Parece abrirse un nuevo ciclo de resistencia de los pueblos en América Latina. ¿Se desarrollará una nueva conciencia combativa? ¿Podrán las clases dominantes neutralizar la dirección y el sentido de este proceso?

Estamos ante un nuevo episodio de la crisis del capitalismo dependiente en Nuestra América. Una crisis que está relacionada de manera directa con la crisis mundial del capital y con las modalidades que asume la acumulación en la fase de descomposición sistémica. La voracidad cada vez más descontrolada del capitalismo, acentuada en el mundo periférico, es una señal demasiado evidente como para pasarla por alto. Las estructuras del capitalismo se nutren de cadáveres, y son insaciables. No hay indicios de una inminente expansión del capital capaz de articular crecimiento con bienestar. Todo lo contrario: el proceso de mercantilización se acelera y amplía su espectro de espacios a degradar: territorios, culturas, cuerpos. Asistimos al retorno de las viejas formas de explotación y a la irrupción de otras nuevas. El capitalismo actual exhibe su faceta de sistema no sustentable. Destruye todo lo que toca. Lucra destruyendo.

Al mismo tiempo, se pone de manifiesto un nuevo ciclo de resistencia de los pueblos. Se agudizan las contradicciones inmanentes a las formaciones sociales del capitalismo dependiente. Se intensifica la lucha de clases “desde abajo”, especialmente en Nuestra América. ¿Se desarrollará una nueva conciencia combativa? ¿Podrán las clases dominantes neutralizar la dirección y el sentido de este proceso?

En este contexto histórico regional y mundial, consideramos que los proyectos políticos que asumen el horizonte de la conciliación de clases tienen alas de plomo. ¿Existen condiciones materiales y geopolíticas para conformar alianzas pluriclasistas capaces de garantizar nuevas gestiones progresistas para un nuevo ciclo? ¿Existen condiciones para retomar los esquemas neo-desarrollistas? Sostenemos que no. Si comparamos con la situación que se presentó a comienzos del siglo XXI, se pueden percibir, sin mayores esfuerzos, modificaciones en aspectos sustanciales.

Paradójicamente, mientras en Nuestra América y en el mundo toma forma una ofensiva reaccionaria que muestra impúdicamente los signos de una agresividad inédita, mientras se tornan cada vez más evidentes las aristas belicistas y depredadoras del proyecto del Imperio, mientras la guerra del capital contra el trabajo asume visos intolerables y se anuncia un tiempo en el cual la crisis tiende a arrasar con toda estrategia conciliadora, cobran cada vez más fuerza los proyectos “capital friendry” que aspiran a producir una nueva “oleada progresista” y un nuevo ciclo de reformas desde arriba sostenido en alianzas pluriclasistas, en “pactos sociales”, en aspiraciones neo-desarrollistas y en discursividades que apelan a los lugares comunes pequeño-burgueses y paternalistas. Estos proyectos que incrementan día a día su aura de alteridad, contemplan tanto el retorno (Argentina, Brasil, Paraguay, algunos incluyen a Chile) como el experimento deseado (Colombia, Perú, algunos incluyen a Chile), o el experimento novato (México).

El neo-desarrollismo recupera su “cotización” ante el proyecto de la derecha que busca ampliar el poder del capital imponiendo una matriz basada en la valorización financiera, en la profundización de la matriz extractivista y desindustrializadora. Las vías que se han mostrado inadecuadas para transformar la renta en acumulación recuperan algún prestigio frente a las vías que no hacen más que derrocharla, beneficiando al capital financiero y a los sectores más parasitarios de las clases dominantes. Las vías que tienden a preservar fragmentos de lo estatal y lo público (pero que no se plantean la posibilidad de crear espacios públicos contra la propiedad privada) se revalorizan frente a las vías que apuestan por el dominio absoluto del mercado y la privatización concentradora de lo público y lo comunal. Y es posible ir todavía más abajo en esta pendiente de compulsión a la repetición: las vías que promueven la “estabilización”, concebida como una ralentización del proceso de ajuste estructural y de restauración del poder del capital, tienden a presentarse como “progresistas” y hasta “nacionales y populares” frente a aquellas que apuestan a las acciones demoledoras y a las terapias de shock. Por cierto, en amplios sectores políticos ya se perfilan los y las que asumen abiertamente la condición de “ajustadores heterodoxos” porque creen que es susceptible de ser capitalizada políticamente frente a los “ajustadores ortodoxos”. En Argentina, no faltan los y las que sienten nostalgia por aquellos “buenos tiempos” de la “sintonía fina” kirchnerista posterior a 2011.

