Hay presencias que abren puertas a lo no deseado, pese a que el amor no cesa. Un hombre postrado y una hija postiza, rara pareja.

Estoy semidormido en mi silla. Antes le decían duermevela, algo que no difiere demasiado de mi estado habitual. Irene entra, solo la cubre el camisón que utiliza para dormir, por lo que presumo que hace calor.  Debe ser la mañana. Recién levantada está hermosa. La vista, aunque no es óptima, es lo que mejor conservo. En segundo lugar, aunque bastante disminuida está la audición. Los demás sentidos no existen. Besa mi mejilla, empuja la silla hasta el cuarto de baño y, con cuidado, me desnuda y comienza a higienizarme. Miro atentamente sus formas rotundas, quizás tenga algún kilo de más que no la perjudica, por el contrario, la embellece. No percibo si en el transcurso de la tarea su cuerpo roza el mío, solo veo en un momento uno de sus pechos casi sobre mi nariz, entonces emito ese único sonido extraño que puede proferir mi boca, más para satisfacerla que por tener yo alguna sensación. Veo que sonríe y, su mano, acaricia mi frente.

De continuo me pregunto por que sigue a mi lado en esta lenta agonía. Por que no me interna en alguna institución donde pueda morir. Cuando tuve la percepción de lo que me deparaba le enfermedad tomé todos los recaudos para traspasarle todos mis recursos, cosa que primero la ofendió y luego terminó aceptando.

Cuando formé pareja con su madre, Irene tenía nueve años. El hombre, esposo, padre, no había sido amable con ninguna de las dos y mi trato cariñoso fue un bálsamo para ellas. Yo tenía casi veinte años más que Irene y unos pocos menos que su madre. Las amé mucho y siempre fui muy cuidadoso en la relación. A los trece Irene ya tenía cuerpo de mujer y comenzamos a encontrar afinidades. O quizás, de alguna manera, mis influencias hicieron que me viera espejado. A los diecisiete falleció, súbitamente, su madre. Fue un golpe duro para los dos, creo que más para ella. Me ocupé de que completara su educación y que llevara una vida acorde a su edad. Consiguió emplearse en una oficina y pasamos menos tiempo juntos. Indirectamente, por terceros, me enteré que había entablado una relación. Me lo ocultó por un buen tiempo hasta que un día me presentó a su novio. Por más que quise, no pude dejar de sufrirlo. Decidieron vivir juntos y nos veíamos de tanto en tanto. El no ocultaba que yo no le caía del todo bien. Pasaron algunos años en los que las distancias se agrandaron, hasta que un día, de improviso, apareció, me dijo que las cosas iban mal y me preguntó si podía volver a vivir conmigo. Acepté, tratando de ocultar mi satisfacción.

Al poco tiempo sentí los primeros síntomas.