Por primera vez en décadas, habrá presencia ultraderechista en el parlamento alemán. Serán 94 diputados, nada menos. La principal potencia de la Unión Europea se enfrenta a un fenómeno inesperado y que remite inevitablemente a un pasado ominoso.

Vamos a salir a cazar a Merkel”. En medio de la euforia por el 12,6 por ciento obtenido en las elecciones parlamentarias de Alemania, uno de las cabezas de lista de Alternativa para Alemania (AfD, ultraderechistas, para que nos entendamos bien), Alexander Gauland, declaró a la prensa cuáles serán los objetivos de su partido ahora que formarán parte del selecto club de siete bloques políticos con asiento asegurado en el Parlamento Federal: “Recuperaremos nuestro país y nuestro pueblo. Cambiaremos este país. Que se vayan preparando para lo que les espera”.

No lo dice cualquier político. Lo dice un conservador de vieja cepa, el mismo que en mayo de 2016 dijo que la gente “no quiere tener a un Boateng como vecino”, en referencia al defensor de la selección alemana de fútbol Jêrome Boateng, de padre ghanés. El mismo que en agosto de 2017 declaró, en un encuentro con sus seguidores, que con la acogida de inmigrantes y refugiados “se nos está robando el país” y afirmó que a la secretaria de Estado de Integración, Aydan Özogur, de origen turco, había que “eliminarla” en Anatolia.

En ambos casos, Gauland –de lengua floja, ya vemos– se defendió argumentando que no recordaba haber dicho lo que dicen que dijo. En el caso de Boateng, su camarada Frauke Petry salió a pedir disculpas en nombre del partido. En el caso de Özogur, nadie asumió esa responsabilidad. Pues bien, Gauland no es la excepción en las filas del ultraderechista Alternativa para Alemania, un partido fundado en 2013 como euroescéptico, focalizado principalmente en las políticas económicas, y que en 2015 –en plena crisis de los refugiados– dio un giro radical que determinó la salida de su fundador y hasta entonces principal referente, Bernd Lucke.

Al mezclar una abierta postura antiinmigración con una dosis de racismo y xenofobia, junto con un claro sesgo  islamófobo, Alternativa para Alemania se convirtió en la voz de una derecha radical que nunca ha dejado de existir en la principal potencia de la zona euro, pero también en la excusa perfecta para protestar contra la política de puertas abiertas que asumió Merkel cuando la oleada de refugiados parecía una avalancha incontenible. “Lo lograremos”, dijo entonces la canciller, apelando a la solidaridad. No a todos les gustó la idea y parte de esos votos se fueron a la  AfD.

Es difícil prever hasta dónde llegará este (cambiante) partido, aunque no son pocos los que creen que, ahora que la cosa va en serio, empezarán a desgranarse. Bueno, de hecho ya está ocurriendo. A menos de 12 horas de haberse confirmado su ingreso al Parlamento Federal, una de las caras más visibles de la AfD, la ya citada Petry, dijo que no asumiría su lugar dentro de la bancada del partido, sino como diputada independiente. Esto, en una puesta en escena durante una conferencia de prensa junto a los otros líderes ultraderechistas, de la que Petry se retiró con un gesto teatral.

Por esas cosas raras de la política, Petry aparece ahora ante los ojos de los alemanes como la moderada dentro del grupo de radicales. Precisamente ella, que no solo defendió el uso de conceptos considerados “nazis” en Alemania (como “völkisch”), sino que a comienzos de 2016 llamó a que las fuerzas de seguridad abrieran fuego contra los refugiados que no respetaran la frontera del país. Para justificar su inesperada decisión –las caras de sus camaradas al enterarse frente a todos de la noticia son de antología–, argumentó que el partido está sometido a una dirección “anárquica” que carece de un plan de gobierno, sino que más bien se ha dedicado a la crítica sin ofrecer propuestas  a los votantes.

Y no deja de tener razón. AfD es un partido que en sus breves cuatro años de existencia ha sufrido numerosos cismas. Forma parte de su esencia, porque en realidad carece de propuestas que vayan más allá de la crítica a la política migratoria. Su campaña electoral entera giró en torno a eso, con carteles contra la burka y presentando a los inmigrantes como potenciales agresores sexuales. En una de sus publicidades más comentadas, una mujer embarazada acompaña el texto “los nuevos alemanes los hacemos nosotros mismos”, en una abierta referencia al concepto de “nuevos alemanes” que se ha usado para referirse a los refugiados. Eso y el odio a la canciller Merkel los mantiene unidos.

El ex presidente del Parlamento Europeo y derrotado aspirante socialdemócrata a la cancillería, Martin Schulz, responsabilizó a Merkel de haber generado las condiciones para el crecimiento de AfD. Puede ser. La canciller, que hasta ahora gobierna en alianza con los socialdemócratas, se concentró en cerrarles el flanco progresista apoyando medidas que están lejos de su ideario (salario mínimo y matrimonio homosexual, por ejemplo), desnudando la parte de la mesa donde se sentaba la ultraderecha. Ésta aprovechó la ventana abierta para invadir la casa. Por eso en su discurso tras conocerse los resultados, Merkel habló de “reconquistar al electorado que votó por AfD”.

Eso supondrá un ejercicio de funambulismo: descartada la opción de seguir gobernando con los socialdemócratas tras la decisión de estos de liderar la oposición, ¿cómo formar una alianza de gobierno viable con los liberales, y especialmente con Los Verdes, si Merkel se ve forzada por las circunstancias a correr su discurso hacia la derecha para contener a las masas que se sienten abandonadas por los cristianodemócratas? Habrá que ver si será necesario que Merkel haga algo o si la ultraderecha le facilita el trabajo autodestruyéndose en sus luchas intestinas.

¿Y quién  vota por un partido que concentra el repudio generalizado de la prensa, políticos y rostros reconocibles de la cultura germana? El votante de AfD se concentra en el este del país, en las zonas más cerradas a la influencia extranjera (las que crecieron en la República Democrática de Alemania), las que tienen las tasas de desempleo más altas a pesar de los planes de reconstrucción que existen desde hace décadas (los alemanes occidentales pagan hasta hoy un impuesto adicional para ello), las que ven en Merkel una dirigente de Europa más que una de Alemania. Basta ver también las cifras: los dos partidos grandes, justo los que gobiernan, fueron los únicos que perdieron respaldo de forma masiva. Y los más beneficiados fueron los liberales, que vuelven al Bundestag tras su fracaso electoral de 2013, y la ultraderecha.

La pérdida de legitimidad también afecta a los partidos políticos alemanes, y eso se ha traducido en esta fuga de votos hacia los movimientos más pequeños, los que suponen alguna clase de alternativa. Los más molestos optaron por expresar su rabia apoyando a un partido de ultraderecha que ha hecho, hasta ahora, precisamente de la rabia su único argumento político. Queda por ver si sabrán salir de ahí y si los partidos más grandes tomaron nota del claro mensaje que les llegó el domingo.