La familiaridad con la muerte puede ser un buen punto de partida para recordar y contar historias. Un hombre con un oficio inusual viaja por su mente y se da cuenta de que pese a la muerte todo sigue en movimiento.
Pueden llamarme como quieran. Aquí en el Bajo los que me conocen me llaman el limpiador. No hablo de mi trabajo pero las cosas se saben. O algunos las saben. Vaya a saberse cómo se enteran. Estoy, como tantas otras veces, en la puerta de una habitación del hotel. En la cama hay un cadáver. Siempre son hombres. Casi siempre son viejos. Los lavo si están sucios. A veces tienen el preservativo puesto. Los visto. Los pongo presentables. Los saco del hotel en auto, directamente desde la cochera, a la madrugada, antes de que amanezca, que es cuando en la calle no hay casi nadie. Y los siento en la plaza. Después damos el aviso.
Mueren muchos más que lo que la gente se piensa. El viagra, dicen. El hotel no quiere tener problemas. Y la mayoría de las veces también es mejor para la familia, que nunca llega a enterarse de lo que pasó realmente. Me llaman y yo me ocupo. No hace tanto que me dedico a esto. Un año y pico, más o menos. La primera vez fue de casualidad. Estaba allí tomándome una cerveza con el conserje de la noche, que es medio amigo, y aparece una chica enloquecida. Sale del ascensor y dice, casi gritando, “se murió, se murió”. Soy bueno tranquilizando a la gente. Siempre lo fui, desde chico. Y es que yo mismo soy muy tranquilo. En la escuela, cuando dos se peleaban, yo intervenía, hablaba un poco con uno y un poco con otro y, al final, todos amigos. Así que me acerqué a la chica, le dije despacito que no pasaba nada, que me contara, que no se preocupara, que esas cosas pasaban. Que esta vez le había pasado a ella pero que no iba a tener ningún problema, que nadie tenía por qué saber que ella había estado allí. Y mi amigo estaba ahí con la cerveza en la mano y sin idea de qué hacer, así que me ofrecí a ayudar. Lo de vestirlo y dejarlo en la plaza no sé cómo se me ocurrió pero nos pareció una buena idea.
–No sabés la de veces que esto nos pasa–, me dice el conserje y ahí es donde pienso que sería un buen trabajo. –¿No pensaron en tener alguien fijo?, le digo. –¿Alguien a quien puedan llamar cuando tengan un problema de este tipo?
–¿Qué, te estás proponiendo?
–¿Y por qué no?
–La verdad que no es mala idea– me dice él. –Habría que hablar con el gerente. Y así fue. No tengo un sueldo fijo. Me pagan por servicio. Pero hago un buen promedio.
Nunca me impresionó la muerte. O, mejor, los muertos. Tal vez porque tuve una experiencia bien de chico, con mi abuelo, que se murió mirando televisión al lado mío, mientras tomaba mate. Me di cuenta porque se le cayó el mate de la mano. Él estaba igual. O casi, vi cómo le iba cambiando de color la cara, de abajo hacia arriba, como si se fuera llenando de un líquido amarillo. En realidad, se estaba vaciando, digamos, pero yo no lo sabía. Y no me puse nervioso para nada. Me acuerdo como si fuera hoy. Agarré las llaves, salí y toqué el timbre en el departamento de al lado. Me pareció que si le decía a la vecina directamente que mi abuelo se había muerto no le iba a caer bien así que cuando me atendió le dije “disculpas, estaba mirando tele con mi abuelo y se sintió mal de golpe, me parece que le pasa algo”. –Pobrecito, quedate acá–, me dijo ella, que era bastante joven y me parecía linda. Siempre tuve sensibilidad para las chicas lindas. Me enamoraba de todas, vecinas, maestras, tías. –Yo me ocupo, voy a ver qué pasa–, me dijo. Fue, volvió, medio pálida, me dijo que la acompañara a la cocina, me sirvió un vaso de Coca, y me habló como yo le hablo ahora a veces a la gente, tranquila, y me dijo que me quedara allí, y si sabía el teléfono de casa y si mi abuelo era el papá de mi papá o de mi mamá y si ellos estaban en casa, y allí me quedé tomando Coca hasta que vino a buscarme mamá. No sé por qué pienso ahora en esas cosas, tal vez por la situación.
La Plaza San Martín es verdaderamente bonita de mañana. Es raro que me llamen a esta hora, pero da gusto llegar y ver esas nubecitas de vapor que suben del pasto y sentir el olor de las plantas, que es totalmente diferente del de la noche. También tengo mucha memoria para los olores. Me acuerdo perfectamente del olor de la habitación del hotel que estaba en la costa, cerca de la calle 36, la vez que conocí Mar del Plata. En realidad, no era en la ciudad sino cerca, para el lado del faro. Cruzábamos la avenida e íbamos a la playa por un camino que tenía a los lados unos yuyales y cañas y donde había agua que yo me imaginaba medio pantanosa, y renacuajos que juntaba en un frasco. Y el olor que me impresionó, mucho más que el de pescado, que llegaba cuando el viento venía del lado del puerto, o el de esos esteros a los costados del camino, fue el de la arena mojada. Es un olor que puedo volver a sentir cuando quiera. Me alcanza con pensarlo.
