosas coloradas; Tomatis, sin afeitar todavía, en calzoncillos probablemente, sentado en el sillón con el teléfono portátil contra el oído y un vaso de agua en la mano libre; el sol que destella arriba, subiendo hacia el cénit, en un cielo de un azul profundo, sin una sola nube en todo el horizonte visible; mañana “deliciosa” de primavera según Tomatis: con una sonrisa blanda y expectante, Pichón escucha sentado ante el escritorio, la cara vuelta hacia la ventana sin ver, a través de los vidrios, los árboles desnudos, ennegrecidos por el fulgor glacial de la llovizna. “El soldado viejo y el soldado joven, que aparecen en la novela”, está diciendo Tomatis, pero Pichón no se acuerda bien de ellos, porque él la novela no la ha leído, y no ha tenido de ella más que un resumen oral que le ha hecho Soldi durante un paseo en lancha que hicieron una tarde, de vuelta de la casa de Washington en Rincón Norte, a donde habían ido justamente a echarle una ojeada al dactilograma de ochocientas quince páginas, del que se ignora la fecha exacta en que fue escrito, e inclusive el nombre del autor.

Y la voz de Tomatis, ligeramente modificada por las turbulencias electromagnéticas, le comenta: otra vez, como en la novela, los dos soldados conversan. Para el joven, la que está entre los muros de Troya, no puede ser la verdadera Helena. Jamás según él una esposa griega abandonaría a su mando griego por un extranjero. El soldado viejo pretende no tener ninguna opinión personal sobre el asunto, pero el texto según Tomatis deja entrever, lo que por otra parte el soldado joven capta casi sin darse cuenta, que el soldado viejo prefiere abstenerse de expresar en voz alta lo que piensa realmente, a saber que de una mujer, griega, troyana o egipcia o lo que fuese deben esperarse siempre las reacciones más imprevisibles. El soldado joven insiste: es posible, pero Helena, la más hermosa y casta de las mujeres constituye en forma evidente una excepción y además, de muy buena fuente él sabe que esta Helena que París trajo a Troya, no es más que un simulacro, un espejismo que un rey hechicero, horrorizado por el secuestro de la reina, fraguó en Egipto para engañar al seductor y preservar la castidad de Helena, hasta tener la ocasión de devolvérsela sana y salva a su esposo Menelao. El soldado viejo sigue escéptico, pero se abstiene de objetar que, en las semanas que duró el viaje de Esparta a Egipto, si fuese cierta la castidad de Helena, a Paris le sobró tiempo para dar cuenta de ella, y el otro, adivinando la objeción ya que él mismo no puede dejar de formulársela en su fuero interno, se aferra al argumento principal: la Helena que los griegos han venido a buscar a Troya para restituir el honor de Esparta y de Menelao, no es la verdadera Helena sino un simulacro fraguado por un rey hechicero, un tal Proteo, que le dio a la pareja hospitalidad en Egipto. Los años han fortificado la incredulidad del soldado viejo: ni una vez sola, en su larga vida, lo invisible ha dejado de ser lo que es, es decir la transparencia vacía del aire y del cielo, y lo visible, la presencia rugosa de la piedra, del árbol ondulante y mudo, del agua fresca y turbulenta, del firmamento incomprensible. Ni una sola vez el más oscuro de los dioses consideró que valiese la pena manifestarse para él, y del trabajo de adivinos y hechiceros nunca pensó que se tratara de otra cosa que una manera de autorizar, con el pretexto de la magia y de los oráculos, y del pretendido comercio con las fuerzas que rigen el destino, el capricho a menudo sanguinario de los poderosos. El soldado joven, sin desplegar más esfuerzos para hacerle aceptar sus argumentos, promete aportar la prueba de sus afirmaciones: la muy buena fuente que le ha suministrado la información acerca de la imagen ilusoria de Helena, es un mercader de Tiro que comercia con los ejércitos griegos todo lo que en este mundo se puede comprar y vender y que, a causa de su profesión, ha estado varias veces en Egipto, donde pudo frecuentar a algunos hechiceros a los que les suministraba ciertos productos raros, traídos de los confines del mundo conocido, que les servían para ejecutar correctamente sus operaciones mágicas. El comerciante le había insinuado que él conocía un medio secreto para determinar con exactitud si una apariencia cualquiera de este mundo era de verdad un ser material o si se trataba de un mero simulacro.

