La última entrega de la historia de Fabián Rocca, que un día dejó Parques Nacionales y viajó a México para ver personalmente qué era eso de la rebelión zapatista y tratar de conocer a su líder.

El aroma del cordero patagónico que se va asando en la cruz impregna el ambiente de la matera, detrás de la casa de Parques Nacionales en el Lanin, frente al lago Ruka Choroy. El guardaparques Fabián Rocca, vuelve a servir vino en los vasos y continúa con el relato de aquellos lejanos días de 1995 cuando viajó a Chiapas para regalarle un poncho mapuche al Subcomandante Marcos y terminó formando parte de los campamentos civiles por la paz. La primera parte de la historia, que interrumpió durante un momento para avivar el fuego, quedó en suspenso cuando, después de hacerse pasar por periodista en el Diálogo de Paz entre los zapatistas y el gobierno, en San Andrés Larrainzar, consiguió entrevistarse con los integrantes del EZLN y le entregó el tejido a la comandante Trini. “Al día siguiente me volví a San Cristóbal y, después de entrevistarme con el obispo, me fui para los campamentos civiles por la paz”, dice.

Los campamentos eran una iniciativa de la diócesis de San Cristóbal y estaban integrados en su gran mayoría por extranjeros,casi todos europeos, aunque también había estadounidenses y latinoamericanos. Su función era proteger, con su sola presencia, a las comunidades y a los zapatistas de las incursiones represivas del ejército y de los grupos paramilitares. “En la práctica éramos como escudos humanos venidos desde muchos lugares del mundo. “En el mío había vascos de Herri Batasuna, italianos de Refundazione Comunista, anarquistas, mucha gente de organizaciones no gubernamentales”, dice Fabián.

Le tocó ir a Prado Pacayán, una comunidad indígena de la Cañada de Rucha, en Ocosingo. Llegó en junio de 1995 y encontró un panorama desolador. “Ahí, en febrero hubo una brutal avanzada del Ejército Federal que arrasó con todo. Quemaron todas las casas, mataron a un montón de gente y los que sobrevivieron se habían refugiado en el monte. Cuando llegué habían pasado unos meses y la gente estaba volviendo, pero era un lugar muy sensible y había mucho temor de que se repitieran los ataques. Hacía falta más gente para dar una mano y por eso me propusieron ir ahí. Fue muy fuerte, la gente la había pasado muy mal”, cuenta.

Fabián se ganó pronto un lugar en el campamento. Cuando se lo escucha contar no resulta extraño. Tiene una personalidad entradora, la sonrisa fácil y una sensibilidad que se hace evidente en la emoción que le imprime al relato. Pero él asegura que no fue por eso sino por sus habilidades como guardaparques. “La mayoría de los que estaban en los campamentos eran militantes políticos, había muchos estudiantes e intelectuales que en su vida habían hecho trabajo físico. Yo cortaba leña, sabía montar a caballo, hacía cosas que a los demás ni se le ocurrían”, dice y agrega un poco más de leña al fuego. “Estuve cuatro meses y me vine a la Argentina, pero nada más que para arreglar las cosas acá y volverme a Chiapas para quedarme más tiempo. Se me había metido en la cabeza que tenía que meterme en el EZLN”, explica.

En el grupo de seguridad del EZLN

Volvió México a mediados de 1996 y, una vez más, apenas bajó del avión se tomó el ómnibus a San Cristóbal. Esta vez ya tenía armada una red de contactos, entre ellos una mexicana, Gloria, que era parte del grupo logístico del EZLN, que lo estaba esperando.

– Fabián, vas a formar parte del grupo de seguridad del EZLN -, le dijo en el primer encuentro.

– ¡¿En serio?! – preguntó, sin poder creer en su suerte y no pudo evitar que se le escapara un argentinísimo “no me jodas”.