Asimismo recupera su “cotización” el viejo rol del Estado en el proceso de reproducción capitalista. Se idealiza al Estado burgués convencional, “capitalista colectivo” y reproductor de la preeminencia de la clases dominantes a través de diversas mediaciones frente a un Estado colonizado por los y las CEOs, un Estado convertido en fortaleza exclusiva del capital. Se llama “de izquierda”, a las políticas que promueven el desarrollo de unos lazos menos rígidos entre las clases dominantes y el aparato del Estado.

Se ha instalado con mucha fuerza una visión que parte de la separación entre crisis del capital y crítica del capital. Se trata de una visión política impregnada de cortoplacismo y superficialidad, de resignación y fatalismo, de ingenuidad u oportunismo. No sólo no se sacan conclusiones teóricas y prácticas de las experiencias “progresistas” recientes, no sólo no se asumen sus limitaciones congénitas, sino que recobran fuerza como horizonte político al ser presentadas como un paraíso perdido al cual es posible y necesario retornar cuanto antes. De forma deliberada, no se toman en cuenta un conjunto de aspectos que están en el núcleo de la crisis de los denominados progresismos y que fundan su inviabilidad como proyectos de transformación estructural y sustantiva en los planos económico, social, político y cultural.

En primer término la conciliación de clases y la no confrontación abierta con las clases dominantes. El progresismo fue, es, y todo indica que será, el resultado de un pacto conservador, por lo tanto constituyó bloques poco consistentes desde el punto de vista ideológico y orgánico. Invariablemente honró su alianza con los grupos dominantes. O sea, no se consolidaron auténticos bloques históricos sostenidos en el poder popular. ¿Podrá reeditarse ese pacto conservador en las actuales condiciones, sin auge de las commodities, sin superavit comercial, sin nuevas fuentes de renta extraordinaria, sin que medie un ciclo expansivo de la economía capitalista y un período relativamente largo de valorización exportadora? ¿Existen condiciones para una política capaz de dar cuenta, al mismo tiempo, de los intereses de las fracciones del capital local y trasnacional más poderosas y de algunos intereses básicos de las clases subalternas y oprimidas? ¿Es posible un nuevo ciclo que combine la valorización del capital (el aumento de la riqueza y de los ricos) con la redistribución del ingreso (la disminución de la pobreza y la “inclusión” de los pobres al mercado)? Los nuevos escenarios resultan incompatibles con las vías que promueven la “internacionalización, centralización y concentración del capital con redistribución” o los “beneficios extraordinarios para el capital monopólico con inclusión social”.

Las limitaciones de las experiencias neo-desarrollistas han quedado en evidencia, en particular sus incapacidades para superar condicionamientos estructurales y para frenar el circulo vicioso reproductor de la dependencia. Aunque se minimice el predominio en la industria de sectores concentrados a manos del capital extranjero, aunque se pase por alto su marginalidad en las cadenas globales de valor, aunque invada la amnesia respecto de los compromisos extractivistas de los modelos neo-desarrollistas, las políticas económicas impulsadas por los gobiernos progresistas estuvieron lejos, muy lejos del antiimperialismo y el nacionalismo que –en algunos casos– declamaron. El peso adquirido en las últimas dos décadas por el gran capital transnacional muestra que estos gobiernos también se apartaron del “nacionalismo empresarial”, o que, en todo caso, este resultó impotente frente a las tendencias macroeconómicas globales.

¿La única alternativa es extractivismo y agrobusiness sin distribución o extractivismo y agrobussines con distribución?

Luego están las limitaciones de las políticas redistributivas que no asumen la necesidad de realizar cambios estructurales en el modelo de acumulación o, sin llegar a tanto, que priorizan el acceso masivo a los bienes de consumo individual antes que el acceso masivo a los bienes sociales como tierra, vivienda, alimentación, educación, salud, etc.. ¿Será posible garantizar un mínimo de bienestar para la clase trabajadora sin realizar cambios estructurales en el modelo de acumulación, sin efectuar cuestionamientos medulares al neoliberalismo? ¿Será posible mantener los cuestionamientos retóricos al neoliberalismo con la profundización de la dependencia? ¿Se podrá disminuir la pobreza sin discutir seriamente la riqueza?