Un silencio inesperado, en el otro extremo de la línea, saca a Pichón de la especie de ensueño en el que ha caído: absorto en el sonido de la voz de Tomatis, ha dejado de entender, o de entender en el círculo claro y consciente de la atención, el significado de las palabras; las comprende, pero más lejanas y vagas que la imagen vivaz en la que se inscriben, y que es el elemento más real del presente infinito, más real que la voz y las palabras por cierto, pero también que el chisporroteo empírico que los estímulos, intermitentes o constantes, sucesivos o simultáneos, que excitan sus sentidos, la imagen forjada sin un solo elemento material, a no ser las dos o tres frases circunstanciales de Tomatis, y que ahora nítida, brillante y férrea, ocupa la totalidad de su mente: el toldo verde al que la luz primaveral le da una transparencia luminosa, y que proyecta su sombra sobre las baldosas coloradas, el cielo azul, sin una sola nube en todo el horizonte visible, y Tomatis sentado en calzoncillos en un sillón de lona, secándose el propio sudor al aire fresco después de haber tomado desnudo un poco de sol, con un vaso de agua en una mano y el teléfono portátil apoyado contra la oreja en la otra, hablando y mirando plácido a su alrededor, para gozar de la mayor cantidad posible de detalles en la mañana “deliciosa”. Y Pichón se ha distraído del relato, pensando que las sensaciones imaginarias de Tomatis, de cuya realidad carecerá de pruebas hasta el fin de los tiempos, son para él más fuertes que las propias, que se han vuelto remotas y fantasmales.

–¿Sí? Hola, hola –dice Tomatis.

–Te escucho –dice Pichón, y su sonrisa blanda se acentúa un poco.

–Pensé que se habría cortado –dice Tomatis, fingiendo malhumor–. No me asombraría que los servicios secretos tengan intervenidos nuestros teléfonos.

–¿Te parece? –dice Pichón, exagerando su incredulidad.

–Por supuesto –dice Tomatis–. Hoy en día en que el pueblo, la mafia y los gobiernos tienen los mismos ideales, únicamente los artistas siguen siendo peligrosos. Lástima que vayamos quedando pocos.

–No divaguemos –ordena Pichón, más complacido que nunca por los postulados tan arbitrarios como inapelables de Tomatis.

–Escucho y obedezco, oh noble señor, califa de los reinos que se extienden de la ceca a la meca, juez magnánimo, verdugo escrupuloso y compasivo, ejemplo y guía de los creyentes –salmodia Tomatis y, simulando carraspear para aclararse la voz, prosigue su resumen del relato, según el cual, durante varias semanas, el soldado viejo, que le había tomado afecto a su compañero de guardia por lo que a veces, en su fuero íntimo, se felicitaba a causa de la paciencia que le tenía, no volvió a oír hablar más del asunto, aunque ciertas miradas, ciertas diligencias misteriosas y ciertas insinuaciones difíciles de desentrañar indicaban claramente que el soldado joven mantenía sus planes y continuaba sus contactos y sus averiguaciones.

Un día lo vio acercarse con paso decidido y expresión satisfecha –el soldado viejo estaba echado bajo un árbol, masticando a duras penas su rancho– y supo que estaba en posesión de las informaciones que necesitaba, y si no era así, por lo menos estaba convencido de haberlas obtenido. Se acuclilló ante él con facilidad, posición que las articulaciones gastadas por leguas y leguas de marcha y años de plantones y de hambrunas ya le vedaban para siempre al soldado viejo y, bajando la voz, después de haber auscultado su alrededor con miradas furtivas y recelosas, le transmitió el resultado de sus diligencias. El comerciante de Tiro, según el soldado joven, le había revelado, después de muchas vacilaciones y a cambio de una buena parte de su salario, que los iniciados a las artes mágicas que había frecuentado en todos los rincones del mundo conocido por tratarse de sus mejores clientes, sabían que existía un único medio, infalible desde luego, para saber si una apariencia de este mundo, animal, vegetal o mineral, era verdaderamente un cuerpo compuesto de materia densa o un mero simulacro, y ese medio consistía en exponer el cuerpo en cuestión a la primera luz del alba, en cierto lugar preciso del espacio, para que un determinado rayo solar, al dar contra él, revelase su verdadera naturaleza. Según el comerciante de Tiro, tratándose de un cuerpo real, de materia compacta, no pasaba nada, el cuerpo imprimía una sombra alargada en el suelo, interceptando el rayo con su masa opaca, pero que si en cambio se trataba de un simulacro, un prodigio se producía sin error posible, a saber que el cuerpo empezaba a tornasolarse adquiriendo un aspecto fuertemente luminoso e, igual que una pompa de jabón, se volvía translúcido, transparente, se desvanecía en el aire hasta que el rayo que lo había tocado, a causa del movimiento del sol, pasaba de largo y entonces el cuerpo recobraba su apariencia engañosa.

