En 1995, Fabián Rocca dejó su trabajo como guardaparques en el Sur argentino y emprendió un viaje a México con un objetivo que no sabía cómo lograr: conocer la rebelión zapatista y conocer a su misterioso líder.

Yo, compañeros, lo que vengo a entregarles es un obsequio. Les quiero ser sincero en esto, quería regalárselo al Subcomandante Marcos, pero me parece que no voy a poder verlo. Entonces se lo quiero regalar a la comandante Trini, que está acá. Yo muchos ponchos no pude traer porque no hay tantas ovejas en la Patagonia para tantos zapatistas; solamente les  traje éste como algo simbólico”, dijo.

Fabián Rocca estaba emocionado e intimidado, y no recuerda si le tembló la voz, pero sí que el discurso lo fue armando sobre la marcha, a los

Fabián Rocca en Chiapas (gentileza de F.R.).

tropezones, porque nunca había creído realmente que tendría la oportunidad de encontrarse en esa situación. Estaba sentado, solo en una silla ubicada en el centro de un salón inmenso, con un poncho mapuche apoyado sobre sus rodillas, bajo las miradas de nueve de los comandantes zapatistas que, encapuchados, participaban en las conversaciones de paz de San Andrés Larrainzar. Corría 1995 y tenía menos de 25 años.

Ahora, más de veinte años después, Fabián cuenta la historia mientras va de acá para allá por la matera que se levanta detrás de la casa del guardaparques del Parque Nacional Lanin, frente al lago Ruka Choroy, en Neuquén. Es una construcción extraña, armada con fardos de pasto cubiertos con cemento y botellas fijadas una junto a la otra con los picos hacia el exterior, que ayudan a mantener la temperatura allí adentro. Además del fotógrafo y el cronista, están la mujer de Fabián, la mapuche María Ñancucheo, y sus dos hijos, Farabundo Yepun (Lucero, en mapudungun), de 7 años, y Awka Liwen (Rebelde Amanecer), de 13, ahijada laica de Osvaldo Bayer. María y los chicos ya conocen la historia pero se los ve encantados de volver a escucharla. El sol ya se ocultó detrás de las montañas que enmarcan el lago y Fabián le agrega leña al fuego que ha encendido en el fogón de la matera para asar un cordero que ya tiene atado a la cruz. Descorcha la primera botella de vino antes de contar cómo había llegado hasta ahí.

El periodista trucho

Fabián había comprado el poncho unos meses antes en Temuco  sin pensar siquiera una vez en Chiapas, los zapatistas o el subcomandante Marcos. Se lo había comprado para él. Hacía dos años que trabajaba en Parques Nacionales y esa vida le gustaba, pero también lo tironeaban otras aventuras. Quizás por eso, cuando supo de la aparición de esa fuerza guerrillera un poco enigmática, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, se propuso ir a México a ver de qué se trataba. “Se me despertó la  curiosidad y el enanito revolucionario que todos llevamos adentro, y tomé la decisión de renunciar e irme a México.  No sabía bien qué era el EZLN, la verdad es que no tenía las más puta idea de qué se trataba. Sabía más o menos del alzamiento indígena, que había un grupo militar organizado, que la reivindicación era el derecho de los pueblos indígenas y punto. Ni siquiera tenía idea de dónde quedaba geográficamente Chiapas, me tuve que fijar en el mapa. Así que me fui. Fue cuando preparaba el viaje que pensé: ¿y si me llevó el poncho para regalárselo al subcomandante Marcos?”, dice.

Pensó que el poncho de regalo podía servirle de pasaporte. Eso y una credencial de periodista de una FM comunitaria de San Martín de los Andes, un cartoncito con su foto al que él mismo tuvo que forrar con contact transparente. En el bolso metió también una cámara pocket. Con esas herramientas compró el pasaje más barato que encontró, en una aerolínea boliviana, y se fue a México. En el DF, sin un solo contacto, se subió a un ómnibus de los transportes San Cristóbal que iba a Chiapas. La única referencia que tenía era un librito, cuyo nombre no recuerda, que contaba el alzamiento zapatista y los cinco puntos que habían tomado: Altamirano, Ocosingo, Rancho Nuevo, Las Margaritas y San Cristóbal.

En la última de las ciudades, cuando pasaba por la iglesia, vio un cartelito que decía “Diócesis de San Cristóbal. Oficina de Derechos Humanos”. Golpeó y le abrió la puerta una chica de su edad. Cuando escuchó la tonada con que hablaba creyó que había vuelto a la Argentina. “Se llamaba Sandra y era  cordobesa, le faltaba el fernet y estar escuchando a la Mona Giménez, yo no lo podía creer. Era la esposa del sobrino obispo Samuel Ruiz Zamorano, hijo de la hermana del obispo. Le explico que ando buscando y me dice: ‘Fabián, tenés que participar de los campamentos civiles por la paz’.  Sí, le digo. Y ahí la mina me hizo el contacto”, cuenta.