Corría julio de 1996 y estaba por empezar el tercer Diálogo de la Paz en San Cristóbal, que fue el último. “Muy pronto los zapatistas de que el diálogo era en realidad una puesta en escena y dijeron ‘esto es un verso, una estafa política, tenemos que volver al monte y reorganizarnos’, pero cuando yo llegué todavía había esperanzas”, dice Fabián.

La mayoría de los integrantes del grupo de seguridad eran estudiantes de la Universidad Autónoma de México y su función era acompañar a la delegación zapatista desde un punto al que llegaban desde su campamento –cuya ubicación no se conocía bien – hasta el lugar donde se desarrollaba en Diálogo. Los zapatistas viajaban en transportes de la Cruz Roja, que formaban una caravana junto con vehículos de la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), de la Comisión Nacional de Intermediación (CONADI) y del grupo de seguridad.

No eran viajes tranquilos, porque al mismo tiempo que proponía dialogar, el gobierno mexicano no dejaba de hostigar a la delegación zapatista antes y después de las conversaciones.  “Los íbamos a buscar a la selva en una caravana de vehículos. La delegación zapatista subía a los transportes de la Cruz Roja y salíamos de la selva, todos en caravana. La seguía en helicóptero la caravana. Me acuerdo que una vez yo iba en un vehículo adelante de todos y, en una de las tantas bajadas y subidas del camino, en una bajada vemos el helicóptero que pasa rasante casi tocando con los patines el techo de los vehículos. Era impresionante parecía que los quería aplastar. Eso duró un rato y después se fue. Nosotros seguimos y, de repente, en una de las subidas, se asoma en la loma. Fue como en las películas. Estábamos con handy, entonces pedimos instrucciones, qué hacemos, porque el helicóptero se quedó como flotando a un metro del asfalto, adelante nuestro, y de pronto se bajó un tipo y se plantó en el camino con una Itaka”, cuenta Fabián.

Hace una pausa para vaciar el vaso de vino, vuelve a servir la ronda y sigue relatando: “No era un helicóptero militar, era civil, el ñato que se bajó con la ñato Itaka, era milico de los pies a la cabeza. Me acuerdo que tenía unos anteojitos Ray Ban que me hicieron acordar a los grupos de tareas de la Argentina. Entonces preguntamos por el Handy y escuchamos que Marcos dice: ‘¡Frenen!’. Nosotros frenados ya estamos, pero nos bajamos del auto. Ahí el tipo se volvió a subir y el helicóptero levantó vuelo. Igual, la delegación zapatista se bajó del transporte de la Cruz Roja y se metió en el monte. Se rajaron por precaución, porque creyeron que los iban a atacar. Nosotros nos quedamos ahí, sin saber qué hacer. Un tipo de la COCOPA, que iba en la caravana llamó al DF y armó un despelote bárbaro hasta que le garantizaron la seguridad de la delegación. Entonces un grupo de la CONADI entró al monte para encontrarse con Marcos y los otros zapatistas. Marcos estaba que ardía. En fin, después de un par de horas volvieron al móvil de la Cruz Roja y seguimos hasta San Cristóbal. El Diálogo se hizo, pero fue una payasada. Terminó en un fracaso total”.

Fue durante esas reuniones en San Cristóbal cuando Fabián estuvo más cerca del Subcomandante Marcos. Los miembros del grupo de seguridad se turnaban las 24 horas para custodiar a la delegación. “Uno de los turnos me tocó a la madrugada y bueno, yo estaba ahí, en un salón con una gran ventana, y aparece el Sub fumando su pipa. Lo saludé y me animé a hablarle. Fue un diálogo muy corto, no tuve si se quiere el coraje de preguntarle cosas. Era un momento difícil, de mucha tensión. Era el tercer día del diálogo, era un fracaso total, el tipo estaba súper palmado y yo no me animé a preguntarle pelotudeces”, dice.