Con la mirada baja, clavada en su comida que los pocos dientes que le quedaban apenas si lograban masticar, el soldado viejo lo escuchaba tratando de disimular, por cortesía quizás, su escepticismo, aunque ya sabía que el otro no estaría dispuesto a abandonar hasta no haber llevado a cabo la experiencia. Adivinando sus pensamientos sin siquiera darse cuenta, el soldado joven seguía hablando: todo el mundo sabía en el campamento que Helena, a la madrugada, mientras los troyanos dormían, tenía la costumbre de pasearse por las murallas, mirando en dirección de las naves griegas y del campamento y suspirando por su tierra natal. Había quienes pretendían que varias veces incluso había tenido a esa hora discreta conversaciones con algunos jefes griegos, Ulises sobre todo, con el que conspiraba para precipitar la ruina de los troyanos. Esos encuentros tenían lugar en la oscuridad pero, según el soldado joven, Helena a veces se quedaba hasta el momento en que empezaba a aclarar, para no correr el riesgo de ser descubierta volviendo a su palacio en la oscuridad, simulando haber salido a dar un paseo con la primera luz del alba. En razón de todo eso, el soldado ya había elaborado un plan: a la noche siguiente, en lugar de echarse a dormir, irían a ver si Helena se presentaba o no en la muralla.

Unos meses después de esa conversación telefónica, Soldi, como otras veces, hará una copia del dactilograma y lo mandará por correo, lo que le permitirá a Pichón examinarlo con detenimiento, y casi en cada una de sus páginas y de sus frases, que desde luego difieren muchísimo de las que escuchó por teléfono en un domingo de noviembre, porque lo oral y lo escrito son dos medios diferentes, como el aire y el agua, y lo que respira en uno a veces se asfixia en el otro, la voz de Tomatis resonará en su memoria trayendo consigo la imagen del propio Tomatis, sentado en calzoncillos bajo el toldo verde, secándose a la sombra del toldo que hace resaltar el color rojo de las baldosas, y el cielo azul liso y profundo, sin una sola nube hasta el horizonte, la voz que trae cifrada en ella la mañana “deliciosa”. Parece salir hasta de la tipografía pareja impresa en las hojas blancas que recibió por correo, en un sobre grande de papel madera, con unas líneas manuscritas de Soldi, y el autor desconocido del texto revive en la voz grave, un poco deformada por las turbulencias magnéticas en su viaje casi instantáneo de un hemisferio al otro. Es como si ese personaje misterioso que siembra sus escritos en bibliotecas ajenas, en cajones olvidados, en desvanes y en recovecos secretos, de escritorios, de dormitorios o de galpones, desde el polvo ignorado en el que yacen sus huesos, se apropiara de la voz de Tomatis, de las manos de Soldi que los pasaban en limpio, de los oídos, de los ojos y de la atención de Pichón, que era su receptor, para volver a la vida por el tiempo en que las palabras mecanografiadas o impresas saliesen de su sueño polvoriento. Las resonancias magnéticas, electrónicas, eléctricas o lo que fuese que deforman ligeramente la voz, le dan al relato de Tomatis una tenue vibración inhumana, como si otra voz, confinada en el limbo gris y sin salida del pasado, adhiriéndose parasitariamente a la primera, quisiera volver al mundo para respirar, aunque más no fuese durante unos segundos, el aire fresco en la mañana de noviembre, bajo el toldo verde, en la terraza de baldosas coloradas, bajo un cielo azul profundo, sin una sola nube hasta el horizonte. No puede dejar de oír esa voz doble cuando, un par de meses más tarde, en plena noche y en pleno invierno, lee los últimos párrafos del texto que el correo le ha traído esa mañana:

Para no causarle una decepción, el Soldado Viejo acepta el plan de su amigo. Con la paciencia de un padre afectuoso para con un hijo un poco aturdido, quiere que por sí mismo gaste su reserva de ilusiones.

A la madrugada entonces, después del cambio de guardia, en vez de irse a dormir, se encaminan furtivos hacia la parte este de la muralla. El Soldado Joven pretende saber que es a ese sector de la muralla que la reina viene cada madrugada a suspirar por su esposo, por el campamento griego, por las naves inmóviles, y por el lejano y áspero reino de Esparta.

Durante un buen rato, no distinguen nada en la negrura apretada. En la noche sin viento, el frío del sereno los hace tiritar. El Soldado Viejo oye al otro removerse en su sitio, refregarse las manos y darse palmadas en el cuerpo para calentarse un poco. La arista horizontal de la muralla empieza a recortarse vagamente en la noche. Clavan la vista en ella durante interminables minutos, y el Soldado Viejo ya está por proponer que se retiren a descansar, cuando el muchacho lo disuade de un codazo, tan cargado de energía entusiasta que lo hace tambalear. Negrura más densa que la noche negra y que la muralla, una silueta abultada emerge cautelosa del parapeto y se inmoviliza.

