Parece surgir la esperanza para los sectores populares suramericanos de revertir la mayor desigualdad social del planeta y desterrar el atraso relativo. Depende principalmente de la lucha política y de la claridad que se tenga para enfrentar a un enemigo sumamente poderoso.
A escasos días de culminar 2019 resulta imposible no ver que la realidad social y política de Suramérica cambió ostensiblemente. Si bien algunos analistas presuponen que las grandes movilizaciones y protestas sociales que se dieron y se siguen dando en varios países de la región implican un revival de la primera década del nuevo siglo -en la que irrumpieron los denominados gobiernos progresistas y en la que se fue dando una importante integración-, habría que precisar que el escenario actual muestra grandes diferencias que si no se analizan de manera correcta es posible incurrir en peligrosos derroteros.
Basta al respecto sólo señalar que a partir del 10 de diciembre retornó en la Argentina un gobierno de sello popular siendo por ahora el único del continente además de la Venezuela bolivariana envuelta en grandes tensiones. De hecho, la mayoría de los gobiernos regionales no convalida al gobierno de Nicolás Maduro y reconoce al opositor Juan Guaidó como “legítimo” presidente. A diferencia del intento permanente de desestabilizar a Venezuela sin poder lograrlo no se puede dejar de señalar que el golpe de estado en Bolivia deja un precedente poco alentador. En el país del Altiplano fueron las fuerzas armadas y de seguridad quienes obligaron al mandatario aymara a renunciar, desatar una feroz cacería contra los principales dirigentes del MAS- Ipsp y reprimir con extrema violencia a la movilización popular, dejando una gran cantidad de muertos y heridos, sin que los diferentes países de la región se pronunciaran contra el ilegítimo gobierno entrante. Sin más el Grupo de Lima convalidó a la presidenta interina Jeanine Añez de igual manera que lo había hecho con Guaidó en Venezuela. Reflotar al caduco TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) en estas circunstancias es un signo indubitable de la sumisión de la mayoría de los gobiernos a la concepción geopolítica de los EEUU.
El pasado octubre fue el inicio de este ciclo de grandes protestas en América del Sur, cuando sectores sociales de Ecuador se movilizaron para frenar el ajuste efectuado por el gobierno de Lenin Moreno. Tras 12 días de luchas lograron que el mandatario andino diera marcha atrás con sus medidas económicas. Vale señalar que Moreno si bien llegó al Palacio Carondelet a través de la misma fuerza política que su antecesor Rafael Correa la política que comenzó a llevar adelante no se diferencia en casi nada de la de las derechas neoliberales.
En Chile tras décadas de gobiernos pro mercado, ya sean de la socialdemócrata Concertación y ahora del neoliberalismo explícito del presidente Sebastián Piñera, se produjo una significativa rebelión de los sectores postergados en un país que se vendía a sí mismo como el modelo a seguir en un continente profundamente desigual. Por más que se haya intentando caratular a las masivas protestas con algún rótulo como cuando se dijo que eran el resultado de la “incidencia bolivariana”, hay que señalar que se trata de movimientos sociales que por largo tiempo vienen germinando al margen de las fuerzas políticas convencionales. Piñera también tuvo que dar marcha atrás con medidas de ajuste.
El otro caso significativo es el de Colombia en donde movimientos juveniles aunando a estudiantes y trabajadores vienen sosteniendo una descomunal resistencia al gobierno del derechista Iván Duque. Al igual que en Chile, en Colombia se trata de grandes e inéditas protestas. El país caribeño es un lugar en donde las fuerzas represivas cuentan con un inusual despliegue de fuerzas escudándose en la lucha sistémica contra el terrorismo y el narcotráfico. Un dato que les otorga una impunidad con la que no cuentan de manera tan explícita en el resto de los países de la región. Ese modelo represivo es sin dudas el que se quisiera instalar y el que ante determinadas situaciones se hace presente en otros puntos del continente. La feroz represión a los movimientos populares tras el golpe de Estado en Bolivia resulta una muestra palmaria de ello.
Las derechas regionales se encargaron de ir desmantelando cualquier institucionalidad que conlleve enfrentar la desidia injerencista de los EEUU y permita la integración regional. La otrora poderosa Unasur ya no tiene incidencia como cuando se produjeron los ensayos golpistas tanto en Bolivia 2008 o Ecuador 2010 y los líderes regionales salieron a marcarle la cancha tanto a la OEA como al gobierno de los EEUU.
Supuestamente Chile era el ejemplo más acabado y exitoso de la implementación del modelo neoliberal en Latinoamérica. Ahora tras los acontecimientos recientes se dice que explotó una desigualdad que durante mucho tiempo estuvo amortiguada e incluso invisibilizada para todos aquellos que vivían elogiando al modelo chileno. También que la región es la formación social más desigual de todo el planeta.
Las derechas latinoamericanas, que si se las deja hablar sostienen que nuestros países debieran ser como EEUU o Europa, no reparan ni un segundo en la cuestión de la desigualdad ni tampoco sobre sus causas. Ser un continente principalmente exportador de commodities, con una economía primarizada y una estructura agraria cuasi feudal no es tema de debate. De todas maneras la desigualdad podría existir sin ser explosiva. Eso es lo que siempre pretendieron las clases dominantes locales. Los diferentes ciclos que propiciaron un crecimiento industrial relativo y a su vez primario hicieron que también los sectores populares latinoamericanos adquirieran derechos que tras los diferentes fines de ciclo no pudieran ser completamente obviados. Para el caso argentino puede constatarse que a pesar de la caída de Juan Domingo Perón en el 55, los trabajadores siguieron exigiendo reivindicaciones que los nuevos gobiernos no estaban dispuestos a otorgar. Esa tensión también es constitutiva hoy de la estructura social de la región.
En líneas extremadamente generales se podría decir que la irrupción de los gobiernos progresistas en la región durante la primera década de este siglo venía a ser una respuesta al estado de crisis social que produjo el neoliberalismo durante los ’90. Tuvieron su base económica principalmente en el auge de los commodities logrando una distribución mucho más equitativa de la renta. Con la caída de esos precios los modelos redistributivos no pudieron seguir enfrentando la situación social de la misma manera y dejaron sentadas ciertas bases objetivas para la llegada de gobiernos de derecha. Se supuso al respecto que sin ese “viento de cola” los progresismos “populistas” ya no tendrían retorno. Lo que no tuvieron en cuenta es que para gobernar realizando ajustes las masas populares deben estar completamente sumidas y sin capacidad de reacción. El ideal de las derechas es ajustar sin que haya reacción y producir así una reducción sustancial de las principales características de un Estado intervencionista.
Las grandes protestas sociales en Ecuador, Chile, Bolivia o Colombia tuvieron por su parte un accionar del Estado pero en su faz represiva y nada democrática. La derrota de Macri en la Argentina, el fallo que devolvió la libertad a Lula en Brasil o el fracaso permanente de lograr romper la institucionalidad en Venezuela son los principales datos del año que termina.
Desde la instauración del neoliberalismo durante los 90 nunca pudo revertirse plenamente la matriz económico social que por ese tiempo comenzaba a ser predominante a pesar de los diversos intentos progresistas. Nuevamente pareciera surgir la esperanza para los sectores populares suramericanos de revertir la mayor desigualdad social del planeta y desterrar el atraso relativo.
Depende principalmente de la lucha política y de la claridad que se tenga para enfrentar a un enemigo sumamente poderoso que ni está dispuesto a resignar sus privilegios ni tampoco a dejar de intentar profundizarlos como hizo el gobierno de Cambiemos los últimos cuatro años.
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