No siempre la memoria y el amor se llevan demasiado bien, como suele pasar entre las palabras y los hechos que creen evocar. El amor también puede ser un soliloquio donde todo termina por confundirse. (Ilustración: detalle de Retrato de una dama de Gustav Klimt)

Cómo podría jamás dudar de tu amor? ¿Podrías acaso dudar del mío? Amo sin vacilaciones tu pelo de un color tan rico, con esos matices rubios, castaños y hasta algún destello oscuro. Por las mañanas, después de tu partida, he recogido unos pocos cabellos tuyos que quedaban sobre la almohada y los he guardado, como una limosna de tu esplendor. De tus fotografías, aunque todas sean testimonio de lo perfecto, prefiero los perfiles, por ese dibujo de la nariz, que sube primero y baja después, por esa frente tan grande que permite que tu cabellera vuele libre y alta, independiente de la alegría de tus ojos.

¡Y tus ojos! Como el pelo, tan ricos en matices que nadie se atreve a afirmar que sean celestes, pardos o negros. Son como una totalidad, como un universo del cual nada puede estar ausente.

Tan rica tu imagen que desborda mi pobre imaginación. Ahora ya no bastan las palabras. Busco tus fotos. Están en la carpeta azul. Busco la carpeta azul… No está. ¿Puede ser que la haya tirado junto con las carpetas de archivos periodísticos? ¡Tan chico el bulín y tan grande mi amor por vos!

Te necesito desesperadamente. Ya aparecerán las fotos. Pero tengo tus pelos de la almohada. Los guardé en el cubilete de los lápices y biromes, para que me inspires… No están. La muchacha que limpia es una obsesiva, no se le escapa nada… ¿Hasta qué punto eran rubios, cuánto tenían de morochos?

Necesito algo tuyo. Hace tan poco que te vi y no puedo recordar exactamente dónde empieza a curvarse tu nariz. Estas dudas me ponen nervioso y los nervios me hacen dudar más todavía. Tu frente se agranda hasta el abismo. Tus cabellos vuelan y se pierden más allá. No me abandones de esta manera cruel.

Hay una certeza: ¿te acordás de los garabatos que hacías en una hoja de bloc mientras hablabas por teléfono con tu amiga Marta? Vos no lo sabés, ¡pero los guardé, los atesoré! Los uso como marcador. Están en la novela que leí anoche.

No me vas a abandonar. No te me vas a escapar. Hasta recuerdo la página: 147. ¿Ves?: 90, 102, 136, 145, 146, 147. Aquí están… No son garabatos tuyos, son garabatos de Mirta. No puede haber duda. ¡Mirta! ¿De qué color tan complejo, matizado y teñido era el pelo de Mirta?

Tiene que haber existido alguna diferencia entre vos y Mirta. La existe: vos sos el amor de mi vida, el motivo de todo lo que hago. Mirta fue una aventura maligna tramada por ella misma. Además, nada de Mirta es comparable a vos.

El espíritu de Mirta es rastrero. Siempre está escuchando la conversación de al lado, no como vos, que mirás de frente, con esa sonrisa sin tácticas. No pueden ser iguales; no deben ser iguales. Me impongo como obligación diferenciarlas. Es una necesidad ética. Pero si ahora entrase un extraño no podría decirle que Mirta es rastrera y vos franca: lo tomaría como una declaración de simpatía y antipatía, no como una diferencia real. Apenas una diferencia arraigada en mi mirada y en ningún otro terreno sólido.

Siempre, la mirada, sospechosa. Qué foco de vagabundajes, metamorfosis; qué vía de escapes, qué vómito de lo que creemos ser. El lunar en el omóplato: ¿tuyo, o de Mirta? Aunque lo sepa, qué importa. No lo puedo demostrar.

Tendría que haberte amado delante de testigos. Por tu bien: para que las verdades quedasen establecidas… ¿Testigos que establecen las verdades como en los Tribunales?: da risa. Testigos que también tienen miradas, por donde se escapa y transforma todo lo que supieron.

Quizá la culpa sea tuya. ¿No debiste dejar alguna certeza? ¿No debiste ocuparte muy especialmente de dejarla? A mí ya no me queda otra solución que la indiferencia. Da lo mismo que el lunar sea de Mirta, la indigna, o tuyo, la sublime. Así, la sublimidad es una indignidad. Es un alivio.

Las dejo confundidas: una pierna con ese vello rosadito que brilla al sol de tu cuerpo perfecto y otra con esos pelos negros y gordos que a Mirta se le escapan cuando se depila; un pezón afrutillado, otro arrepollado. Frankenstein es la única identidad posible. La confusión tampoco debe ser simétrica, ni por piezas completas: no una pierna entera con vello adorable. Eso todavía no sería confusión: parte de una pierna con vello adorable y siempre la posibilidad de encontrar entre la pelusa rosada el pelo gordo… Me hallo a mí mismo descreándolas a ustedes, mis amores imposibles. Eso es lo que soy.

Y en última instancia, ¿esa cualidad inasible tuya y de Mirta no es una identidad común? Ya sé que no son la misma persona, pero se reúnen en ese prefijo maldito “in”: inasibles, inidentificables, indiferenciables. ¿No se merecen ustedes un enamorado como yo?… Es un largo camino para la amada inmortal, pero lo hemos recorrido los tres. Que nadie quiera retroceder. No es el tiempo de los nombres. Si nos hubiésemos librado del tiempo también nos habríamos librado de todo este laberinto; todo, entonces, recién creado: todo indudable, indiscutible, intransferible… in… in… in… todo inasible, inidentificable, indiferenciable.