Está el cadáver sobre la cama, como casi siempre. Unas pocas veces está en el baño y, las menos, caído en el piso. Por la cara con la que están, me gusta pensar que puedo imaginarme lo último que les pasó por la cabeza. En general tienen cara de asombro, pero por ahí es imaginación mía, porque en las historias que me invento siempre llegan a entender que se van a morir y lo más probable, en realidad, es que no se den cuenta en absoluto. Alguien me dijo que nadie vive su muerte pero no estoy muy de acuerdo. Es como decir que alguien que se está cayendo por un precipicio no sabe que se va a estrellar. No vivirán la muerte, pienso, pero sí la idea que ellos tienen de la muerte. Un poco de miedo. De duda. ¿Y si es cierto? ¿Y si me pasa a mí? O no; la mayoría de las veces no deben tener tiempo. En realidad, casi siempre, la situación me hace acordar a unas diapositivas que nos pasaron cuando iba a la escuela y donde se veía el cuerpo de una ballena sobre la cubierta de un barco y un montón de personas, que parecían muy pequeñas, trabajando alrededor.
Hay gente que se impresiona por el trabajo que hago. Yo me veo como una especie de profesional. Hago las cosas bien y el resultado le viene bien a todo el mundo. A mí me gustaba mucho el mar. No tanto meterme en el agua como ir a pescar con mi viejo. Me compró una caña de fibra de vidrio, pequeña, muy flexible, y un reel inglés que era una maravilla. Me llevaba a la escollera norte, del lado que enfrenta a la otra escollera, la del puerto. Encarnábamos con camarón crudo. Había que sacarle la cabeza y pasarle el anzuelo por dentro del cuerpo que se adaptaba perfectamente a esa forma curvada. El agua allí es calma, como una pileta, y me cansaba de sacar palometas, a veces de a tres en cada tiro, anchoítas o pequeños tiburones. A veces íbamos del otro lado, sobre las rocas y frente al mar abierto. Allí el agua salpicaba muchísimo. Uno se empapaba, Era difícil no enganchar la línea en las piedras, sobre todo con una caña chica como la mía, pero se podían llegar a pescar corvinas grandes. Yo una vez saqué una inmensa; hubo que sacarla a mano, mi viejo tirando del hilo mientras yo recogía, porque el reel no daba abasto. Cuando salió del agua y la apoyamos sobre las rocas, los que estaban alrededor aplaudieron. Yo estaba contentísimo pero creo que el que estaba más orgulloso era mi viejo. Se lo veía como si el sol de la tarde lo hiciera brillar contra la espuma de las olas que rompían contra las rocas.
Mamá me iba a buscar al colegio pero papá era el que me llevaba. Desayunábamos los tres café con leche, mamá informaba la temperatura, que había escuchado en la radio y, cuando era más chico, me vestía tomando en cuenta ese dato. Me ponía camiseta si hacía mucho frío y me insistía en que llevara bufanda. Después, cuando empecé a vestirme solo, elaboré una especie de método que aún respeto y que utilizo también en mi trabajo: primero calzoncillos y medias, después camisa o remera y luego, sobre ellas, el pantalón. Pullover si hace frío, saco, campera, bufanda o cualquier otra cosa, al final. Caminaba con mi padre cuatro cuadras hasta la escuela, cruzábamos la vía y si estábamos con tiempo esperábamos a ver pasar un tren. El juego era, con los de carga, adivinar cuántos vagones faltaban. Mi premio eran diez caramelos. Si adivinaba la cifra exacta papá me regalaba los diez y restaba uno por cada vagón de diferencia que hubiera. Si había más de diez vagones de diferencia con la cifra que yo había dicho no había premio, por supuesto.
No es que no pensé en estudiar. En la facultad, digo. Pensé en algo que tuviera que ver con servir a la gente. Psicólogo me hubiera gustado ser, pienso. Pero había que leer mucho y usar demasiadas palabras y, así como soy bueno para escuchar, lo de hablar, y sobre todo lo de aprenderme palabras difíciles, no se me da nada bien. Enfermería, pensé. Odontología. Al final empecé a estudiar mecánica dental pero no me gustaba. Había que estar atento a una sola cosa durante mucho tiempo. No era para mí. Es difícil saber qué es para uno. Y a cierta edad uno tiene que empezar a trabajar y no da para quedarse pensando a ver qué nos gusta, así que uno va agarrando lo que va apareciendo y se acostumbra. Y si después aparece algo mejor, cambia. Lo que pienso es que uno nunca sabe cómo va a ser su vida el día siguiente.
