Las próximas presidenciales en Brasil y Chile, el retorno del MAS en Bolivia y la reciente y resistida victoria de Pedro Castillo en Perú parecen abrir las puertas a una nueva ola progresista. Qué errores se deben evitar repetir y qué estrategias son necesarias para sostenerla frente a los inevitables embates de la derecha.
Hace poco más de cuatro décadas, con las elecciones realizadas en República Dominicana y Ecuador en 1978, se inició lo que se conoce como la Tercera Ola Democrática en América latina, que llevó a un superciclo electoral a principios de la década de los 80, y que barrió con casi la totalidad de las dictaduras instaladas en la región entre las décadas de 1960 y 1970.
Con sus más y con sus menos, los países latinoamericanos han atravesado diferentes crisis políticas, y en la mayoría de ellos aún no se ha vuelto a instalar un gobierno militar dictatorial.
No obstante, a pocos meses de la realización de nuevas elecciones en Brasil y Chile –más la definición demorada de Pedro Castillo en Perú–, que pueden torcer la balanza nuevamente hacia la izquierda y la centroizquierda, es necesario hacer un balance no sólo de los 40 años de democracia sino de cómo se salió del último giro a la izquierda de la región.
Ese giro progresista, que llevó al poder en varios países a gobiernos que pugnaron por revertir la crónica desigualdad de América latina, pasó por diferentes vaivenes, y vale la pena repasarlos, para no cometer algunos errores que pudieron haberse evitado y que, a su vez, redundaron en la llegada al gobierno de fuerzas conservadoras y de derecha revertido o han intentado revertir en varias conquistas de esa etapa progresista latinoamericana.
Veamos. El líder regional más influyente en los primeros años del tercer milenio fue, sin dudas, el venezolano Hugo Chávez. Como quedó plasmado en la Cumbre de las Américas del 2005, tuvo dos importantes aliados: los presidentes de los dos países más grandes e influyentes de la región: Brasil y la Argentina, a saber, los presidentes Lula da Silva y Néstor Kirchner.
A esa tríada se sumaron luego Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, el Frente Amplio en Uruguay –con la llegada a la presidencia, sobre todo, del Pepe Mujica– y Michelle Bachelet en Chile o Fernando Lugo en Paraguay. Sin dudas, todo un cambio de paradigma, acompañado desde la Casa Blanca por un gobierno estadounidense encabezado por Barack Obama –que sucedió a George W. Bush, el presidente vapuleado en la citada cumbre del 2005–. Pero, ¿cómo terminó esa etapa, en qué derivó y qué enseñanzas podemos extraer de ese proceso?
Empecemos por los mencionados en primer lugar: Chávez fue influyente, pero su gobierno empezó a sufrir el desgaste, y con cada elección perdía influencia, para colmo su gobierno empezó a tener tintes autoritarios. Su temprano fallecimiento no hizo más que agravar la crisis política venezolana y hoy el gobierno de Nicolás Maduro no puede calificarse de democrático.
Brasil sufrió el accionar del lawfare instrumentado –una vez más, cuándo no– por el Departamento de Estado y en un pase de magia acabó con la candidatura de Lula, bajó de la presidencia a Dilma Rousseff, hubo nuevas elecciones que parieron a un Jair Bolsonaro, que aun hoy continúa al frente del país, en una de las peores etapas que el gigante de América latina deberá olvidar lo más pronto posible, de la mano de un nuevo triunfo del histórico líder del PT, Lula.
Argentina sufrió una vez más la restricción externa, la falta de dólares y el cepo, con una oposición alineada fuertemente también con el Departamento de Estado; parieron denuncias varias, le cargaron sin pruebas a la presidenta Cristina Fernández la muerte del fiscal Alberto Nisman y apareció ganando las elecciones Mauricio Macri, no sin antes dejar fuera de carrera al candidato a gobernador de Buenos Aires, por supuesto también con una denuncia que se comprobó era falsa.
En Paraguay, Lugo –sin fuerza política propia y muy débil políticamente– debió dar paso también a un gobierno de derecha, en Chile Sebastián Piñera se impuso sobre la Concertación, en Ecuador un acrobático Lenin Moreno–que debía ser un sucesor natural de Rafael Correa– se transformó en un traidor que respondió a Estados Unidos y al establishment ecuatoriano, ansioso de vengarse de Correa. Suerte similar corrió en Bolivia Evo Morales, víctima de un golpe después de haber sembrado las dudas en el proceso electoral y desconocer el resultado de un plebiscito que no le permitía ser reelegido.
