El primero de enero, los ministros de finanzas de la eurozona emitieron una alabanza conjunta a la moneda única con motivo del vigésimo aniversario de su introducción. Sucedió algo extraordinario: nada. Nadie se unió a la celebración, pero tampoco nadie se preocupó lo suficiente por el tema como para disentir.
Hace veinte años, la moneda común de Europa se convirtió en una realidad tangible. Para conmemorar la ocasión, los ministros de finanzas de la eurozona emitieron una declaración conjunta en la que calificaron a la moneda como “uno de los logros más tangibles de la integración europea”. Sin embargo, de hecho, el euro no hizo nada para promover la integración europea. Todo lo contrario.
El objetivo principal del euro era facilitar la integración al eliminar el costo de las conversiones de moneda y, lo que es más importante, el riesgo de devaluaciones desestabilizadoras. Se prometió a los europeos que fomentaría el comercio transfronterizo, que los niveles de vida convergerían, que el ciclo económico se amortiguaría, que aportaría mayor estabilidad de precios y que la inversión generaría un más veloz crecimiento de la productividad. En resumen: el euro sustentaría la germanización benigna de Europa.
Dos décadas después, ninguna de estas promesas se cumplió. Desde la formación de la eurozona, el comercio intrazona creció un 10 por ciento; muy por debajo del aumento del 30 por ciento del comercio mundial y del incremento del 63 por ciento en el comercio entre Alemania y un trío de países de la Unión Europea que no adoptaron el euro: Polonia, Hungría y la República Checa.
Lo mismo ocurrió con las inversiones productivas. Una enorme ola de préstamos de Alemania y Francia azotó a países de la eurozona -como en los casos de Grecia, Irlanda, Portugal y España-, lo que resultó en las quiebras secuenciales que estuvieron en el centro de la crisis del euro hace una década. La mayor parte de la inversión extranjera directa pasó de países como Alemania a la parte de la Unión Europea que no adoptó el euro. Así, mientras la inversión y la productividad divergían dentro de la eurozona, se conseguía la convergencia con los países que habían quedado afuera.
En cuanto a los ingresos, en 1995, por cada 100 euros que ganaba el alemán medio, un checo medio ganaba 17, el griego medio 42 y el portugués medio 37. De los tres, solo los checos no pudieron retirar euros de un cajero automático nacional después de 2001. Sin embargo, sus ingresos en 2020 convergieron hacia el ingreso promedio de los alemanes; en comparación con los 3 y 9 euros de griegos y portugueses, respectivamente, por cada 100 de los alemanes.
La pregunta clave no es por qué el euro no logró la convergencia, sino por qué alguien pensó que lo haría. Una mirada a las economías bien integradas ofrece información útil: Suecia y Noruega, Australia y Nueva Zelanda, y Estados Unidos y Canadá. La estrecha integración de estos países creció, y nunca se vio comprometida. ¿La razón? Evitaron la unión monetaria.
Para comprender la importancia de la independencia monetaria en el objetivo de mantener las economías estrechamente alineadas, se pueden considerar las tasas de inflación. Desde 1979, las tasas han sido muy similares en Suecia y Noruega, en Australia y Nueva Zelanda, y en Estados Unidos y Canadá. Sin embargo, en el mismo período, los tipos de cambio bilaterales de cada moneda fluctuaron enormemente. En síntesis, actuaron como amortiguadores durante las recesiones asimétricas y las crisis bancarias.
Algo similar sucedió en la Unión Europea entre Alemania -la principal economía de la eurozona- y Polonia, un país que no ingresó al euro. Cuando se creó la moneda común, el złoty polaco se depreció un 27 por ciento. Después de 2004, se apreció en un 50 por ciento, antes de caer nuevamente un 30 por ciento durante la crisis financiera de 2008. Como resultado, Polonia evitó el crecimiento impulsado por la deuda externa que caracterizó a los miembros de la eurozona -como sucedió con Grecia, España, Irlanda y Chipre- y la recesión masiva cuando la crisis del euro estaba en pleno apogeo. ¿Es de extrañar, entonces, que ninguna economía de la Unión Europea haya convergido de manera más impresionante con la de Alemania que la de Polonia?
En retrospectiva, pareciera que la arquitectura del euro estuvo diseñada para provocar la máxima divergencia. En efecto. Los europeos crearon un banco central común que carecía de un estado común que lo respaldara, al mismo tiempo que permitían que nuestros estados continuaran sin un banco central que los respaldara en tiempos de crisis financiera, cuando los estados deben rescatar a los bancos privados que operan en su territorio.
Durante los buenos tiempos, los préstamos transfronterizos crearon deudas insostenibles. Luego, a la primera señal de dificultades financieras -ya sea una crisis de deuda pública o privada-, el final estaba escrito: un espasmo en toda la eurozona, cuyo resultado inevitable fue una fuerte divergencia, además de nuevo y enormes desequilibrios.
En términos sencillos, los europeos se parecen a un desafortunado propietario de un automóvil que, en un esfuerzo por eliminar el balanceo de la carrocería, quitó los amortiguadores y condujo directamente hacia un bache más profundo. La razón por la que países como Polonia, Nueva Zelanda, Canadá, Alemania, Australia y Estados Unidos sortearon las crisis reside, justamente, en que se resistieron a una unión monetaria. Si hubieran sucumbido al atractivo de una moneda común, las crisis de 1991, 2001, 2008 y 2020 los habrían convertido en colonias endeudadas.
Algunos argumentan que Europa aprendió la lección. Señalan que en respuesta a la crisis del euro y a la pandemia, la eurozona se reforzó con nuevas instituciones, como el Mecanismo Europeo de Estabilidad -un fondo de rescate común-, un sistema de supervisión común para los bancos privados y la creación de un fondo de recuperación -Next Generation-.
Se trata, sin duda, de grandes cambios. Sin embargo, constituyen el mínimo necesario para mantener el euro a flote sin cambiar su carácter. Al implementarlos, la Unión Europea confirmó su disposición a cambiar todo para mantener todo igual o, más precisamente, para evitar el único cambio que importa: la creación de una unión fiscal y política adecuada, el requisito previo para gestionar macroeconómica los choques y eliminar los desequilibrios regionales.
Veinte años después de su creación, el euro sigue siendo una construcción de los buenos tiempos que alimenta la divergencia en lugar de impulsar la convergencia. Hasta hace poco, este resultado inspiró acalorados debates y, por lo tanto, la esperanza de que Europa fuera consciente de las fuerzas centrífugas que amenazaban sus cimientos.
Esto ya no es así. Cuando los ministros de finanzas de la eurozona emitieron su alabanza conjunta a la moneda única, sucedió que nadie se unió a las celebraciones. Tal apatía no es un buen augurio para una región desgarrada por la creciente desigualdad y el populismo xenófobo.