Antes de trabajar en esto estaba en un bolichito de comida, en esta misma zona del Bajo. Ayudaba en la caja y cuando había que hacer algún reparto me ocupaba yo. Así fue como lo conocí a Adrián, al conserje del hotel. Le traía un sándwich de jamón crudo, preparado con manteca, a eso de las 12 de la noche. Y, si en el boliche no había demasiada gente y podía demorarme un poco en volver, me quedaba con él tomándome una cerveza. Él también llegó a este laburo medio por casualidad. Y es que ¿quién tiene vocación de conserje de hotel de fatos? Es un futuro posible, más bien, pero ¿quién se lo puede imaginar? Nadie sueña con eso pero cuando sucede, sucede. Un conocido de un amigo que pasa el dato y uno ya está haciendo algo que nunca se le ocurrió que haría.
Adrián me cuenta historias. Siempre. Yo no hablo demasiado. Supongo que por eso le caigo bien a la gente. Me cuentan lo que quieren y yo no digo nada. Y es que no tengo nada qué decir. ¿Qué puedo opinar yo de la vida de personas que ni conozco? Escucho como si fuera el argumento de una serie de televisión. Y es que me interesa. Hay algunas historias increíbles. De tipos que se hicieron millonarios con una idea loca, absurda. Adrián conoció, o conoció a alguien que lo conocía, al tipo que inventó las piecitas de plástico que ponen en las pizzas para que la muzzarella no se pegue a la caja. Antes usaban unos escarbadientes que tenían punta de un solo lado pero la mayoría de las veces llegaban a destino rotos o salidos de lugar. Es cambio esas especies de mesitas con patas que se pinchan en la pizza son geniales. Al tipo parece que se le ocurrió eso viendo uno de los escarbadientes rotos en una pizza que había comprado y se había llevado a la casa. Parece que en esa época todavía no había delivery. Y cuando lo pensó, varios de los amigos, salvo uno, le dijeron que estaba loco. El que le dio bola fue un tipo que había tenido un abuelo que hacía inventos y algo sabía de cómo había que hacer. Le ofreció ser socio y ocuparse de todo el asunto y así fue. Tiene que ser plano y tener más superficie para que no se rompa, dijo uno. Y el otro dijo que las patas podían ser como escarbadientes. Pero que tenía que ser de plástico. Se lo hicieron dibujar a un conocido, lo registraron y, todavía sin tener nada, se pusieron a recorrer pizzerías ofreciendo el invento. Todas querían. Así que contactaron con una fábrica de plásticos y los encargaron. Probaron con cinco mil y se les fueron de las manos en pocos días. Ahora son ricos. De las fortunas más grandes de la Argentina, dicen.
Mamá era la que contaba historias en casa. Papá no decía demasiado pero era mucho más divertido que ella. Mamá se tomaba todo al pie de la letra. No entendía que a mí lo que más me gustara fueran las armas de juguete. No había manera de hacerle entender que era un juego. Que nadie se moría en serio y que sin muertes no se podía jugar a nada. Y las historias de mamá, por otra parte, nunca eran demasiado interesantes. Siempre eran cosas de mujeres, las cosas que les pasaban a las vecinas, los problemas con sus maridos, que nunca mencionaba con claridad. “Ese, ya sabés, ahora no puedo entrar en detalles, en otro momento te cuento, pero le dijo que no la quería más, ¿te imaginas?”, decía ella, y papá parecía que siempre se estaba sonriendo un poco. Yo pensaba que era porque la historia le parecía aburrida. Pero por ahí no. Capaz que le encontraba la gracia en serio.
Le encontraba la gracia a muchas cosas. No decía mucho pero sonreírse era la manera de comentarlo. Más con los ojos que con la boca, creo. Me concentro en el olor de la arena mojada; ese es el olor que quiero sentir ahora, mientras me pongo los guantes de goma bien entalcados y el guardapolvo con el que trabajo. Ya puse el agua caliente en las dos palanganas que me dan en el hotel y ya coloqué el cuerpo sobre el plástico impermeable, primero levantándolo de la cintura para abajo y después la parte superior. Veo el vientre algo abultado, las piernas un poco curvadas hacia adentro, los pies con las uñas limpias y cortadas recientemente, tal vez especialmente para la ocasión. Mojo la esponja en el agua tibia. No se trata de lavarlos excesivamente. A las familias podría sorprenderlas encontrarlos recién bañados o excesivamente perfumados, por ejemplo. Sólo me dedico a lo que está sucio. Miro sus cejas y sus pestañas, las arrugas alrededor de la boca y las marcas profundas que van desde la nariz a la comisura de los labios, el lunar casi imperceptible en la barbilla, la señal de una antigua cicatriz en la rodilla izquierda, y comienzo a limpiar el cuerpo de mi padre.
Diego Fischerman es periodista y escritor. Entre sus libros, Efecto Beethoven, Piazzolla el mal entendido y El principio del terror.
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