¿Hay arrepentimiento después de la muerte? ¿Puede un asesino cargar con su culpa por toda la eternidad? Un experimento científico fallido que abre las puertas a preguntas inesperadas.
Conocen ustedes a Smirnoff, al sabio, anatomista y fisiólogo Smirnoff? Si lo conocen, sabrán que está aplicado con empeño, realizando una serie de experimentos importantísimos relativos a la resurrección de los muertos. Ruego al lector no tome a broma esto que digo. El sabio no pretende ejecutar antes de tiempo, y, con manifiesta herejía o espíritu sectario, adelantarse a lo que en su oportunidad realizara Jesucristo en el Valle de Cedrón.
No. Smirnoff es un hombre serio; estima bien, mide con exactitud sus alcances. La experiencia, su guía infalible, le ha enseñado que sólo puede tener éxito en algunos casos, en determinadas circunstancias y de acuerdo a ciertas condiciones. Estas son: Primera: Los muertos que se compromete a resucitar han de ser frescos y de integridad orgánica. Segunda: No debe haber pasado mucho más de media hora desde el instante del fallecimiento, ni haberse enfriado del todo el cadáver. Tercera: Que las causas de la muerte sean únicamente un síncope cardíaco, un accidente por descarga eléctrica o electrocución en la silla de ejecuciones.
Como puede verse, se trata de actuar en sujetos que no hayan sufrido una destrucción irreparable de sus tejidos nobles. En honor de la verdad o más bien de la posibilidad, modestamente creo que no se puede pedir más en este sentido. Porque sería como querer crear algo de la nada, suponer que la vida pueda devolverse sin lo indispensable para que el órgano vital funcione, aunque lo dañado sólo sea a considerarse en su anatomía microscópica.
A aquellos lectores que crean muy limitado el campo de Smirnoff y que se hayan forjado desaforadas esperanzas, les diremos que se pongan primero en el cogollo de la dificultad y, antes de desdeñar, justiprecien el trabajo sincero y genial que hace lo que puede hacer su humana naturaleza y, por último, añadiremos que, para los creyentes, el desengaño es sólo temporal, pues siempre queda, al fin del horizonte, la resurrección católica, o las de otras religiones.
Varinsky es amigo mío. Cirujano joven, y espíritu investigador, ha sido discípulo de Smirnoff, al que profesa una sincera admiración. Es cierto que, en un tiempo, cuando era estudiante, le gustaban las supercherías y las cosas raras, pero tenía un innegable talento: Yo sabía que Varinsky estaba tratando de reproducir acá las experiencias del maestro. Tuvo que dejar a éste para venirse a Buenos Aires por asuntos familiares (él era de Buenos Aires y su familia estaba en esta ciudad), cuando recién los primeros semiéxitos empezaban a dar pábulo a su curiosidad.
Varinsky es optimista y espera superar al maestro si ciertas dificultades se resuelven. Pretende actuar con buena suerte en plazos más largos y aun cuando los cadáveres estén fríos. No se contenta con conseguir un poco más de lo que hacen la adrenalina y la respiración artificial administradas en casos similares.
Continuamente hablábamos con él de problemas biológicos y, a veces, metafísicos; pero se veía que no le causaban mucho entusiasmo las aventuras del “Ser” que tiene como principales vísceras y coyunturas, un articulado lógico, y como sangre, un derrame crítico. En cambio, su espíritu práctico se caldeaba al hablar de vivisección o experimentaciones que podían aclarar problemas biológicos.
Una noche, después de la sobremesa, recibí yo un urgente llamado telefónico de parte de él, a quien hacía varias semanas que no veía.
–Venga en seguida; tengo un caso. Las buenas ocasiones no abundan. Se trata de un electrocutado y me lo han traído a la media hora de su muerte, más o menos. Todavía está algo caliente. Homicida y suicida. Mató a su novia y al amante de ella a balazos, pero él, que era electricista de afición y muy entendido en esos manejos, prefirió hacerse pasar por su cuerpo una descarga eléctrica. Al parecer era un muchacho culto, de carácter impulsivo y algo neurasténico. No se imagina lo que me ha costado conseguirlo sin demora. Me valí de la influencia del juez de instrucción y de otras superiores. Como dije que quizá podría salvarlo y entonces él declararía, se habrán entusiasmado por una condena más…
“¿Dónde vive usted ahora?… Está cerca. Bien; venga a la sala T del hospital X, pronto. (Él era jefe de esa sala y se adivinará que no doy los verdaderos datos por discreción.) Venga pronto, aunque “usted sabe que aún fríos los resucitaré” –y se rio con humorística y amable jactancia.
