Pese a cargar con dos muertes en su haber, Gary Gilmore había sido un criminal insignificante hasta un día de noviembre de 1976, cuando exigió que lo ejecutaran de una vez por todas. Se transformó así en un personaje que dio lugar a canciones, películas y una novela magistral de Norman Mailer. Además, sus últimas palabras antes de que lo fusilaran inspiraron uno de los slogans más famosos de la publicidad mundial.

Corría noviembre de 1976 y el tipo – insignificante a pesar de cargar con dos muertes – pasaba sus días en el pabellón de la muerte de una cárcel de las afueras de Salt Lake City, en el Estado de Utah, como uno más entre quienes esperaban la ejecución de una condena a muerte que desde hacía casi diez años no se practicaba en los Estados Unidos.

El tipo se llamaba Gary Mark Gilmore, estaba por cumplir 36 años, muchos de los cuales los había pasado cometiendo delitos que ni siquiera salían en los diarios pero que lo habían llevado varias veces a pasar algunas temporadas detrás de las rejas.

Si alguna breve notoriedad había logrado se debía a que en julio de ese mismo 1976 había matado a dos personas en un raid de apenas dos días. Lo capturaron rápido y tuvo un juicio rápido donde rápidamente lo condenaron a muerte el 5 de octubre. Cuando se lo llevaron esposado de la sala del tribunal, el mundo ya se había olvidado de él.

Su destino era esperar a la sombra una ejecución que – como venían las cosas con la pena de muerte en los Estados Unidos – quizás nunca se concretaría, pero entonces hizo una jugada insólita: en lugar de apelar la pena, como hacían todos los condenados, pidió que se dejaran de joder y lo mataran lo más rápido posible.

-Déjenme morir como un hombre – exigió.

Esa frase – y otra que pronunciaría meses después frente a un pelotón de fusilamiento – lo pusieron en el centro de atención no sólo en los Estados Unidos sino en casi todo el planeta.

El matón insignificante se transformó, de la noche a la mañana, en un “personaje” que puso en cuestión al sistema judicial estadounidense, desconcertó a los activistas contra la pena de muerte, inspiró uno de los slogans más famosos del mundo publicitario, motivó temas de rock y llevó a Norman Mailer a escribir la novela que lo consagraría con el premio Pulitzer, “La Canción del Verdugo”.

Un oscuro ladronzuelo

Gary Mark Gilmore era el segundo de cuatro hijos de Frank Gilmore, de profesión delincuente de poca monta. Nació el 4 de diciembre en el Condado de Gillespie, Texas, pero como allí a su padre lo buscaba la ley lo anotaron con el apellido que éste usaba para evadirla, Coffman.

Empezó a usar su verdadero nombre en 1948 cuando la familia se mudó a Portland, Oregon, y anotó al pequeño Gary – por entonces de siete años – en la escuela.

Gary no la pasaba bien en su casa, donde su padre, de marcada inclinación por la botella, lo golpeaba cada vez que se le ponía a tiro; tampoco le iba bien en la escuela, aunque algunos maestros le reconocían una inteligencia bastante aguda y cierta facilidad para el dibujo.

Le pronosticaron un futuro artístico, pero a los 15 años el único arte que sabía practicar era el del robo, y lo hacía bastante mal.

Lo detuvieron con un auto robado y el juez – por ser menor – lo internó en la Reform School for Boys de MacLaren en Woodburn, Oregon. Así Gary fue a parar el reformatorio donde, en lugar de “reformarse”, empeoró.

Salió un año después con su arte perfeccionado, pero la libertad le duró poco. En 1960 fue encarcelado otra vez, ahora como adulto, en el Correccional de Oregon. Cumplió un año por hurto y al salir decidió que lo mejor era cambiar de aires.

Se instaló en Vancouver, Washington, donde al poco tiempo lo arrestaron por manejar borracho y sin licencia, Le dieron un año en la cárcel de Rocky Butte, Portland.