Por último, la aceptación de las reglas de la democracia representativa y delegativa (liberal) y la renuncia, cuando no el boicot sistemático, a toda práctica tendiente a la construcción de poder popular. La fórmula del progresismo fue: “distribución económica sin politización de las bases y con disciplinamiento social”. El poder político se redistribuyó en favor del capital. Por ejemplo, en Argentina y Brasil no se promovieron espacios de participación popular directa, de auto-gobierno popular, por el contrario, mientras se fortalecieron los pilares del viejo Estado y los costados ficcionales y emotivos de la democracia, se limitaron las posiciones de los espacios populares alternativos donde se ejercía la autodeterminación de los fines y autogestión de los medios. Los ejes prioritarios del progresismo fueron el realismo y el acompañamiento al sentido común de las clases subalternas y oprimidas en el marco del capitalismo democrático. Se desarticularon las instancias de alfabetización política productoras de sujetos críticos. Se apostó a una recomposición desde arriba del vínculo entre el Estado y las clases populares. Muchas de las políticas económicas y sociales del progresismo no hicieron más contribuir con el proceso de colonización mercantil de las conciencias, inocularon en los trabajadores y las trabajadoras la inutilidad del desear “a lo grande” y ratificaron los fetiches de los sectores medios. Esto favoreció un proceso de despolitización popular, basamento del conformismo de masas y una de las causas que explican los recientes avances de derecha. Porque uno de los rasgos característicos de la denominada “nueva derecha” es su capacidad para promover la despolitización de masas, desde el Estado y, sobre todo, desde sus baluartes en la sociedad civil.

En este aspecto cabe el contraste con la Revolución Bolivariana. En la Venezuela chavista, la racionalidad del sistema de dominación que constituye el magma de las articulaciones sociales sufrió importantes alteraciones. El desarrollo de una democracia participativa y protagónica, su estímulo (desparejo) desde algunos sectores del Estado, explican en buena medida la supervivencia del proceso bolivariano en un contexto sumamente complejo (por la agresión externa sobre todo, pero también por las limitaciones propias del chavismo institucional). En Venezuela, el chavismo hizo posible la conformación de un movimiento comunero que ejerce el autogobierno desde abajo y que, hoy por hoy, es uno de los pilares de la resistencia popular y el punto de apoyo de otras iniciativas vinculadas a la democratización de la economía, el control de los medios de producción, la construcción de un sistema económico comunal, etc.

Para gestar un proyecto nacional-popular radical, antiimperialista, anticapitalista y antipatriarcal, resulta una condición necesaria salirse de la serie que hilvana falsas opciones: modelo neoclásico o modelo keynesiano/estructuralista, modelo neoliberal o modelo neo-desarrollista/neo-estructuralista, capitalismo off-shore o capitalismo posneoliberal, gestión directa de los asuntos de las clases dominantes o gestión mediada y negociada de los mismos, Washington o el Vaticano. Es imprescindible salirse de esta serie para no repetir lo existente y fracasado.

Para gestar un proyecto nacional-popular radical es una condición necesaria liberarse de las elites políticas que se constituyen en intermediarias de un sistema al que consideran definitivo e incuestionable; por eso para ellas la política se reduce a un debate en torno al grado de agresividad de un mismo patrón de acumulación. Pero sin alternativas no habrá política. Política de verdad o “Gran política”. Política sin mistificaciones. Política que no sea ni reminiscencia ni repetición. Sin alternativas sólo habrá gestión de lo que existe con diferentes revestimientos declarativos, la administración de una decadencia.

Para gestar un proyecto nacional-popular radical es una condición necesaria ir más allá de las instituciones del Estado liberal. Los “golpes blandos” o las injusticias perpetradas por el poder judicial, las operaciones destituyentes de la “prensa libre” demuestran que estas instituciones fácilmente se vuelven en contra de cualquier proceso popular, aunque sea moderado. Estas instituciones pueden amoldarse fácilmente a las estrategias del Imperio, de ningún modo resultan incompatibles con la Guerra de Cuarta Generación.

El “primer ciclo progresista” muestra que el sistema puede tolerar ciertas anomalías acotadas, situadas en los marcos del sistema. De ningún modo las clases dominantes promueven esas anomalías, pero las aceptan como reaseguro de las continuidades de fondo en contextos de avance de avance popular. El capital no le teme a esas anomalías mientras no contradigan ostensiblemente la ley de continuidad del sistema.

En contextos de crisis de dominación, frente al desprestigio de las instituciones políticas tradicionales, las organizaciones y figuras políticas que aparecen como disruptivas y externas al sistema (pero que no asumen el horizonte de transformación radical del mismo) pueden devenir atractivas para las clases dominantes que no dudan en asimilarlos como conductores de una transición apacible y como garantes de las continuidades de fondo. O, sin llegar a ser atractivas para las clases dominantes, pueden se aceptadas por estas como el “mal menor”. Suele ocurrir que en la opción por los males menores y en el realismo que no confía en la potentia popular, muchas organizaciones dizque “progresistas”, “nacional populares” o “de izquierda” terminan coincidiendo con las clases dominantes.