Fabián, María y Yepun en la matera.

Los campamentos civiles por la paz estaban integrados por extranjeros, mayormente europeos de diferentes organizaciones políticas y de derechos humanos que, actuando como una suerte de escudos humanos, garantizaban en cierta medida que los zapatistas no fueran atacados por el Ejército durante las conversaciones por los acuerdos de paz. Precisamente, en ese momento se estaba desarrollando el Diálogo de Paz en San Andrés Larrainzar.

–          Quiero ir, le dijo a Sandra.

–          No te van a dejar entrar. Solamente pueden ir los periodistas, le contestó la chica.

Fabián sacó la credencial trucha, arrugada, que llevaba en el bolsillo trasero de los vaqueros y se la mostró. Cuando la vio, la chica no pudo reprimir una carcajada. “Yo me mandé igual y me presenté en la Comisión de Concordia y Pacificación, la COCOPA, y también en la Comisión Nacional de Intermediación, la CONADI, donde estaba el obispo. La COCOPA era la parte legislativa, digamos, que era el cuerpo que se encargaba de legislar los acuerdos, de los documentos de paz. Lo que iba a ser la reforma a la Constitución. Eran todos diputados del diferentes partidos, sobre todo del PRI  (Partido Revolucionario Institucional) y del PRD (Partido Revolucionario Democrático). A todo esto tenía el poncho debajo del brazo. Y me decía: tengo que llegar al Sub y regalárselo. Entonces me presento en la COCOPA y me preguntan: ‘¿Usted a quién representa?’. Yo le respondo que a un medio radial y le muestro la credencial toda arrugada, tipo Minguito Tinguitella. La miran de un lado y del otro y me dicen que necesitan también una carta de presentación firmada por el cónsul argentino. Yo, claro, no tenía nada. Entonces desesperado, encaro a uno de los flacos que acreditaban: ‘Mirá, vengo de la Patagonia, ¿sabés dónde queda? Yo necesito solamente sacar fotos?’, le digo y le muestro la pocket. El flaco, no sé por qué, se apiadó; yo puse cara angelical, y me hicieron la acreditación, con foto, firma, una correíta, todo prolijo, selladito…  y adentro”, relata Fabián veintidós años después mientras sirve otra ronda de vino en la matera.

El poncho bajo el brazo

Ya estaba adentro de la conferencia, pero otra cosa era llegar a la delegación zapatista. Los periodistas, camarógrafos y fotógrafos no tenían acceso a las reuniones por el diálogo. Sólo podían asistir a las conferencias de prensa, esperar los comunicados y tomar imágenes desde una tarima vallada, custodiada por un cordón militar y otro de integrantes de la Cruz Roja. “La delegación zapatista llegaba con caravanas de la Cruz Roja, por seguridad. Los zapatistas eran nueve. Estaban el comandante Tacho, la comandante Trini, Zebedeo, Ramona y otros más, todos encapuchados. Llegaban con un montón de gente, no sólo de la Cruz Roja sino también de la COCOPA, de la CONADI y también el obispo.  Y nosotros ahí en la tarima. Cuando llegaron los de la CNN, los de la RAI y de otros medios, todos sacaron unos fierros tremendos… y yo con la pocket y el poncho bajo el brazo. Ése era el pasaporte”, dice Fabián.

En la matera de Ruka Choroy.

Durante tres días intentó conseguir un minuto con algún miembro de la delegación zapatista para conseguir un contacto que lo llevara a Marcos o, por lo menos, entregarles el poncho. Primero intentó hacerlo a través de un integrante de la CONADI, pensando que sería más accesible ya que, el obispo integraba la Comisión y él podía decir, por lo menos, que había estado en el obispado y que conocía a Sandra.  Se acercó al vallado y lo encaró:

–          Vos sos de la CONADI, ¿no?, le dijo.

–          El tipo, parco, le contestó de mala gana:

–          Sí, ¿qué necesita?

–          Mirá, yo vengo de la Patagonia, pertenezco a una organización mapuche y necesito obsequiarle a la delegación zapatista un poncho…

–          Pero usted está con la prensa…

–          No, yo tengo que ver a la delegación

–          No, es imposible, olvídese.

“Me cortó el rostro, no sirvió de nada que le nombrara al obispo, ni a Sandra, ni nada. El tipo me dijo que no, que ni soñara con ver a los zapatistas y cuando se cansó de escucharme se alejó del vallado para sacarme de encima”, dice Fabián. Perdido por perdido, buscó a un miembro de la COCOPA. “El tipo se llamaba Álvarez y después fue funcionario del gobierno. La verdad es que no esperaba conseguir nada, porque los de la COCOPA para mí eran los malos, los enemigos de los zapatistas, pero bueno, lo intenté”, agrega. Lo buscó y le habló:

–          Le hago una consulta

–          ¿Qué necesita?