Un balance necesario
Sería una ceguera política insistir únicamente en el hecho de que la región fue víctima del accionar del gobierno norteamericano junto con sus aliados en cada uno de los países, no sólo entre los líderes políticos sino también en el Poder Judicial. Este poder del Estado vino a cumplir un rol que en otras épocas jugaban los ejércitos o las fuerzas armadas.
Hizo y deshizo, al menos en Brasil y Argentina, influyendo de manera decisiva en el proceso electoral. Pero, insistimos, ¿fue ése el único motivo por el que la etapa progresista latinoamericana, que consiguió enormes conquistas corrigiendo la desigualdad y disminuyendo los niveles de pobreza y marginalidad?
¿Qué suerte hubiese tenido el lawfare de no existir caldos de cultivo como la corrupción, la crisis económica, la restricción externa y aun altos niveles de pobreza y marginalidad e inseguridad que dichos gobiernos izquierdistas no pudieron erradicar? Sin duda, no hay lawfare que pueda cuando la población vive en estado de bienestar (sin confundir esta categoría con los gobiernos europeos de la segunda mitad del siglo XX).
Como se dice habitualmente, un gobierno progresista latinoamericano no sólo debe ser honesto, sino que debe también parecerlo. Una nueva etapa en la región se avecina y es necesario aprender de los errores cometidos, en caso de que lo fueran.
Sin dudas, insistir en que no haya recambio de nombres para sostener un modelo es un error, valga decir, lo de Chávez en Venezuela y lo de Morales en Bolivia fueron errores que dejaron enormes flancos para el surgimiento de oposiciones antidemocráticas.
Se daba así la paradoja de que líderes sin duda autoritarios y simpatizantes de dictaduras terminaban adquiriendo fuerza y legitimidad ante gobiernos que si algo habían hecho fue llevar la democracia a lugares donde antes no existía. El caso de Evo Morales y la fuerza indígena son un claro ejemplo de ello. Los movimientos sociales y de derechos humanos que formaron parte del gobierno de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández también lo son.
“Todos los hombres son buenos, pero si se los controla son mejores”, decía el viejo lider Juan Domingo Perón. Y esto, qué duda cabe, debe formar parte de los nuevos gobiernos progresistas que surjan. Se deben poner a funcionar organismos de control que no sean un saludo a la bandera, como la Oficina Anticorrupción en la Argentina que, más allá de las buenas intenciones de quienes la integren, está encabezada por funcionarios elegidos por la fuerza gobernante. Resultado: la Oficina Anticorrupción pocas veces investiga a quienes están en el gobierno, y por lo general investiga al gobierno que se fue.
Entonces, si prestamos atención a la ideología gobernante y no tanto al líder que lleva adelante la política podremos tomar un recambio de gobierno con algo menos de drama. Si un modelo económico, un régimen político, dependen de una sola persona, hay algo que no está funcionando.
Segundo, si evitamos que la lucha contra la corrupción sea una bandera de la derecha y vuelva a ser una bandera de la izquierda, estaremos en mejores condiciones para enfrentar andanadas judiciales que busquen desestabilizar gobiernos.
Tercero, e igual de importante, la economía. Los países de América latina, pero en especial aquellos que marcan una tendencia y que por su PBI son modelos a seguir, como México, Brasil y la Argentina, deben revitalizar el funcionamiento multilateral y darle fuerza un mercado común que pueda negociar en mejores condiciones tanto con el FMI como con la Unión Europea o Rusia y China.
Las políticas de Estado no pueden ser flor de un día: deben llegar para quedarse. Así como la jubilación, las 8 horas o las vacaciones en la Argentina fueron conquistas de la clase obrera que pocos se atrevieron a cuestionar –y cuando lo hicieron, por lo general pudo revertirse, como la trágica experiencia de las AFJP–, las políticas que se instrumenten deberán tender a convertirse también en un cambio de tipo cultural, como lo fueron esas leyes laborales.
En definitiva, América latina de conjunto se encuentra ante el hermoso desafío de aprender de errores pasados para forjarse un mejor futuro y dejar de ser, como lo es hasta hoy, la región más desigual del planeta. El desafío está planteado. Viejos y nuevos líderes políticos tienen por delante la tarea. La historia los espera. Y hará balance.
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