 

“Usted luche en su lugar”

Cuando terminaron las conversaciones, Fabián se quedó en la selva, como parte de los Movimientos Civiles por la Paz. La misión seguía siendo la misma: formar una suerte de anillo de seguridad, como escudos humanos, a los campamentos zapatistas. Como antes, estaba con voluntarios vascos, italianos, españoles, franceses y norteamericanos. Entraban y salían de la selva clandestinamente. “Una vez salí entre cajones de bananas, imaginate. Armaban cajones gigantes de banana y te metías abajo, en un doble fondo, en la caja de la camioneta. Salíamos, por ejemplo, para renovar la visa, o para comprar medicamentos”, cuenta.

Con la ruptura del diálogo, la situación se volvió todavía más tensa. Fabián recuerda la sensación de que en cualquier momento el ejército podía entrar y atacarlos, aunque no estuvieran armados. Los alertas eran casi permanentes. Una tarde, bajó un mayor del EZLN desde uno de los campamentos zapatistas. Los reunió y les hizo un anuncio:

– Compañeros, hoy hoy duermen con las botas puestas, con nada más que lo últil y necesario porque a las tres de la mañana los vamos a pasar a buscar y los vamos a sacar de acá, tenemos la información de que va a haber una ofensiva – les dijo.

Cuando se quedaron solos, Marco, uno de los italianos de Refundazione Comunista con el que Fabián había hecho amistad se le acercó y le dijo:

– Io me quedo, Fabian (así sin acento), io peleo, io marcho.

Fabián se quedó mirándolo: el tano estaba loco. Estaban desarmados.

– No, Tano, no. No es así. ¿Qué te pensás que es esto.  No es el Milan contra la Juventus. Es la guerra, esto – le contestó.

Esa noche no pudo pegar un ojo. “Dormíamos en hamacas y a las tres de la mañana yo estaba en mi hamaca sin dormir, con las botas puestas, pensando que íbamos a tener que salir corriendo. De pronto se escucharon movimientos de tropas y los zapatistas no venían a buscarnos. ¿Y ahora para dónde rajo?, pensé. Por suerte al final no pasó nada”, dice.

Esa noche, también, Fabián decidió que no podía quedarse así, como en una zona gris, como el jamón del sándwich entre el ejército regular y los zapatistas. Unos días después, cuando el mayor Moisés vino a visitar el campamento, tomó coraje y lo encaró.

– Mayor, quiero hacerle una pregunta y espero que no lo tome a mal… – le dijo.

– Diga, compañero.

– ¿Qué posibilidades hay de integrar las fuerzas del Ejército Zapatista?

El mayor Moisés lo miró unos segundos en silencio (“como midiéndome”, dice ahora Fabián) antes de contestarle.

– Gracias, compañero, gracias por todo, pero usted luche en su lugar -, fue su respuesta.

A Fabián le quedó claro que los zapatistas no querían extranjeros en sus filas, que les sobraban combatientes y que los extranjeros, más que sumar, podían ser un problema político. “La posición de la comandancia era muy clara: no necesitamos. Combatientes nos sobran. En ese momento se hablaba de más de seis mil combatientes, más lo que serían los grupos de apoyo que eran de las comunidades, los milicianos, el común de la gente de las comunidades, que seguía con sus actividades cotidianas y si se armaba la podrida se sumaban al ejército”, explica. Y después de una pausa, agrega: “Y ahí dije, bueno, hasta acá llegué, no me voy a quedar toda la vida en un campamento civil, pero aparte no tenía mucho sentido quedarme eternamente”. Llevaba diez meses en la selva.

Veinte años después, en la noche de Ruka Choroy, Fabián Rocca saca la cruz donde está ensartado el cordero, la apoya sobre una madera y empieza a trozar el bicho. Bruno Carpinetti, el productor de Socompa, que lo conoce de casi toda la vida, se encarga ahora de llenar de nuevo los vasos.

– Fabián, ¿por qué no les contás cuando fuiste con la gendarmería y unos cubanos a Salta para tratar de encontrar el cadáver del Comandante Segundo, de Jorge Masetti?

El cordero ya está en los platos cuando Fabián le responde.

– No, pará che, ahora vamos a comer este bicho.

Fin.

Producción: Bruno Carpinetti.