 

Jorge Barón Biza (1942-2001), fue periodista, profesor universitario y escritor, autor entre otros de El indiferente y el desierto y la semilla. Este cuento forma parte de Al rescate lo bello, editado por Caballo Negro y del cual se reproduce un fragmento del prólogo escrito por Fernanda Juárez:

 

Experto en temas sutiles

A mediados de 1997, Jorge Baron Biza decidió que ya era tiempo de volver sobre sus propios pasos. Tenía 55 años y, tras una larga temporada en Buenos Aires, estaba de regreso en Córdoba. Reunió entonces una serie de artículos –escogidos entre cientos que había escrito a lo largo de su carrera como periodista y crítico de arte– con la idea de publicar un libro. Era un gesto hacia adentro: conjurar la dispersión, unir los fragmentos, ordenar las hojas esparcidas por el viento. El material que había sobrevivido a varias mudanzas –en una época analógica y en los albores de Internet– consistía en una caja repleta de páginas sueltas que habían sido literalmente arrancadas de diarios, suplementos culturales y revistas especializadas donde Jorge Baron Biza había colaborado a lo largo de su vida. Sólo necesitaba encontrar a alguien que transcribiera los artículos en la computadora para comenzar a darle forma al proyecto.

Fue uno de mis primeros trabajos y estaba entusiasmada con la propuesta, a pesar de que la tarea asignada se relacionaba más con la dactilografía que con el periodismo. Para una estudiante –con apenas algunas materias cursadas en la carrera de Comunicación Social– no eran significativas las diferencias entre esos dos oficios. Los textos seleccionados nombraban personajes, autores y conceptos, en su mayoría, desconocidos. Oraciones encriptadas evocaban escenas remotas del mundo del arte y la cultura de todos los tiempos. Pero, a medida que avanzaba en la tarea, la escritura mecánica mutaba en una experiencia de hipnosis y fascinación. Con cada golpe de tecla, replicando el orden exacto en que cada letra había sido dispuesta, las frases abrían surcos lumínicos por donde discurría, mágicamente, el sentido. La conexión táctil habilitó, así, un proceso de transustanciación de ideas y palabras encantadas. Los movimientos de las manos sobre el teclado –más cercanos a una interpretación en piano que al impasible acto de tipeo– fueron dibujando en la pantalla un laberinto incandescente sembrado de acertijos, lecciones y secretos.

Sólo seremos un texto

Dos días antes del atentado a las torres gemelas en Nueva York, Jorge Baron Biza se arrojó desde el doceavo piso de su departamento ubicado en el centro de la ciudad de Córdoba. Imposible imaginar en ese momento que su única novela, El desierto y su semilla –publicada en 1998 en una edición que pagó de su bolsillo– iba a ser elegida por la revista española Babelia, en 2016, como uno de los libros más destacados de la literatura de habla hispana de los últimos tiempos, además de ser traducido al francés, italiano, holandés e inglés, un privilegio del que gozan apenas un puñado de escritores argentinos. Menos aún, podía sospechar que la revista The New Yorker –una centenaria e influyente publicación en la que pocos escritores argentinos fueron alguna vez reseñados– le dedicaría un artículo central en agosto de 2018.

El salto al vacío vino a confirmar algo que todos daban por descontado. “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como ésta quedó atrapada mi soledad”. Esas líneas consignadas en la solapa de su libro –quizás como desahogo, quizás como plegaria– finalmente devinieron en profecía y Jorge Baron Biza murió sin saber que su obra, con el paso del tiempo, iba a cobrar una dimensión impensada.

 La belleza accesible

A lo largo de su carrera, trabajó en los principales medios gráficos del país, y publicó numerosos escritos en revistas especializadas, suplementos culturales, catálogos de muestras y apuntes de cátedra. Otros formatos como conferencias, presentaciones, guiones y clases también forman parte del legado desconocido de este escritor. En el terreno periodístico, ningún género escapó a su pluma: crónicas, entrevistas, ensayos, comentarios y la reseña –donde alcanzó notas altísimas– son muestras de un espíritu preocupado por las más variadas aristas del quehacer cultural y la búsqueda incesante de la belleza en el mundo.

El abanico de temas abordados, con agudeza y erudición, nos habla de un autor autodidacta con una sólida formación –especialmente en áreas como filosofía, historia del arte, literatura, estética y teoría de la cultura– y siempre abierto a la exploración y el planteamiento de nuevos enfoques para el análisis cultural y la crítica periodística. “Me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos de Buenos Aires, Friburgo del Sarine, Rosario, Villa María, La Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Todavía me quedó tiempo para leer a Mann, traducir a Proust y trabajar treinta años como corrector, negro, traductor, editing man de unos trescientos libros, redactor y periodista, en una amplia gama de revistas que incluyó desde revistas pornográficas y house-organs de sanatorios psiquiátricos, hasta la escritura de horóscopos fundados sobre versos de grandes poetas y la subdirección de una revista de alta sociedad, pasando –por supuesto– por importantes obras culturales y varios años como reseñador de arte”.