Sin dudas, el progresismo podrá retomar al gobierno (en uno o en varios países de la región) pero difícilmente será igual a lo que fue. También podrá irrumpir por vez primera en los países que sólo han conocido el neoliberalismo duro, pero difícilmente pueda reeditar las “concesiones a dos puntas” del primer ciclo progresista y sus destrezas para emparchar algunos de los problemas del capitalismo dependiente. Nada presagia una segunda ola progresista “recargada”. Las nuevas condiciones no se lo permitirán. Su margen de maniobra, esta vez, será demasiado estrecho. Tendrá menos sustento la idea de un Estado que, en los marcos del sistema, asuma la función de reemplazo de la burguesía e impulse el desarrollo económico y social. También será más difícil la articulación de las retóricas nacional-populares con los proyectos que no asuman abiertamente el compromiso de reducir el poder económico, social y político del capital. Aunque el desquicio de la derecha y un descenso general en todos los órdenes le suministre algún oxigeno inicial en donde lo tibio y escaso aumente su valuación por un tiempo. ¿Y después qué? ¿Optará el progresismo por Dios o por el Diablo ante imposibilidad de estar bien con ambos?

Por su parte, las propuestas que ponen el acento de la honradez y en la honestidad de la clase dirigente, las cruzadas “anticorrupción”, cuando son sinceras, resultan incompatibles con la posición dominante del capital financiero, las grandes corporaciones trasnacionales y los poderes locales ultra-conservadores y reaccionarios. Sin políticas antiimperialistas y anticapitalistas se avanzará muy poco en la lucha contra la violencia y la corrupción y no serán viables las “constituciones morales”. El “honestismo” tiene limitaciones muy estrictas, sino logra excederlas se convierte en discursividad vacía e intrascendente.

Entonces: ¿qué será el progresismo? ¿Será copia degradada de sí mismo? ¿Se asemejará a lo que Ernesto Che Guevara llamó la planificación de las letrinas? ¿Cómo hará para reeditar sus funciones estabilizadoras del sistema en un contexto económico y político adverso? ¿Dará lugar a un conjunto de versiones raquíticas, ubicadas a la derecha de lo que fue la “primera oleada”? ¿O, por el contrario, se radicalizará, romperá la alianza pluriclasista, politizará las luchas sociales y socializará las luchas políticas al tiempo que asumirá horizontes anticapitalistas? ¿Combatirá la pobreza combatiendo a los ricos e impulsando decididamente los procesos de autoorganización y la autoconciencia de los y las pobres? ¿Acaso las mediaciones políticas existentes resultan aptas para darle una perspectiva política afín a los intereses de fondo de los diversos espacios de resistencia o aparecen más predispuestas a privilegiar sus vínculos institucionales? Como sea, nos cuesta pensar en un nuevo ciclo progresista en los términos que conocemos.

La lucha de clases tendrá la primera palabra. Puede ser que el pueblo tenga la última. Siempre y cuando logre exceder la condición de traicionado, engañado, dirigido, manipulado, suplente de la nada. Siempre y cuando resista el asedio de la conciliación que se cuela en sus acciones y en sus discursos y que alienta la participación subordinada en la política oficial. Siempre y cuando se libere de las direcciones componedoras, de los burócratas y los comisionistas del poder que buscarán administrar/regular la lucha de clases para perpetuar sus beneficios de casta o para concretar sus aspiraciones de ascenso social (no se perciben diferencias significativas entre los politiqueros viejos de la “Generación X” y los politiqueros jóvenes de la generación “milenian”, lo mismo cabe para las politiqueras). Siempre y cuando consiga dotarse de una organización y una política que esté a la altura del desafío del proyecto civilizatorio propio y alternativo. Siempre cuando este proyecto civilizatorio propio y alternativo posea un vínculo férreo con la cuestión del poder. Sólo así la práctica de los y las de abajo será auténtica praxis popular y no mero activismo plebeyo.

La única unidad que vale es la unidad interior de los y las de abajo. La unidad para la ruptura con las prácticas y los programas obsoletos. La unidad que coloca al conflicto en un piso más alto y no la que busca conjurarlo. Ese es un momento de unidad disruptivo y estimulante porque promueve las relaciones más genuinas y productivas. La unidad que se presenta como superior al conflicto es una unidad abstracta y está hecha a la imagen y semejanza del poder, aunque use el ropaje de la bondad y la justicia.

Si la unidad se construye en la lucha y en base a la imaginación, la democracia de base y la autonomía popular, si la unidad gira en torno a la construcción colectiva de un programa antiimperialista, anticapitalista y antipatriarcal, seguramente se podrá enfrentar a la derecha en las mejores condiciones posibles y, sobre todo, se podrá construir una base más sólida (un sentido, una visión histórica) para encarar el ciclo subsiguiente, para no tener que construir, después, de cero y desde la orfandad.