De ladrón a asaltante preso

Los aires de Washington no le habían resultado propicios a Gilmore, de modo que apenas liberado volvió a Oregon, que por lo menos era territorio conocido. Le fue mal: lo detuvieron en 1964 después de asaltar un negocio a mano armada y le tiraron 15 años de condena por la cabeza.

Ante la perspectiva de perder su juventud detrás de las rejas, Gary decidió portarse bien y hacer méritos. En eso tuvo éxito, porque lo liberaron por buena conducta en 1972 – cuando le faltaban siete años para cumplir la pena – con la condición de que fuera a la escuela.

Gilmore se inscribió en Artes para explotar su facilidad para el dibujo, pero como se encontraba escaso de fondos consiguió un revólver e hizo un viajecito a Portland para obtenerlos. Lo que consiguió fue una nueva condena por robo a mano armada.

En la cárcel de Oregon no se portó bien como la primera vez. Peleaba con otros presos y llegó a golpear a un carcelero. Lo tuvieron un tiempo tranquilo con un chaleco químico, el antipsicótico Proxilin, hasta que se lo sacaron de encima con un traslado a la prisión federal de Marion Illinois, que era un centro de máxima seguridad.

El romance y los asesinatos

El abogado de Gilmore consiguió finalmente que lo pusieran en libertad condicional el 9 de abril de 1976, bajo la custodia de su prima Brenda Nicol, que se lo llevó a vivir a su casa en Provo, Utah.

Por segunda vez, Gary se propuso portarse bien. Primero trabajó como ayudante en el taller de zapatero del padre de Brenda y después consiguió un empleo mejor pago en una empresa de instalación de aislamientos para techos y paredes. Trabajaba bien, pero no podía evitar darle al pico de la botella por las noches. Nadie sabía que también, algunas veces, cometía pequeños robos, como para despuntar el vicio.

Por esa misma época conoció a Nicole Baker Barrett, una chica de 19 años de la que se enamoró. Gilmore tenía 26 y cuando le daba a la botella se ponía violento, aunque con Niccole se cuidó por un tiempo, hasta que le pegó.

La chica lo dejó y eso – diría Gilmore después – lo llevó a matar.

El 19 de julio de 1976 robó una estación de servicio en Orem, Utah. El único empleado nocturno del lugar, de nombre Max Jensen, no se resistió y le entregó el dinero, pero Gilmore quería sangre: le disparó a quemarropa y lo mató.

Al día siguiente llevó su camioneta a un taller mecánico para que le hicieran un arreglo y decidió caminar para hacer tiempo. Todavía llevaba encima el arma que había usado la noche anterior. En eso estaba cuando – diría después – sintió un impulso irrefrenable de matar. Entró a un hotel y, sin mediar palabra, le disparó al gerente, Ben Bushnell, que estaba detrás del mostrador de la recepción, y se llevó la recaudación.

Esta vez le salió todo mal: la mujer de Bushnell lo vio escapar y pudo identificarlo en el juicio; en la huida se le disparó el arma y se hirió en una mano; el dueño del taller vio la mano herida y llamó a la policía. El hombre conocía el nombre del cliente.

Gilmore llegó herido a la casa de su prima Brenda y le pidió ayuda. La mujer, harta y temerosa, lo entregó.

En el interrogatorio le preguntaron por qué había matado si sus víctimas no habían ofrecido resistencia.

-Cada vez que disparaba la veía a Nicole – contestó.

Juicio y condena

Después, todo ocurrió muy rápido. El juicio comenzó apenas 11 semanas después del asesinato y duró solo tres días. Para acelerar las cosas, la fiscalía decidió juzgarlo solamente por el asesinato de Bushnell. Además de la confesión, tenían testigos del hecho.

La defensa de Gilmore intentó hacerlo pasar por loco para salvarlo de la pena de muerte, porque antes los hechos probados esa condena era de cajón. No funcionó: el 7 de octubre lo declararon culpable y lo condenaron a muerte.