Con una manga del saco en un brazo y la otra por poner, salí de mi casa en dirección al hospital. En unos cinco minutos estuve allí. El portero, ya avisado, me condujo a la sala T. En una habitación adyacente, no muy grande, había una mesa de operaciones, dos ayudantes, dos médicos amigos en unos escaños más bien altos, más próximos a la mesa. Todos se sentaron y yo hice lo mismo, después de haberme puesto un delantal y un gorro blanco que me alcanzaron.
El cadáver era el de un muchacho bien constituido, de piel algo mate, aceitunada, de ojos muy largos y rasgados, de hombros y brazos fuertes que contrastaban con cierta delgadez del torso. No pude evitar el compararlo mentalmente con las figuras que por lo común se nos ofrecen en las láminas que representan los antiguos egipcios. La luz cruda que daba sobre él, le daba un tono azul pálido.
Varinsky nos invitó a que lo examináramos. Molins, uno de los médicos presentes, se aproximó y auscultó el corazón.
–Completamente parado; ni un latido –dijo; luego entreabrió los párpados, tocó la conjuntiva y agregó–: No hay reflejo.
Por puro lujo puso la hoja tersa del cortaplumas en las fosas nasales y la retiró sin que se empañara.
El otro médico acercó un fósforo encendido y después de un termocauterio a la piel de un brazo y costado, comprobó que no se producía ninguna reacción. Yo, no sabiendo qué hacer, puse las puntas de mis dedos en la muñeca y comprobé la ausencia de pulso.
Ya empezaba a enfriarse esa carne muerta, carne de joven sano y violento.
Mientras nosotros hacíamos esto, Varinsky maniobraba con actividad, preparando un pequeño aparato que parecía un motor de bolsillo, adosado a un recipiente que contenía un líquido rojo. Vi también unas gomas en cuyos extremos había agujas más bien gruesas pero de puntas sutiles.
Cuando terminó, nos rogó con cierta nerviosidad que nos apartáramos. Habló a los ayudantes y todavía volvió a ajustar algo con excitación creciente que intentaba disimular.
Los ayudantes acudieron con el instrumental y Varinsky y ellos se encarnizaron con el pecho hasta abrir una ventana resecando las costillas. Varinsky aproximó su aparato y metió las gomas por la brecha. Allí estuvo trabajando y, cuando se acercaron los médicos para tratar de enterarse, les volvió a rogar con cierta brusquedad que se apartaran. Al volver a sus sitios, me pareció ver algo de rabia y decepción en sus rostros.
–Disculpen –dijo Varinsky–, ya les explicaré… por ahora, hay que atender a lo más importante.
Luego de un rato bastante largo de irrigación que nos hizo temer un fracaso, empezaron a manifestarse ante mis ojos atónitos los primeros signos de vida. Una ligera coloración invadía las mejillas exangües.
Me impresioné mucho porque yo había visto indubitables en esa cara las huellas de la muerte y he aquí que empezaba a tomar una leve tonicidad que indicaba algo vivo. ¡Expresión, expresión!… esos ojos muertos perdían su aspecto de vidrio turbio y se encendían como si recibieran luz de dentro. Tenían cierto estupor como si de nuevo estuvieran frente a alguno de los caracoles, verdores, admiraciones o espantos del mundo.
Varinsky limpiaba continuamente el campo del miocardio con algodones y gasas y atendía el delicado funcionamiento de la bomba.
De pronto empecé yo a oír un murmullo como de voces lejanas que se acercaban, e interiormente lamenté que se viniera a turbar con trivialidades a nuestra experiencia.
Varinsky dijo: “Silencio. Pero… ¿quién es el que habla? ¡Que se calle el que habla!”, agregó, sacando la cabeza por la ventana entreabierta que estaba contigua a la mesa de operaciones. Luego palpó las gomas, que palpitaban igual que arterias fuera de su estuche caneo. Se veía que la bomba era como un substituto del corazón, que pondría a éste en marcha para retirarse una vez la circulación restablecida.
