Irma Beatriz Girón, de 22 años, y Gloria Fernández, de 15, fueron encontradas muertas en una bañera luego de que los vecinos hicieran una denuncia por el olor que salía del departamento. La descomposición de los cuerpos hizo pensar que habían muerto hacía dos semanas, pero habían sido vistas con vida apenas tres días antes. Una serie de impericias garrafales hizo que la investigación se perdiera en las hipótesis más descabelladas, incluyendo el veneno de una serpiente africana.
La tarde del jueves 13 de abril de 1989, la propietaria de la casa de la calle Melo 3354, en Vicente López, escuchó sonar el timbre. Demoró en atender. Le costaba desprenderse de la pantalla del televisor donde parecía que la Argentina se desbarrancaba hacia el fondo de un abismo. Juan Carlos Pugliese, el ministro de Economía de Raúl Alfonsín, estaba anunciando una serie de medidas que parecían más un manotazo de ahogado que una solución para la crisis: control de precios, dólar libre y flotante, y aumentos del 14% para las tarifas de los servicios públicos y del 16% para los combustibles.
Cuando finalmente abrió la puerta se encontró con Irma Beatriz Girón, la joven de 22 años que desde unos pocos meses atrás le alquilaba el PH del fondo. La chica parecía preocupada.
-¿Me presta el teléfono? – le preguntó Irma y a continuación explicó: “Es para llamar al médico. Está mi prima de visita y tiene fiebre…”
-Pasá, querida, pasá – respondió la propietaria.
La chica hizo la llamada y se despidió. Segundos después, la mujer estaba nuevamente frente al televisor, prendida de las noticias. No imaginó – era imposible – que tres días después su propia casa, más precisamente el departamento ubicado al fondo del pasillo lateral, sería escenario de un caso policial que con el correr de las semanas se transformaría en un misterio desconcertante, casi imposible de resolver.
Dos cadáveres en la bañera
La mañana del domingo 16, la Comisaría Segunda de la Bonaerense, ubicada en Florida, recibió una llamada. Del otro lado del teléfono, un vecino preocupado denunciaba que un olor nauseabundo, como de un cuerpo en descomposición, salía del departamento del fondo de la casa de Melo 3354.
Cuando los policías, después de llamar insistentemente sin que nadie respondiera, abrieron la puerta con la llave que guardaba la propietaria. Pero retrocedieron asqueados: el olor concentrado en el departamento los repelió. Uno de ellos no pudo contenerse y vomitó en el pasillo.
El olor provenía del baño, donde encontraron dos cadáveres en la bañera llena de agua. Eran dos mujeres. Una de ellas era la inquilina, Irma Beatriz Girón. Estaba semidesnuda, con el torso cubierto sólo por un pullover empapado. El otro cadáver era de una adolescente que pronto sería identificada como Gloria Fernández, de 15 años, prima de Irma. Estaba completamente desnuda.
La primera impresión que tuvieron los policías fue que las mujeres llevaban más de una semana muertas. Los cadáveres, escribiría en su informe el oficial Benítez – a cargo de la patrulla –, mostraban un “avanzado grado de descomposición”.
Al mediodía llegó juez en lo Penal del juzgado número 2 de San Isidro, Raúl Casal. Benítez lo recibió con un pañuelo en la mano.
-Póngase en la nariz este pañuelo con perfume, doctor, porque de lo contrario ni siquiera va a poder entrar –le dijo.
Al juez también le pareció que las dos jóvenes llevaban mucho tiempo muertas.
Pero eso era imposible.
La propietaria de la casa había conversado con Irma hacía menos de tres días – cuando la joven le pidió el teléfono – y los padres de la adolescente le dijeron al juez que Gloria se había despedido de ellos el jueves a la tarde, diciendo que se quedaría a dormir en lo de su prima.
En su testimonio, el médico Arnoldo Bresciani, de la guardia del Hospital de Vicente López, confirmó que el jueves a la tarde las dos mujeres estaban vivas. Dijo que había ido a la casa en respuesta al llamado de Irma. El médico añadió que Gloria tenía fiebre y que le había recetado Multín – un analgésico y antipirético – para tratarla. Además, había recomendado a la adolescente que tomara un baño de inmersión con agua tibia podía ayudar a bajar la fiebre.
El juez quedó desconcertado: parecía imposible que los cadáveres se descompusieran de ese modo en apenas tres días.
Ahí había un misterio, y eso lo preocupaba.
Las hipótesis y la primera autopsia
El estado de descomposición de los cuerpos era tal que a los oficiales de la policía científica les costó sacarlos de la bañera sin que, como dijo uno de ellos, “perdiéramos restos al manipularlos”. Los llevaron a la morgue de la Bonaerense en La Plata y los dejaron 48 horas en una cámara frigorífica antes de poder realizar la autopsia.
Mientras esperaban los resultados, el juez y los investigadores empezaron a tejer hipótesis sobre la muerte de las jóvenes: pensaron en un pacto suicida; en una relación amorosa que había terminado mal; que una había matado a la otra y después se había quitado la vida; en una electrocución deliberada o accidental; en envenenamientos de todo tipo; en un asesinato cometido por alguien cercano a las víctimas, a quien las jóvenes le habrían permitido entrar al departamento, ya que no había señales de que la cerradura hubiera sido forzada.
Para esta última hipótesis tenían un sospechoso: el novio de Irma, que solía visitarla e incluso quedarse a dormir en el departamento. Era un hombre de 30 años, dueño de una veterinaria. “Cuando lo interrogué, le tomé una testimonial muy dura. No me cerraba que fueran novios hacía tanto tiempo y que él ni siquiera tuviera la llave del PH. El tipo estaba casado y con Girón tenían una especie de segundo hogar”, recordaría años después el juez Casal en una entrevista.