Se la dieron en el momento justo. Hacía apenas unos meses, en julio, la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos había restablecido la pena de muerte a nivel nacional. Hasta entonces, solamente algunos estados la contemplaban.

“Déjenme morir como un hombre”

Así como había luchado para salvarse de la cárcel, una vez condenado Gary Gilmore no quiso pasar toda su vida dentro de ella.

Las apelaciones podían postergar la ejecución – si es que llegaba a concretarse – durante años y la lucha de los grupos activistas contra la pena de muerte, encabezados por la Unión Americana de Derechos Civiles, había logrado que desde 1967 ningún condenado a la pena capital fuera ejecutado en todo el país.

Gary Mark Gilmore cambiaría esa historia.

Decidió no apelar la pena y en noviembre exigió que lo mataran lo más pronto posible. En esa ocasión fue cuando exigió:

-Déjenme morir como un hombre. Prefiero morir fusilado antes que pudrirme en la cárcel.

Acusó a los jueces de cobardes e incluso se ofreció pagar el precio de la ejecución de su propio bolsillo.

Las autoridades dudaban, pero Gilmore no. Para reforzar su pedido inició una huelga de hambre; cuando vio que no le daba resultado, intentó suicidarse dos veces con barbitúricos que alguien – nunca pudo saberse quién – le proporcionó.

Finalmente, se fijó la fecha de ejecución para el 17 de enero de 1977.

Le dieron a elegir entre morir ahorcado o fusilado. Eligió el fusilamiento.

La ejecución

Poco antes de las 8 de la mañana del 17 de enero, Gary Mark Gilmore caminó hacia la silla en la que sería atado para que le dispararon. Frente a él, a seis metros de distancia, se ubicaron siete oficiales de policía armados con rifles Winchester calibre 22. Seis de las armas estaban cargadas como balas de plomo, la restante tenía una bala de fogueo. Quienes debían disparar no sabían cuál.

El condenado había pasado la noche acompañado por algunos familiares, entre ellos su prima Brenda, la misma que lo había entregado.

A las 8.07 le preguntaron si quería decir unas últimas palabras y Gilmore respondió con una frase que haría historia en el mundo de la publicidad:

Let´s do it (Hagámoslo).

Y sonaron los disparos.

Secuelas de un personaje

Las últimas palabras de Gary Gilmore inspirarían, once años después de su muerte, la creación de uno de los slogans más famosos de la historia de la publicidad. En 1988, Dan Wieden – socio de la agencia Wieden + Kennedy – ideó a partir de ellas la frase por la que aún se reconoce en todo el mundo a la marca deportiva Nike.

Modificó el “Let’s do it” pronunciado por Gilmore y lo transformó en “Just Do It” (sólo hazlo).

Para entonces, la historia de Gary Gilmore, el hombre que clamaba por ser ejecutado, había tenido innumerables secuelas.

En 1977 el grupo inglés The Adverts publicó la canción Gary Gilmore’s Eyes, cuya letra relata como un receptor de ojos trasplantados descubre que sus nuevos globos oculares pertenecían al asesino ejecutado.

En 1979 The Police en su álbum Reggatta de Blanc, incluyó el tema “Bring on the Night”, dedicado a Gary Gilmore.

En 1980, Norman Mailer publicó “La Canción del Verdugo”, novela que le valió el premio Pulitzer y fue llevada al cine con Tommy Lee Jones en el personaje de Gilmore.

El éxito logrado por Mailer provocó la envidia de otro gran periodista y escritor norteamericano. Truman Capote, autor de “A Sangre Fría” (también un gran non fiction basado en un crimen), dijo:

-Yo tardé siete años en investigar y escribir “A Sangre Fría”, y Norman lo escribió con recortes de diarios.

Gary Mark Gilmore, el delincuente insignificante, había logrado su lugar en el salón de la fama del crimen.

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