A todo esto, el murmullo seguía en su molestia impertinente.
Yo siempre he tenido oído fino y localizador como ninguno, casi siempre sabía en otra época, dónde chirriaban las cigarras, los grillos y los vigilantes. Y aun cuando los labios del difunto no temblaban, ni siquiera apenas como los de Balder, el célebre ventrílocuo en su pantomima, me di cuenta de que la voz salía del cadáver.
Yo siempre he dudado de mi razón, pero nunca de mi instinto, de mis sensaciones, de mis percepciones. Un muerto no puede hablar… ¡bien!, pero de allí salía la voz, de esa boca que no se movía, de esos labios que no se movían y que apenas palpitaban en la vida alboreante.
Hablé a los otros y les comuniqué mi impresión Se rieron al principio, pero después les pareció que su oído se rectificaba y orientaba. Nos acercamos al semirresucitado y pedimos permiso a Varinsky para oír mejor ese murmullo o sea esa voz que suponíamos hablaba en la laringe o en el pecho abierto.
Varinsky consintió a regañadientes y con cierta sonrisa de superioridad. Dijo:
–No se aproximen mucho. Un solo desplazamiento de las agujas acanaladas puede echarme todo a perder.
Nos aproximamos, no mucho, tímidamente.
La voz tenía un timbre raro, maravilloso y muy perdido y lejano, como si fuera de un aparato de radio donde se cuchicheaba a la sordina. No era posible situarla bien, ni analizar su timbre, el más singular de los timbres en voces humanas. Permítase a mi emoción ese intento de descripción de acento tan extraño: “Aquellas palabras parecían resonar en otra cosa que en el espacio.” Pero lo que llevó al colmo nuestro pasmo, fue comprobar que los nervios faciales ya funcionaban y que aquella cara de semivivo subrayaba con gestos expresivos, casi como de actor, las circunstancias del relato algo inconexo que la voz misteriosa hacía. Molins expresó que esas palabras parecían salir de un barril o de una cueva profunda.
Varinsky dijo fríamente:
–A lo mejor las pinzas que tengo colocadas para cerrar los vasos y retraer, los músculos y aponeurosis, están haciendo de antena, quién sabe por qué causa, y lo que ustedes oyen es una simple transmisión.
Sin duda, él también oía, pero, a fuer de genuino hombre de ciencia, no le interesaba más que la resurrección del muerto, sin charlas.
Yo me acerqué más aún, para oír, y mis aficiones arqueológicas, siempre despiertas, añadieron una “franja” a la fantasía de ese momento. La misma cara antigua del muchacho movía mi mente hacia lo remoto, y me pareció que lo que oía, entrecortado y a ratos corrido, eran palabras pronunciadas en el Egipto más arcaico o en algún templo de alguna ciudad más antigua todavía, sumergida y tapada por el mar y que hacía muchos años que había rendido a la nivelación el último gramo de polvo de sus ruinas. Pero esas palabras eran recientes y nuevas como luz de un mundo que recién se revela a un ojo y que, sin embargo, estuvo oculto por lejano, para muchas generaciones extintas.
Entre paradas y jadeos, decía la voz queda:
“Gracias, gracias al que golpeó en mi pecho. ¡Es una vida loca de sueños la que se ha desatado! Creo andar entre una ciudad de sombras, rota y dispersa como un astillero confuso. Tiene de lo que ya feneció y de lo que está naciendo de la muerte. Sus monumentos parecen tanto de mármol como de hueso, y están diseminados sin orden. Sólo se adivina cómo son entrando en ellos, como si la luz que lo hace entrever saliera, de la fosforescencia de los huesos. Es éste un mundo casi obscuro, lleno de basuras y desperdicios orgánicos y de algunas cosas que parecen esqueletos de barcos, grandes carroñas de blancas costillas que se abren y se deshacen. Son como templos destartalados edificados para honrar “LA VIDA” por antepasados cuya inspiración hubiera sido siempre la anatomía de hombre y animales… Un silencio penoso para mi conciencia. Por eso fueron un alivio las rayaduras y los golpes de ustedes, que sonaron en mi pecho y al mismo tiempo en las paredes de mármol. Porque en ese momento había entrado al templo cuyo exterior eran sombras. El muro, en la parte que correspondía al altar mayor, semejaba una vaga faz humana, pues unas aristas de mármol negro, finas y arqueadas arriba, hacían unas inflexiones y eran como dos cejas amplias que se juntaban en un fruncimiento de pena. ¡Ella lloraba, sin duda, por medio de la pared artística que era su máscara grande! Había también un revuelo de palomas negras que batían las alas sin ruido frente al fondo blanco del mármol. Entré en otra cripta. Las columnas en forma de senos, bajaban del techo y descansaban por sus pies, que eran finos tallos. Estos últimos parecían moverse en su interior, conservando su firmeza. Eran chorros tranquilos, inmóviles, helados. ¿Otra insinuación de ella, “la expresiva”, que me tendía sus senos como a amante o a hijo?