–          Necesito regalarle un tejido del pueblo mapuche a la delegación zapatista.

–          Déjeme ver. No le prometo nada, lo voy a conversar.

Durante dos días Fabián esperó una respuesta sin ninguna suerte. Las conversaciones ya estaban terminando y a nadie se le escapaba que habían sido un fracaso. El representante de la CONADI ni siquiera se daba por aludido cuando le hacía señas. Una sola vez se acercó y fue para decirle, terminante: “Nadie va a tener el privilegio de entrevistarlos”.

A caballo, en Chiapas (gentileza F.R.).

Fabián se quedó sentado cerca del vallado, con la cámara y el poncho, sin esperanzas. Era el último día y los zapatistas ya no volverían a San Andrés Larrainz. “Entonces escucho que alguien me chista, ¡chist, chist!. Era Álvarez, el de la COCOPA. Me hizo pasar el vallado, me llevó hasta una puerta enorme, que estaba cerrada,  me dijo: ‘Espere ahí’ y me señaló una silla. El tipo se fue para adentro y yo me quedé esperando. En eso aparece el flaco de la CONADI y me mira con cara de pocos amigos”, cuenta.

–          ¿Qué hace aquí?, le pregunta y sin esperar a que le contesté llama a los encargados de seguridad.

–          ¡Pará, pará! – intenta frenarlo Fabián – ¡Hablá con Álvarez!

De pie en medio de la matera, más de dos décadas después, Fabián actúa, casi posesionado, a cada uno de los protagonistas de la discusión. Y sigue contando: “Aparecen los milicos para sacarme de ahí, pero justo llega Álvarez y los frena. No quieren hacerle caso, discuten, el flaco de la CONADI está como loco, me mira con odio, quiere que me echen a toda costa”.

La situación es tensa, pero también parece haber quedado estancada. El representante de la CONADI  va hacia la puerta, la golpea y cuando se abre y aparece una mujer le dice:

–          Quiero ver a la delegación, necesito hablar con ellos.

La mujer lo mira, luego recorre la sala con la mirada, y le contesta, señalando por encima de su hombro:

–          No, primero tienen que hablar con el señor.

A caballo, Parque Nacional Lanin.

El “señor” era Fabián Rocca “Yo me agrandé y entré. Fue la sensación de tocar el cielo con las manos. Era un cuarto muy grande, un salón muy grande, una mesa larga y había nueve sillas ahí, en semicírculo. y una en el medio. Era como una escena preparada. De repente se abre otra puerta, también muy grande, y sale un tipo con pasamontañas”, relata. El hombre del pasamontañas se acerca a Fabián y le da la mano.

–          Hace frío allá, en la Patagonia, le dice.

–          Y sí, comandante, mucho frío, atina a contestar Fabián.

En ese momento aparecen otros ocho zapatistas y se ubican en las sillas. El comandante Tacho le indica a Fabián que se siente en la que está frente a ellos. Veintidós años después, en la matera, mientras sirve nuevamente vino en los vasos, dice que la escena tenía algo de dramático. “Era impresionante, nueve pares de ojos mirándome por las ranuras de los pasamontañas… y yo con el poncho sobre las piernas”, cuenta.

–          Bueno, cuénteme, cuénteme de los mapuches, le dice el comandante Tacho.

Fabián, con voz un poco temblorosa, habló durante cerca de cinco minutos que le parecieron vertiginosos y que, a la vez, le duraron una eternidad.  No recuerda muy bien qué les contó. Sí, en cambio recuerda palabra por palabra lo que les dijo al entregarles el poncho y que ahora repite: “Yo, compañeros, lo que vengo a entregarles es un obsequio. Les quiero ser sincero en esto, quería regalárselo al Subcomandante Marcos, pero me parece que no voy a poder verlo. Entonces se lo quiero regalar a la comandante Trini, que está acá. Yo muchos ponchos no pude traer porque no hay tantas ovejas en la Patagonia para tantos zapatistas; solamente les  traje éste como algo simbólico”.

Al día siguiente, ya de regreso en San Cristóbal, todo el mundo sabía de su encuentro con la delegación zapatista. “¡Cómo hiciste, campeón!, le dijo Sandra con una admiración que reforzó con un abrazo apretado. También lo recibió el obispo, que quiso que le contara hasta el último detalle de la reunión.

Ahora, en la matera que se levanta detrás de la casa del guardaparques, frente al lago Ruka Choroy, Fabián vuelve a ofrecer vino y aviva el fuego donde se está asando el cordero. “Al día siguiente me fui para los campamentos de paz”, dice y empieza a contar la segunda parte de esta historia.

(Continuará)

Producción: Bruno Carpinetti