Tras diez días, los resultados del examen forense no hicieron más que ahondar el misterio: los cuerpos no tenían heridas de arma blanca ni de armas de fuego, tampoco se encontraron rastros del antifebril que había recetado el médico, no había vestigios de los venenos más conocidos. No había nada.
Y, sobre todo, nadie podía explicar cómo los cuerpos se habían descompuesto de esa manera en menos de tres días.
En ese momento entró en escena un perito con una hipótesis exótica.
El crimen de la mamba negra
Un mes y medio después del hallazgo de los cadáveres, el juez Casal recibió la llamada de un perito del Cuerpo Médico Forense de la Policía Federal.
El hombre se llamaba Andrés Barriocanal y le dijo que tenía una explicación para la rápida descomposición de los cuerpos de Irma y de Gloria: veneno de una serpiente conocida como la mamba negra.
Ya en el despacho del juez, Barriocanal le explicó se trataba de la Dendroaspis polylepis, una serpiente venenosa que habita en diversas zonas del África subsahariana, que mide entre dos o tres metros. El color de la piel varía entre el gris y el marrón oscuro pero se la conoce vulgarmente como “mamba negra” porque cuando ataca a sus presas abre extremadamente la boca, cuyo interior es negro azulado.
Después de describir al bicho, el perito fue al punto: el veneno de la mamba negra contiene una toxina que no sólo mata rápidamente sino que acelera la descomposición del cuerpo a una velocidad que hace parecer que cada hora transcurrida desde a muerte fueran seis. El forense le dijo también que en el mundo había dos casos registrados de asesinatos cometidos con veneno de mamba negra.
Para entonces, todas las líneas de investigación habían terminado en callejones sin salida. El juez pensó que si bien no había mambas negras reptando por las calles de Vicente López – y menos aún dentro de los departamentos -, sí había veterinarios que podían traerlas de África, y el novio de Irma tenía una veterinaria.
El cuadro que pintaron los investigadores podía describirse así: el novio de Irma tenía una mamba negra a la que le había extraído el veneno para inyectárselo a Irma y matarla. Como había encontrado a Gloria de visita en el departamento, también la había envenenado a ella.
El juez decidió el allanamiento de la veterinaria, pero ahí lo único que encontró la policía fueron dos inofensivas culebras verdes. Pero el veterinario no estaba y nadie sabía dar noticias de su paradero, de modo que libró una orden de captura.
Cuando esto trascendió, en los titulares de los medios la extraña muerte de las dos primas en una bañera pasó llamarse: “El crimen de la mamba negra”.
Dos corazones perdidos y una bañera mágica
Mientras buscaba sin suerte al veterinario sospechoso, el juez Raúl Casal ordenó nuevas autopsias de los cadáveres de las primas para determinar si habían sido asesinadas con veneno de mamba negra. La pericia quedó a cargo del Servicio Especial de Investigaciones Técnicas de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Cuando los forenses buscaron los órganos de las dos jóvenes no encontraron sus corazones por ninguna parte. Se ordenó un registro completo de la morgue, si resultado. El sumario interno no permitió establecer qué había pasado, aunque dado el funcionamiento habitual de ese organismo – históricamente plagado de irregularidades – hizo pensar en que se habían extraviado por negligencia.
Al mismo tiempo, otro fenómeno extraño inquietaba a los investigadores. En un nuevo registro del departamento donde habían encontrado a las dos jóvenes muertas, descubrieron que la bañera estaba nuevamente a medio llenar, con agua putrefacta. No entendía qué había pasado: la bañera había sido vaciada, lavada y desinfectada. A su vez, el PH tenían el precinto policial intacto. El análisis del agua acumulada reveló que tenía restos cadavéricos.
El caso no sólo parecía imposible de resolver, sino que cada vez se iba retorciendo más: al veneno de la mamba se sumaban ahora dos corazones misteriosamente desaparecidos y una bañera que se llenaba por sí misma con agua podrida.
Un cúmulo de errores y la verdad
Con los corazones desaparecidos, el juez Casal ordenó la exhumación de los cadáveres para las nuevas autopsias. Esta vez, la pericia quedó a cargo de los médicos forenses Néstor de Tomas y Osvaldo Raffo, que trabajaron a partir de muestras óseas.
Por lo sencillos, los resultados – que no dejaban margen de duda – sorprendieron a todos: Irma y Gloria habían muerto intoxicadas con monóxido de carbono “acreditada científicamente por la presencia de carbohemoglobina en la médula ósea”.
El avanzado estado de descomposición de los cuerpos también tenía una explicación sencilla, muy lejos de los efectos del veneno de mamba: una estufa de gas encendida, que dejó a los cuerpos sometidos a una altísima temperatura en el ambiente húmedo del baño. Eso aceleró el proceso.
Un triste accidente fatal se había transformado en un supuesto crimen irresoluble por una extraña cadena de negligencias: los policías que entraron al baño apagaron la estufa pero no registraron el hecho en su informe; los forenses que hicieron la primera autopsia no buscaron vestigios de monóxido de carbono, la causa más común de muerte dentro de baños sin ventilación y con estufas a gas en su interior.
¿Y la bañera que se llenaba por sí sola?
Una de las canillas perdía gota a gota y el caño de desagüe estaba tapado por restos cadavéricos que se habían desprendido de los cuerpos en descomposición.
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