“Mi alma busca el perdón, y perdonar por la pasión siempre enhiesta. Pero el templo ruinoso parecía abrirse a una explanada más sombría y obscura; las columnas aquí son curvas, chatas, igual que costillas pulidas por el viento y las lluvias. Camino ahora por el espinazo de esta construcción en ruinas. Una idea me asaltó; yo era el causante de ese despojo de carne, de esta desnudez de huesos. ¡Yo el buitre asqueroso que había descarnado esas costillas! ¿Es éste un lenguaje jeroglífico? La alusión me pareció tan directa, que me sentí avergonzado precisamente ahora al notar que revivo con una nueva sangre activa en las venas.
“¡Volver al juego amable de la vida, al amor, mientras ella abre sus costillas en la obscuridad, sin abrazos! ¿Podré?
“…Y mi amada será otra que elija, con otro nombre, y viviré con el recuerdo de la sacrificada, que quizá me perdonó.
“Sin embargo, quiero olvido… Es un bien el olvido. ¡Ja, ja, ja! Oigo una risa de asesino o de hiena. ¡Ojos que acechan perversos y van fosforeciendo entre los claros que dejan las costillas de mármol! Ellos sospechan, saben que alguien está ocupado en mi salvación… Y que volveré al mundo para amar a la Amante y un recuerdo… Entre las sombras, una más obscura se acerca. Veo en sus ojos firmes y fríos la voluntad de oponerse a mi despertar. Veo una punta brillante y adivino dónde golpeará. ¡Qué hiera, estoy sin defensa! Y no me defendería si pudiera. ¡Yo no he de matar más! ¡Dios mío, hiere sin piedad! ¡A cada uno su turno en la venganza, y el amor… a ninguno! ¡Triste destino!”
En la cara del operado se revelaron el horror y la amargura de manera punzante.
Varinsky hacía rato que estaba apurando la irrigación, porque veía en la demora mal pronóstico. Yo, sin querer, miré el corazón hinchado. De pronto, se abrió una pequeña grieta, de donde salieron gotas rojas. Fue el preludio de la gran hemorragia que llenó el pecho de sangre.
¿Fue muy grande la presión? ¿Había una falla en ese músculo cardíaco? O, desde la muerte, que es la suprema impotencia, se puede… Pero no hay que pensar en lo escuchado, en el absurdo…
Como velas que se arrían porque ya no las empuja la fresca brisa de la esperanza, las facciones, una a una, perdían color, se ceñían, se replegaban. La boca se torció como papel que se arruga por el calor; se afiló la nariz; se dieron vuelta los globos de los ojos hacia arriba; el labio superior se aplomó y pegó a los dientes, mientras la mandíbula inferior descendía. Todo él tomó el aspecto del cadáver irrevocable, imposible ya de rescatar a la muerte.
Varinsky salió con las manos en la cabeza, tentado de creer que algún poder sobrenatural había malogrado su experiencia, cosa que a veces suelen imaginar hasta los sabios cuando fracasan. Por de contado que, cuando aciertan y triunfan, todo lo atribuyen a las consecuencias naturales de su talento.
Santiago Dabove (1899-1951) es uno de los grandes cuentistas argentinos olvidados. Uno de sus relatos fue incluido por Borges y Bioy Casares en su Antología de la literatura fantástica.