Ahora, susurra el Soldado Joven, basta con esperar. El alba, es verdad, ya no debe estar tardando mucho, el alba y después la aurora, la luz del día que restaura las cosas compactas y coloridas en los prados palpables de lo visible. Los ojos de los soldados no pierden de vista ni un solo instante la forma negra que se recorta en la negrura. Se han olvidado del frío, de la hora, del lugar. Hasta para el Soldado Viejo el sortilegio parece posible, y mientras espera el día, se dice que, después de todo, ese muchacho algo atolondrado por el que ya siente una ternura de padre, ha traído un poco de magia a su vida gastada.

Por fin, la noche empieza a empalidecer, y el ocre de la muralla fosforece en la primera claridad. Únicamente la figura humana, envuelta en el manto negro, la cabeza cubierta por un capuchón, se obscurece en la luz todavía tenue. Cuando el aire se pone más claro la figura gira la cabeza y el rostro, oculto hasta ese momento por el capuchón, se descubre para los dos soldados. Su hermosura al mismo tiempo los exalta y los abruma. La carne casta de Leda, ignorante de su propia sensualidad, combinándose con la blancura y con la lujuria brutal del cisne, han producido esa certidumbre extrahumana, de la que únicamente gozan, con el solo fin de doblegar el mundo a su propio deseo, con inocencia y crueldad, los dioses y las fieras.

Detrás de la muralla y de la reina, que ha vuelto a girar la cabeza en sentido contrario, ocultando otra vez la cara bajo el capuchón, se divisan las torres y las cúpulas de Troya. Del otro lado, en el borde opuesto de la llanura, en la orilla del mar, el campamento griego al pie de las naves. Y a igual distancia de la ciudad y del campamento, los dos soldados, diminutos en el gran espacio vacío.

Hacia el este, el sol empieza a emerger. La claridad rojiza del cielo lo precede, pero ningún rayo todavía, liberándose de la barrera del horizonte, se extiende sobre la tierra. En los cortos minutos que se suceden, sus miradas van sin cesar del horizonte a la muralla. De pronto, algunos rayos rasan el aire y el Soldado Viejo ve la sombra del Soldado Joven alargándose sobre la tierra llana. En la muralla un rayo ilumina la silueta encapuchada que refulge de un modo cada vez más intenso, se tornasola, se vuelve transparente y desaparece.

El Soldado Viejo se inmoviliza de asombro, admirado ante el arte sin par de los magos egipcios. Pero una sorpresa todavía más grande lo espera –grande por su caudal de evidencia y de maravilla. Cuando el sol sube un poco más en el horizonte, al toque del rayo mágico, la ciudad de Troya y el campamento griego, con sus tiendas y sus mástiles, se vuelven manchas luminosas, se tornasolan, vertiginosos, se vuelven transparentes y después se desvanecen. Apenas si pasan unos segundos antes de que al Soldado Joven le suceda lo mismo, víctima del mismo mal luminoso y en apariencia indoloro. Ve su cuerpo familiar, su cara satisfecha y extenuada transformarse en una mancha incandescente y después en un hervor de colores vivos, para volverse translúcida e invisible, mientras su sombra, que durante unos segundos, mientras el cuerpo se tornasolaba, se ha convertido en una larga mancha multicolor, se borra instantáneamente del suelo. Ahora el mundo no es más que un uniforme vacío incoloro, del que hasta el sol ha desaparecido, y gracias al arte sin par de los magos egipcios, parece haber revelado en ese instante su esencia verdadera. El Soldado Viejo estira instintivamente el brazo para rescatar al otro de la nada en la que se ha desvanecido, pero para no ver su propia mano, que está volviéndose un racimo intenso de luz, cierra los ojos y se queda esperando sin saber bien qué.

No parece pasarle nada, a no ser la impresión de haberse vuelto de pronto liviano, casi aéreo, liberado por fin de la costra de fatiga y servidumbre que se ha ido acumulando sobre él con los años. Pero también lo embargan sentimientos contradictorios: alivio y en seguida remordimiento, pena y al mismo tiempo exaltación. Y le parece que esa confidencia tardía que le están haciendo los dioses sobre el valor real de este mundo, empieza a reconciliarlo con ellos.

Un ronroneo de satisfacción, acompañado de una alegría infantil, le hace comprender que, al acecho del alba, a causa de la jornada extenuante que han tenido el día anterior y de la noche de guardia, se ha quedado dormido, parado al lado del Soldado Joven, esperando los prodigios improbables de los magos egipcios. Después de todo, valía la pena haberse amanecido, si el resultado de tantas fatigas ha sido ese sueño feliz. Consciente de su sueño, que debe haber durado apenas unos segundos, sabe también que ya es tiempo para él de volver a la realidad. Y hace varios intentos, cada vez más enérgicos, de despertarse, pero a pesar de todos sus esfuerzos no lo consigue.

 

Juan José Saer  (1937-2006) es uno de los grandes de la literatura argentina. Entre sus libros, Cicatrices, Nadie nada nunca y El limonero real.