Se sabe que Emilio Salgari enseñaba a navegar – aunque nunca hubiera navegado -, también el arte de la esgrima – pero sólo con palabras -, y por si fuera poco a cocinar comidas piratas o corsarias. Pensando en unas ostras engullidas por Sandokán y Yáñez, El Pejerrey Empedernido se tentó con unas sardinas a las brasas.

El almuerzo fue espléndido. La ostra contenía carne tierna y delicada, que calmó el apetito de los piratas. Terminada la comida, echaron a andar nuevamente. Durante algún tiempo siguieron su camino por la orilla derecha del riachuelo, y después entraron resueltamente por el medio de la floresta. Caía la noche cuando Sandokán se detuvo ante una larga senda (…). Qué suerte, hermano, exclamó Yáñez (…). Sandokán cargó la carabina y echó a andar por el sendero con tal rapidez que el portugués apenas podía seguirlo. Así cuenta en Los tigres de Mompracem el gran Emilio Salgari, de Verona, escritor, y maestro de antiimperialismos; sus libros le enseñaron a leer, dice mi amigo Ducrot cada vez que lo veo entre sus pelpas, un poco que escribiendo él, otro que dándole a la parla sobre platillos y sartenes. Y el otro día, con un rosado de Malbec en nuestras golas, bien refrescado y como debe ser, me dice oiga don Pejerrey Empedernido, dos asuntillos: primero léame estos apuntes que ando afanando de algunos libros, para borronear ideas, y cuando termine de hacerlo, vístase de humano, oculte esa jeta de mal humor que tiene cuando sale de nadadas por las lagunas, y suba a bordo del Evita, velerón de madera, con eslora para un buen surcar  y manga que asegura entre el oleaje, porque saldremos a cocinar; sí, a cocinar. Primero lo primero. Lejos de las aguas preferidas por Sandokán y sus Tigres, uno señores del Caribe original, los Arawaks, tenían lungos saberes acerca de cómo deshidratar carnes sobre unas suertes de enrejados de madera y cerca de las brasas, llamados barbicas, palabreja que le dio origen a otra, que los argentos no usamos, pero que bien suena, casi como danzón en la playa y de noche; barbacoa digo, las mismas que se utilizaban para asar o lo que fuere en bucanes, que para algunos viajeros fueron chozas y para otros pozos en la arena, como símiles de hornos y del cual proviene el término bucaneros, porque los cosos esos de aretes en la oreja y daga a la cintura, en bucanes solían acomodar el yante para el bien hacer de sus diarias pitanzas. Si sobre todo ese burdel de ideas usted quiere ampliar las fronteras de su conocimiento, le recomiendo entonces un libro para iniciados y de difícil hallazgo, The Bucaniers of America, de Alexandre Exquemelin (1684). Las cocinas de a bordo no contaban con vegetales frescos ni carnes, salvo la de pescados, ni otros yantares de rápidas pudriciones; si hierbas secas, curris, pimientas y pimientos, y las espacias que se dieran en la fortuna de los abastos por puertos. Sí se improvisaban fogones al buen recaudo de cofres en metal, cosa de no recalentar cordajes, maderas y resinas, tan propias de las naos y lo praos. Solían no faltar platillos de secos en sal ni otros de deliciosos bichos dados por la generosa mar. Ron, coñac y vinos a la orden del día y de la hora, y entre aquellos que eran o saqueaban ingleses, un beber ligero casi exclusivo de los piratas y bucaneros, el grog: un licor casero entre navegantes a base de agua hervida con ron y azúcares, y de ser posible, jugos cítricos, que no siempre se conseguían. Ahora don Pejerrey, me dijo el amigo, vayamos a mi segunda propuesta, a bordo del Evita, de un tal Yves Candau, francés y último marino mercante a vela del Mediterráneo, allá por los últimos ’60 o principios de los ’70 y que hoy nos invita a zarpar desde la franca Antibes y con proa al África, en su velero que así con ese bautizo fue botado porque el hombre un apasionado era por la vida de Eva Perón, tanto que un día en puerto me confesó, yo moriré anarquista pero amo a esa capitana de descamisados, no me pregunte por qué. Venga don Peje, que el pañol está provisto y le tengo preparada una sorpresa; durante esta travesía verá en ardores a la primera parrilla fuera de borda de la historia contemporánea, porque acerca del pasado nada me animo a decir…Y sí, yo lo vi a Ducrot, a estribor, asando sardinas gigantes envueltas en panceta y picores de Cayena sobre unas varillas engarzadas entre sí, con un fondo de hierro fuerte y amarres de poleas que hacían posible un cocinar entre balanceos suaves con el golpeteo de olas rajadas por el rumbo de proa y sin que nada se desbande o desmadre, claro que tardes de mar tranquila. Aquel atardecer, hace ya tantos años, cenamos a popa y para el entone, recuerdo, con vinos blancos de Sicilia. Créanme, a pesar del va y viene de las personas y de los puntos de vista en este ensayo de texto, les aseguro que fui testigo. Los Pejerreyes no mentimos, las sardinas no sabían como las ostras de Sandokán y Yáñez pero bien que merecían. ¡Salud!

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